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Diamanda Galás: mujer con cuchillo de trinchar

La Dama del Laberinto, la cantante que todo lo tritura, nos recibe, reptante, en su cueva, en el Moloch de Manhattan. La diosa del avant-garde cambia de piel ante nuestros ojos: le gusta la «música enferma» y teme la muerte de sus padres.

En las fatigadas entrañas del palacio de Cnossos, en la isla griega de Creta, fueron encontradas dos figuras minoicas. Son un par de mujeres de largas túnicas que dejan al aire los pechos. Ambas sostienen serpientes en las manos alzadas. Simbolizan a la Gran Madre, la Dama del Laberinto, fundamento de arcaicos y fervientes cultos en cuevas que podemos imaginar como de luz escasa, fetidez acuosa y forma laberíntica.

Otra cueva, cuatro mil años más tarde: Manhatthan, el ostentoso escaparate de Babilonia. Soleado mediodía de octubre en la Quinta Avenida, uno de los groseros tajos hendidos de norte a sur en la isla robada a los indios nativos a cambio de 24 dólares y hoy convertida en altar de Occidente. Campo de carroña para todos los zopilotes encorbatados.

En el sereno jardín de la First Presbyterian Church, la iglesia de los patriotas, a la sombra de un ginko, una joven navega por Internet con su laptop. En la acera de enfrente, porque los hijos de las tinieblas rondan en las inmediaciones de los templos, La Serpiente repta.

«¿Pusiste en el cappuccino la cocaína que te dije?», pregunta al camarero. El restaurante se llama Danal. Es bohemio, culto, liberal como todo el barrio de Gramercy Park. El camarero es correctamente amanerado, correctamente barbilampiño, correctamente newyorker: otro pibe efébico en las fauces de Moloch. Bromea con La Serpiente. «¿Cuántas Sarah Pallin habrá este Halloween?». Las carcajadas son antiguas. Huelen a tierra. En el hilo musical, la voz de un negro: Bright blessed days / dark sacred nights.

Tras dos días de lluvia («tirada en cama, triste, con mi gatita Serafina, las dos hundidas y llorando desoladas»), La Serpiente está radiante. Ha cambiado de piel y reparado las heridas del ahogo. Afila los colmillos: «Si me quedase una semana de vida haría daño a todos los que me dañaron. No, no me quedaría mirando las flores. Los asesinaría a todos. Uno a uno». Es fácil imaginarla: una mujer con un cuchillo de trinchar.

Diamanda Galás – foto: Kristofer Buckle

La Serpiente es una mujer, por supuesto. Las cédulas administrativas dicen que se llama Diamanda Galás y nació el 29 de agosto de 1955 en San Diego, al sur de California y «a diez minutos de México». Hija de Dimitri y Giorgia, griegos ortodoxos. Podría ser una diva de la ópera (canta como si lo fuese y la crítica la considera la mejor voz de su país), pero ha decidido, como buen reptil, hablar con los muertos.

«Mi madre dice que mi modo de cantar viene de otro tiempo, de la estirpe de las moiroloias, las mujeres de la península de Mani que cantaban lamentos funerarios». Analogía número 1: las moiroloistas eran evitadas por los hombres. Como La Serpiente, que limita a una palabra su consideración del género masculino: «bastardos». Analogía número 2: los sacerdotes consideraban que los gritos rituales ante los cadáveres de las mujeres bramantes eran impíos. El Vaticano y la Democracia Cristiana italiana tildaron a La Serpiente de sacrílega («más blasfema que Madonna», dijeron oficialmente) cuando representó en Roma, en 1993, The Masque of the Read Death, uno de los oratorios del ciclo de canciones-rugido sobre la cruzada anti-sida de los purpurados.

Sonrisa de alambre
Retrato de La Serpiente: pantalón pitillo y chaleco negros, reloj con pulsera de perlas, sonrisa de alambre, gesticulación neorrealista de recolectora de arroz, de trabajadora industrial, –brazos disparados, muchos voltios en las piernas-araña–, tatuaje en los nudillos de la mano izquierda (we are all HIV+, todos somos seropositivos), ojos de rayos equis casi verdes, una mueca eterna de labios… Pica faláfel y ensalada, unta humus en un trozo de pan de pita, bebe té con hielo. Carcajadas como rascacielos y dientes en cada palabra. Podría hacer daño con tanto marfil.

