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Karen Dalton, folk para almas cansadas

La foto de la cubierta del disco [In My Own Time, 1971] no contiene códigos secretos. Al contrario, dice la verdad textual: una mujer vestida de oscuro, el suelo embarrado del camino hacia las ruinas de un granero, la nieve que mutila el paisaje invernal…

Karen Dalton (1937-1993), al contrario, pasó por el mundo conjugando el verbo esconder, aquejada de mucho dolor, reteniendo un latido mortuorio que sólo dejaba presentir cuando cantaba.

Vivió y fracasó: ése es el resumen más justo. Tres matrimonios antes de los 21 años, tres rupturas, dos hijos, una errancia desatinada, alcoholismo y heroína, VIH. Sólo un par de discos, pero de tal calado que puedes palpar en cada surco el peso de tanto resbalón.

Las pocas canciones que nos dejó Dalton son para oídos y almas cansadas. Cantaba versiones porque consideraba que no era necesario componer nuevas canciones si otros han escrito lo que deseas decir. Eligiese lo que eligiese (Motown, country, pop…), todo sonaba a lamento. Nunca buscó el premio de la fama, trastabilló una y otra vez y murió a los 56 años, tan olvidada que ni siquiera están claras las circunstancias —sida, dicen unos; abandono, sostienen otros—.

Tras irse a los 22 años de la ciudad natal, Enid, Oklahoma, aterrizó a mediados de los años sesenta en los antros del Greenwich Village donde estaba naciendo el nuevo folk. Dejó con la boca abierta a todos los niñatos blancos que leían a Sartre y soñaban con ser existencialistas. Bob Dylan, que la acompañó a la armónica tres o cuatro veces, escribiría muchos años más tarde en su libro de memorias que Dalton «era la mejor, la más pura y descarnada, cantaba como una cantante de blues y tocaba la guitarra como Jimmy Reed».

Hizo falta poco, porque es casi lógico cuando escuchas como pasa Dalton sobre las melodías con voz trémula y espíritu sufriente, para que la comparasen con Billie Holiday. Alguien dijo que sus interpretaciones eran demasiado bluesy para los folkies y demasiado folkies para los bluesy.

Otros sostuvieron que el dolor intenso que emanaba de la voz de Dalton provenía del factor genético: le atribuyeron sangre cherokee aunque se trataba de un error que alguien difundió para intentar venderla como racial: sus ancestros procedían de una tierra de turba negra, Irlanda.

Karen Dalton (1937-1993) – Foto: Elliott Landy

Barrida de la escena por la locura incendiaria de los años setenta, la gran cantante se perdió en la miseria del vino barato, heroína y la codeína a la que se enganchó tras un largo tratamiento dental. En 1985 fue diagnosticada como seropositiva del virus del sida. Murió unos años más tarde. No le quedaban apenas amigos.

Dejó sólo dos discos, reeditados y ampliados con alguna colección de grabaciones perdidas cuando Dalton, que sólo entró dos veces en un estudio de grabación, fue redescubierta y mencionada como primogénita hija de la oscuridad por artistas contemporáneos como Nick Cave, que la considera la mejor cantante de blues de la historia.

En 2015, once mujeres —entre ellas Sharon Van Etten , Patty Griffin, Lucinda Williams e Isobel Campbell— grabaron Remembering Mountains: Unheard Songs By Karen Dalton, que editó la discográfica Tompkins Square. Eran letras de canciones nunca publicadas por Dalton que sirvieron para paliar la equivocada idea de que, si bien transmitía como casi nadie las articulaciones de la pena, no daba la altura como compositora.

Una sola recomendación: no escuchen a Karen Dalton si buscan felicidad. En sus canciones sólo manda la pena.

Karen Dalton retratada en Summerville-Colorado, en 1966

[Esta pieza procede de mi web personal]

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Cuando vimos a Warren Ellis tocar en el Golden Gate Park

Es el festival gratuito más grande del mundo. Se celebra en el parque más extenso y en San Francisco, la ciudad donde nacieron los ‘hippies’. Para colmar lo insólito, lo paga un multimillonario que acaba de morir. Estuvimos en el Hardly Strictly Bluegrass: 88 actuaciones y un millón de asistentes de todo pelaje.

Helena Celdrán y yo firmamos en 2014 un reportaje en la revista Calle 20 —el destacado anterior es la entradilla— sobre uno de los poquísimos eventos de música que merecen ser llamados festival sin que haya contaminación de la peste de la mercadotecnia y tengas que pagar una entrada con calado de salario mensual alto.

Sobre aquella edición escribimos un reportaje, que ya no puede leerse en línea —la revista, como tanto otro material, ha sido engullida por el tiempo y la e-amnesia—, pero dejo aquí una copia en PDF.

Titulamos la pieza No es un festival, es una utopía. Las fotos son mías.

Cuando tuvimos la suerte de vivir allí algunos años, San Francisco aún conservaba  —no me pregunten la fórmula social: se trata para mí de un misterio que prefiero no mancillar con explicaciones— el espíritu de fiesta, locura y simpatía de los buenos años del flower power, que fueron escasos pero quedaron insertados, como dulces espinas, en la orografía del lugar y la genética de sus habitantes. Eso quiere decir que nadie me exigió acreditación para ejercer de fotógrafo, o soñar que ejercía, porque todo me parece ahora parte de un sueño.

