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Cuando vimos a Warren Ellis tocar en el Golden Gate Park

Es el festival gratuito más grande del mundo. Se celebra en el parque más extenso y en San Francisco, la ciudad donde nacieron los ‘hippies’. Para colmar lo insólito, lo paga un multimillonario que acaba de morir. Estuvimos en el Hardly Strictly Bluegrass: 88 actuaciones y un millón de asistentes de todo pelaje.

Helena Celdrán y yo firmamos en 2014 un reportaje en la revista Calle 20 —el destacado anterior es la entradilla— sobre uno de los poquísimos eventos de música que merecen ser llamados festival sin que haya contaminación de la peste de la mercadotecnia y tengas que pagar una entrada con calado de salario mensual alto.

Sobre aquella edición escribimos un reportaje, que ya no puede leerse en línea —la revista, como tanto otro material, ha sido engullida por el tiempo y la e-amnesia—, pero dejo aquí una copia en PDF.

Titulamos la pieza No es un festival, es una utopía. Las fotos son mías.

Cuando tuvimos la suerte de vivir allí algunos años, San Francisco aún conservaba  —no me pregunten la fórmula social: se trata para mí de un misterio que prefiero no mancillar con explicaciones— el espíritu de fiesta, locura y simpatía de los buenos años del flower power, que fueron escasos pero quedaron insertados, como dulces espinas, en la orografía del lugar y la genética de sus habitantes. Eso quiere decir que nadie me exigió acreditación para ejercer de fotógrafo, o soñar que ejercía, porque todo me parece ahora parte de un sueño.

Una de las actuaciones más intensas fue la de los australianos Dirty Three, ejecutantes de largos paroxismos sin estribillos. El líder del grupo, Warren Ellis, mano derecha desde hace unos años del sufriente divo Nick Cave, aparece en la foto destacada de esta entrada.

En el último capítulo del podcast en el que estamos embarcados ahora, aparecen entre las canciones que resuenan a mar que hemos elegido. Si desean escuchar, vayan al minuto 53:00 en el reproductor de abajo.

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En otro de los seis escenarios del festival Hardly Strictly Bluegrass, una pareja de jóvenes padres hipsters está de los nervios por la inminente aparición de Dirty Three, el trío australiano del violinista espasmódico Warren Bad Seed Ellis.

Cuando el grupo descarga contra la atmósfera su noise romántico pero de altísima frecuencia, los tímpanos de las hijas pequeñas de los hipsters sufren el impacto, las niñas ponen caritas de dolor, se tapan los oídos y se largan a ejercer de niñas en una zona alejada de los mayores.

Leaflin Winecoff baila lo que las crías consideran ruido. Con los ojos cerrados compone una coreografía improvisada que recuerda al taichi. «Intento escuchar la música con mi cuerpo. Es temperamental, oceánica. Me llega como si estuviera en un mar tempestuoso. Es oscura, adecuada para un día lluvioso y es interesante escucharla en este sol con niños saltando».

(…)

Mientras Warren Ellis llama a gritos al espíritu de Jim Morrison y se maravilla de lo bien que quedan los eucaliptos australianos en San Francisco, en una sincronía que parece fruto de un buen guionista se producen esta serie de acciones: una malabarista lanza bolas al cielo; unos vendedores de paella despachan raciones a cinco dólares; un hombre intenta convencerte de que Mitt Romney está de la chaveta y te entrega una chapa con la inscripción ‘Yo voto por Obama’ pese a que le has dicho que eres español y no estás en el censo; un anciano baila una polca con una princesa hippie; varios centenares de perros con la mirada acuosa se preguntan: «¿Qué hacemos aquí?»; un tipo vende cigarrillos de marihuana a un dólar; la Itty Bitty Dirt Band, una cofradía de jóvenes que parecen recién bajados de las montañas más lejanas de Virginia, tocan al borde de la senda vestidos con la misma —quizá textualmente: la misma— ropa que llevaban sus tatarabuelos; un joven lee el Wall Street Journal; decenas de miles de séniors, sentados en comodísimas sillas de camping, custodian las neveritas con exuberantes snacks y tanta cerveza como para emborrachar a toda la Costa Oeste; un joven tumbado sobre una manta espera a sus amigos con una cabeza de maniquí clavada en un palo como estrategia para ser visible en la lejanía… Y así durante 55 horas.

Algunos otros dioses del festival ajenos a la fiera desnudez de Warren Ellis y al ambiente de un millón de psicodélicos contemporáneos.

Patti Smith empachada de sí misma, como viene siendo habitual desde hace varias décadas, y su contra tesis, Elvis Costello, demostrando que cuando eligió llamarse Elvis fue inspirado por Dios mismo.

También hice fotos en blanco y negro, que siempre prefiero aunque las revistas, por muy amorosas que sean, suelen vetar el procesado bitono y quedarse con la falsa idea de que la vida es cromática.

Sobre la edición del año anterior, 2013, firmé una entrada, también con fotos, en el blog que escribía para RTVE.

Destaco estas dos notas y, tras ellas, paso, otra vez, a la verdad mucho más pura de las fotos:

1. Mis siete magníficos. Es imposible abarcar todo el festival. Este año había casi un centenar de actuaciones en seis escenarios. Mi elección, parcial y subjetiva, fue ver a Low (turbios y chirriantes), Father John Misty (un chico guapo que se lo cree demasiado), Calexico (dignos fabricantes de bandas sonoras para películas de far west contemporáneo), Bettye LaVette (una señora de casi 70 años que sigue desangrándose cada vez que siente el blues), Nick Lowe (aquella vieja definición de los ochenta sigue vigente: «El Jesucristo de lo cool«), Los Lobos (fantásticos como es norma y saliendo soberanamente bien parados tras el atrevimiento de versionar, con la ayuda de Boz Scaggs, el What’s Going On de Marvin Gaye) y Richard Thompson (que me puso la piel de gallina, me devolvió a mis años juveniles e hizo que me preguntara otra vez cómo demonios no es este tipo legendario una superestrella).

2. Visiones bluegrass. Al Bluegrass van niños, padres, abuelos —a veces en el mismo grupo integeneracional—,  pies negros, hipsters, pijos, perros, gatos, loros, pandillas de adolescentes, descamisados, señores que leen imperturbables el diario, familias armadas con sillas plegables y dos platos y postre para comer, vendedores de abalorios y todo tipo de fauna… No es un festival para teenagers sino para cualquiera. Entre las visiones más dementes de este año me quedo con la señora que, a mi lado y mientras Los Lobos tocaban rancheras picantes, resolvía, inmutable en su sillita de lona, un cuadernillo de pasatiempos en los que te retan a encontrar las diferencias entre dos dibujos.