«No dejo de escuchar bandas sonoras de películas de terror, compuestas para provocar miedo. Películas extrañas sobre humanos que se convierten en cocodrilos o serpientes, sobre humanos que son devorados por gusanos, documentales sobre animales… Me gusta la música enferma».

«The masque of the red death» – Foto: Annie Leibovitz

Desde su debut en 1982 con The Litanies of Satan, La Serpiente ha abierto repetidamente la Caja de Pandora de la que emergen todos los padecimientos. Su discografía bulldozer de 17 álbumes no ha evadido los viajes a la demencia (Vena Cana, 1993); el poder anímicamente laxante del ruido (Schrei 27, 1996); la poesía fúnebre de Baudelaire, Pasolini o el poeta-guerrillero Miguel Huezo Mixco (Malediction and Prayer, 1998); la crónica y lamento del genocidio cometido por los turcos entre 1914 y 1923 contra armenios, griegos y asirios (Defixiones, Will and Testament: Orders from the Dead, 2004) o la reinterpretación perversa de la tradición musical estadounidense, desde el blues de cadena de trabajo de los presidiarios hasta el jazz furioso de Ornette Coleman (The Sporting Life, 1994, y Guilty Guilty Guilty, 2008).

La Serpiente es una máquina de triturar («me encanta esa expresión, sí, sí, ¡soy una jodida máquina de triturar!»), una francotiradora («¿sabe que en los años 80 tenía una camiseta militar con esa expresión, ‘sniper’, que no me quitaba nunca?»). Nos quiere apretar hasta la asfixia. Está de acuerdo al 100% con Kafka cuando aseguraba que la comunicación sólo es posible si el oyente está horrorizado. «La música que me interesa es aquella que te puede provocar la muerte con sólo escucharla. Las notas, el timbre, los dinámicos… Todo debe tener una propulsión capaz de catalizar el cambio y la tensión y llevarte hasta la muerte. Cuando canto las canciones que me gustan me atraviesa la idea de que estoy matando a alguien. Me siento bien con esa sensación».

«Odio a los animales que van en grupo«
Al cantar tiene boca asquerosa de hiena, “esos animales horribles que me aterrorizan, pero colocan los labios en la posición correcta en que los coloco yo para cantar, perfectos desde un punto de vista académico”, pero prefiere la distinción de los animales solitarios. «Criaré lobos en el futuro! Me encanta como aullan. Son como yo. No andan en manadas. Odio a los jodidos y aburridos animales que van en grupo. También a la gente que va en manada. La odio».

Atardece sobre la falsa gloria de Manhattan. Llega la hora del regreso al apartamento del East Village, donde vive sola con la gata triste Serafina. Un lugar «caótico, desordenado, con papeles por todas partes, un lugar capaz de volverte loco». La Serpiente, la sacerdotisa dura y sucia que creció tocando el piano, aislada de las energías criminales de la televisión y la radio, se educó en los placeres del sadomasoquismo en el instituto, estudió bioquímica, perdió a su único hermano por el sida, padeció una severa hepatitis C durante cinco años, declara «obscena» la idea de maternidad y se siente asqueada por el «pop pedófilo» y el «rock imbécil» de estos tiempos, deja que la piel, como un calcetín, empiece a mudar de nuevo.

«Tengo miedo, claro que sí. Como cualquier otra mujer. ¿Miedo a qué? Sobre todo, a la muerte de mis padres. Mi madre, Giorgia, tiene 85 años y es fuerte, pero mi padre, Dimitri, tiene 93, y muchos problemas de salud. Estoy preocupada por ellos, muy nerviosa. Soy su única hija y le doy muchas vueltas a la cabeza. Tiendo a la oscuridad… ¿El suicidio? Alguna vez he pensado en él como todos lo hacemos, pero no sería capaz de hacer algo así. Sería una humillación para mis padres, una bofetada que destruiría su vida. Soy griega, sé cómo practicar el estoicismo. Es difícil vivir, por supuesto, pero soy yo quien lo ha elegido. Navego en la tempestad, pero estoy en mi barco. Al menos puedo pescar. Al menos puedo pagar el alquiler».