Una de las actuaciones más intensas fue la de los australianos Dirty Three, ejecutantes de largos paroxismos sin estribillos. El líder del grupo, Warren Ellis, mano derecha desde hace unos años del sufriente divo Nick Cave, aparece en la foto destacada de esta entrada.

En el último capítulo del podcast en el que estamos embarcados ahora, aparecen entre las canciones que resuenan a mar que hemos elegido. Si desean escuchar, vayan al minuto 53:00 en el reproductor de abajo.

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En otro de los seis escenarios del festival Hardly Strictly Bluegrass, una pareja de jóvenes padres hipsters está de los nervios por la inminente aparición de Dirty Three, el trío australiano del violinista espasmódico Warren Bad Seed Ellis.

Cuando el grupo descarga contra la atmósfera su noise romántico pero de altísima frecuencia, los tímpanos de las hijas pequeñas de los hipsters sufren el impacto, las niñas ponen caritas de dolor, se tapan los oídos y se largan a ejercer de niñas en una zona alejada de los mayores.

Leaflin Winecoff baila lo que las crías consideran ruido. Con los ojos cerrados compone una coreografía improvisada que recuerda al taichi. «Intento escuchar la música con mi cuerpo. Es temperamental, oceánica. Me llega como si estuviera en un mar tempestuoso. Es oscura, adecuada para un día lluvioso y es interesante escucharla en este sol con niños saltando».

(…)

Mientras Warren Ellis llama a gritos al espíritu de Jim Morrison y se maravilla de lo bien que quedan los eucaliptos australianos en San Francisco, en una sincronía que parece fruto de un buen guionista se producen esta serie de acciones: una malabarista lanza bolas al cielo; unos vendedores de paella despachan raciones a cinco dólares; un hombre intenta convencerte de que Mitt Romney está de la chaveta y te entrega una chapa con la inscripción ‘Yo voto por Obama’ pese a que le has dicho que eres español y no estás en el censo; un anciano baila una polca con una princesa hippie; varios centenares de perros con la mirada acuosa se preguntan: «¿Qué hacemos aquí?»; un tipo vende cigarrillos de marihuana a un dólar; la Itty Bitty Dirt Band, una cofradía de jóvenes que parecen recién bajados de las montañas más lejanas de Virginia, tocan al borde de la senda vestidos con la misma —quizá textualmente: la misma— ropa que llevaban sus tatarabuelos; un joven lee el Wall Street Journal; decenas de miles de séniors, sentados en comodísimas sillas de camping, custodian las neveritas con exuberantes snacks y tanta cerveza como para emborrachar a toda la Costa Oeste; un joven tumbado sobre una manta espera a sus amigos con una cabeza de maniquí clavada en un palo como estrategia para ser visible en la lejanía… Y así durante 55 horas.

Algunos otros dioses del festival ajenos a la fiera desnudez de Warren Ellis y al ambiente de un millón de psicodélicos contemporáneos.

Patti Smith empachada de sí misma, como viene siendo habitual desde hace varias décadas, y su contra tesis, Elvis Costello, demostrando que cuando eligió llamarse Elvis fue inspirado por Dios mismo.

También hice fotos en blanco y negro, que siempre prefiero aunque las revistas, por muy amorosas que sean, suelen vetar el procesado bitono y quedarse con la falsa idea de que la vida es cromática.

Sobre la edición del año anterior, 2013, firmé una entrada, también con fotos, en el blog que escribía para RTVE.

Destaco estas dos notas y, tras ellas, paso, otra vez, a la verdad mucho más pura de las fotos:

1. Mis siete magníficos. Es imposible abarcar todo el festival. Este año había casi un centenar de actuaciones en seis escenarios. Mi elección, parcial y subjetiva, fue ver a Low (turbios y chirriantes), Father John Misty (un chico guapo que se lo cree demasiado), Calexico (dignos fabricantes de bandas sonoras para películas de far west contemporáneo), Bettye LaVette (una señora de casi 70 años que sigue desangrándose cada vez que siente el blues), Nick Lowe (aquella vieja definición de los ochenta sigue vigente: «El Jesucristo de lo cool«), Los Lobos (fantásticos como es norma y saliendo soberanamente bien parados tras el atrevimiento de versionar, con la ayuda de Boz Scaggs, el What’s Going On de Marvin Gaye) y Richard Thompson (que me puso la piel de gallina, me devolvió a mis años juveniles e hizo que me preguntara otra vez cómo demonios no es este tipo legendario una superestrella).

2. Visiones bluegrass. Al Bluegrass van niños, padres, abuelos —a veces en el mismo grupo integeneracional—,  pies negros, hipsters, pijos, perros, gatos, loros, pandillas de adolescentes, descamisados, señores que leen imperturbables el diario, familias armadas con sillas plegables y dos platos y postre para comer, vendedores de abalorios y todo tipo de fauna… No es un festival para teenagers sino para cualquiera. Entre las visiones más dementes de este año me quedo con la señora que, a mi lado y mientras Los Lobos tocaban rancheras picantes, resolvía, inmutable en su sillita de lona, un cuadernillo de pasatiempos en los que te retan a encontrar las diferencias entre dos dibujos.