13 palabras

«No se debe joder con las palabras, jugar intelectualmente con ellas. Cada palabra es importante, cada una de ellas». Diamanda Galás gusta del rigor poético, de la carga de verdad que mancha. Por eso se siente asqueada por la música desliteraturizada y falsamente llena. «Todo es ruido. La música que se lleva es muy tonta, muy banal, nada complicada. Está llena de falsedad. A nadie le importan las palabras. Todo es dinero y pendejadas».

Jugamos con La Serpiente a desnudar 13 palabras y dejarlas en carne viva:

Dolor
Familia

Mujeres
Mercaderes

Hombres
Bastardos

Prostitución
¡Bien!

Crueldad
Venganza

Drogas
Importantes

Beatles
Chicle, vómito

Elvis
Brillante, maravilloso, interesante.

Bruce Springsteen
Fuerte y poderoso

U2
Un enano saltarín con ínfulas de Napoleón con un grupo detrás

Freud
Estar con una familia griega una hora te hace superar al jodido Freud

Miedo
La muerte de mis padres

Locura
Los griegos tenemos la seguridad del diablo y la esperanza de dios. No tememos la locura porque estamos locos

[Firmé esta entrevista reportajeada, publicada en noviembre de 2008, en la revista Calle 20. Versión completa en PDF]

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¿Queda algo, 44 años después, de la refrescante maldición de ‘God Save the Queen’?

Sediciosa y bárbara. God Save the Queen, el himno de ruptura y rebelión de los Sex Pistols, cumple en unos meses 44 años y sufre, pese al manejo interesado, pocos síntomas de esclerosis.

Al contrario, cuadra con la miseria político-económica presente, pone en su lugar a las familias reales de tanta utilidad social como las figuritas de Lladró, condensa una respuesta adecuada a la patología social del miedo, traza la historia de la prosperidad edificada en torno al hedonismo de uno y la miseria de los demás, vomita bilis sobre la cultura tribal, pone en duda el modelo del play a todas horas en el bolsillo y proclama exigencias que nunca deberían languidecer y que, como escribió alguien, «ningún gobierno podrá cumplir jamás» porque, como nos demuestran a diario, los gobiernos son antagónicos con la idea de humanidad.

Cuarenta y cuatro años después, God Save the Queen habla del futuro. De muy pocas canciones se puede decir lo mismo.

Por el tiempo agotado en que nada ha cambiado, por los años en que todo deberá cambiar, acaso con la misma violencia que subyace en la canción y su escenografía ético-anarquista, hablemos de God Save the Queen, el Juicio Final en tres minutos y veinte segundos. ¿Sentencia? Culpables, desde luego.

Para empezar piensen en cómo nos va, en el diametro de la rendición, en la superficie del dominio, en los ángulos del maltrato, en el círculo del hambre y la sed, en los ancianos muertos encerrados en residencias durante la pandemia, ese ángel negro que quizá nos merecemos…

Eleven el volumen de su equipo y consideren qué ha sucedido desde 1977 hasta hoy mientras escuchan como suena nuestro pasado, que también es presente y porvenir… Si lo permitimos.

John Lydon, 1975

1. Los delincuentes. Steve Jones (21 años, guitarra), analfabeto, hijo de una peluquera y un boxeador amateur. A los 14 lo internaron en un reformatorio por gamberro. Iba, según él mismo, «camino del crimen y la cárcel». Paul Cook (20, batería), ayudante de electricista y colega de Jones. Glen Matlock (20, bajo), dependiente de un sex-shop —lo echaron del grupo en 1977 porque «le gustaban demasiado los Beatles» y fue reemplazadio por un tal Sid Vicious (20), yonqui y zopenco—. John Lydon (20, cantante), al que Jones bautizó como Johnny Rotten, Juanito el Podrido, por su mala relación con la higiene dental, un pandillero fracasado que se convertiría, como escribió Greil Marcus, en «el único cantante verdaderamente aterrador que ha conocido el rock and roll»: pronunciaba las erres como si le rechinasen los dientes y tenía mirada de lunático, te pulverizaba con los ojos. Había empezado a llamar la atención en 1975, mientras paseaba por las calles pijas de Londres con una camiseta de Pink Floyd sobre la que había garabateado una frase con más poder que el manifiesto de mil intelectuales: «I hate» (Yo odio). También escupía a los hippies. Era un espantajo de las cloacas.

Malcolm McLaren ante la tienda «Sex», 1975

2. El consigliere. Los paseos provocadores de Lydon eran, en realidad, un trabajo. Le pagaba como hombre-póster Malcolm McLaren (1946-2010), descendiente de judíos sefardíes portugueses, exestudiante de arte, aspirante a anarquista y socio de la diseñadora de ropa para falleras modernas Vivienne Westwood en la tienda-boutique Sex (que antes se había llamado Let It Rock y Too Fast to Live too Young to Die y después sería bautizada como Seditionaries). El mismo zig zag que McLaren aplicaba a las marcas lo padecía en el el ánimo: era un desequilibrado que quería estar en todas partes y al mismo tiempo. Ayer, teddy boy; hoy, situacionista; mañana, lo que venda… Al final dió en el clavo. Había estado en Nueva York, visto a los Ramones y descubierto las posibilidades comerciales de la fealdad y la confrontación. Regresó a Londres convencido de que la nueva belleza necesitaba ser asquerosa, ofensiva y asustar a los burgueses. No iba más allá: dinero fácil y rápido («sacar pasta del caos», era su eslogan de operaciones). Reclutó a cuatro golfos, les concedió el derecho a gritar, ayudó en la búsqueda de nombre —antes de dar con el de Sex Pistols barajaron Le Bomb, Subterraneans, Beyond, Teenage Novel, Kid Gladlove, y Crème de la Crème— y añadió algo de background intelectual al asunto. «Si la aventura sale mal, os vuelvo a contratar como hombres-póster», prometió para tranquilizar los ánimos.

Sex Pistols, 1976. Sid Vicious no había entrado en el grupo todavía

3. El lugar del crimen. En 1975, cuando McLaren clonó el punk yanqui en el Londres del aburrimiento, el Reino Unido era un país en desmantelamiento, con la cantidad de desempleados creciendo a tanta velocidad como la grosería de la inmisericorde brecha social y los servicios públicos en perpetuo recorte por mor de la política privatizadora del neoliberalismo. En 1977 deciden festejar, con el barco a punto de naufragar y las condiciones de vida ya hundidas, el Jubileo de Plata de la Reina Isabel II (25 años en el trono). Se organizan fastos millonarios, similares a los celebrados hace unos días por los 60 años en el sillón de la monarca —que es una de las mujeres más ricas del mundo, con una fortuna personal declarada de 600 millones de euros—.

Single de «God Save the Queen», editado por Virgin

4. La munición. El 27 de mayo de 1977 la discográfica Virgin Records pone a la venta el single de los Sex Pistols con God Save the Queen en la cara A y Did You No Wrong en la B —antes de que la banda firmara con la disquera, la empresa A&M había editado algunos ejemplares (se asustaron del contenido de la canción y pararon el proceso) como el que aparece al principio de esta entrada: se tiene conocimiento de que existen una docena y es el disco más valioso en las subastas: 12.000 libras esterlinas, unos 15.000 euros—. El single es el más censurado de la historia: no sólo la BBC, sino también las radios independientes, se niegan a emitir el tema; los almacenes lo boicotean, la prensa seria editorializa lo mismo que la amarilla y habla de «afrenta» y «atentado moral» contra el himno nacional del Reino Unido del que se mofan los Sex Pistols… El grupo organiza una gira por el Támesis en un barco alquilado (el Queen Elizabeth). La policía carga y hay apaleados y detenidos. Se debate sobre los Sex Pistols en el Parlamento. A Rotten le ataca en la calle un skin y le deja secuelas permanentes en una mano. Cuando le preguntan cómo solucionaría los problemas del país, Rotten responde: «Resolvedlos vosotros. Es vuestra puta culpa, esclavos, putos cabrones». El single y su mensaje de profundo y desolador asco calan en la sociedad: el disco se convierte en el más vendido, pero las empresas mediáticas lo ocultan en las listas de éxitos con maniobras grotescas como dejar en blanco la casilla del título de la canción o simplemente subir al número uno a la que ocupaba el segundo puesto, una balada de Rod Stewart que se titula, para completar el ridículo, I Don’t Want To Talk About It (No quiero hablar sobre eso).

Póster anónimo de mayo de 1968 y cartel de los Sex Pistols (Jamie Reid, 1977)

5. El testimonio. La letra de la canción de los Sex Pistols, traducida al español, dice: Dios salve a la Reina / El régimen fascista / Te han convertido en un idiota / Una bomba h en potencia // Dios salve a la Reina / No es un ser humano / No hay futuro / En el sueño de Inglaterra // Dios salve a la Reina / Que no te digan lo que quieres / Que no te digan lo que necesitas / No hay futuro, no hay futuro / No hay futuro para ti // Dios salve a la Reina / Sabemos lo que decimos, tío / Adoramos a nuestra Reina / Que Dios la salve // Dios salve a la Reina / Porque los turistas son dinero / El torso de nuestro personaje / No es lo que parece // Dios salve a la Reina / Dios salve la historia / Dios salve tu demencial desfile // Dios salve a la reina / Señor, ten piedad / Todos los crímenes se pagan / ¿Cuando no hay futuro / Cómo puede haber pecado? // Somos las flores en el cubo de la basura / Somos el veneno de tu maquinaria humana / Somos el futuro, tu futuro // Dios salve a la Reina / Sabemos lo que decimos, tío / Adoramos a nuestra Reina / Que Dios la salve // Dios salve a la Reina / Sabemos lo que decimos, tío / No hay futuro / En el sueño de Inglaterra // No hay futuro , no hay futuro / No hay futuro para ti / No hay futuro , no hay futuro / No hay futuro para mí.

Edición de lujo y tirada limitada de «God Save the Queen», 2012

6. ¿RIP?. Los Sex Pistols nacieron para morir deprisa. Fueron una refrescante maldición. Como una versión en reverso de un embarazo, estuvieron nueve meses entre nosotros, del 4 de noviembre de 1976, fecha de publicación de su primer disco, el single Anarchy in the UK / I Wanna Be Me; al 14 de enero de 1978, cuando actuaron por última vez en público —actuar es un verbo demasiado condescendiente, ya no se soportaban entre sí—. Fue en San Francisco (EE UU) [vídeo del concierto completo tras la entrada] y Rotten acabó el show hablando cara a cara a la audiencia: «¡Ah, ja, ja, ja! ¿Alguna vez os habían engañado? Buenas noches». El resto ha sido muy triste: la muerte anunciada de Vicious, convertido en un más que presunto asesino; actuación de los músicos como mercenarios sin rumbo —con excepción de los muy aconsejables primeros álbumes de PIL, la banda de Lydon—; una reunión crowdfunding en 2007-2008 en la que tocaron como si ellos mismos no hubieran negado la posibilidad de futuro; vulgares pleitos por los derechos de las canciones ante una justicia a la cual nos aconsejaron maldecir; el lanzamiento de un agua de colonia con el nombre de la banda («pura energia, combinada con aroma a piel, heliotropo y pachuli») y durante el nuevo jubileo de Isabel II, la reedición de lujo de 3.500 ejemplares de God Save the Queen en vinilo de siete pulgadas de la que se descolgó Lydon diciendo que «socava todo aquello por lo que lucharon los Sex Pistols».

¿Qué queda de la canción ante la que nadie era capaz de sonreir? Quizá el mensaje esencial de un joven gandul que no se cepilla los dientes, se siente «vacío», quiere «destruir a los transeúntes» y aconseja, como vomitando: «Sean irresponsables. Sean irrespetuosos. Sean todo lo que esta sociedad detesta (…) Te aseguro que no me odias tanto como yo te odio a ti». Suficiente, ¿no?

[Esta pieza procede de mi web personal. He publicado algún otro reportaje sobre el punk. Dejo los titulares y rutas de acceso para quien sienta curiosidad: Huevos fritos con sangre y otros excesos del punk | ¿La última pandemia?]

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Sudor, ‘pogo’ y adolescencia: punk en Varsovia en 1979

Hubo una voz que «renegaba de todos los hechos sociales, y que al negarlos afirmaba que todo era posible», una voz que estaba «disponible para todo aquel que tuviese el valor de utilizarla». Hubo un tiempo en que disponíamos de esa voz para cambiar el mundo.

Lo sostiene Greil Marcus en el libro Rastros de carmín, un ensayo de historia cultural que parte de la premisa de que existe un «hilo secreto» que hermana a las vanguardias iconoclastas europeas del siglo XX: dadaísmo, letrismo, situacionismo y, como aullido final, el punk, la última de las voces que proclamaron el mundo como fraude y el todo está permitido como praxis.

Entre finales de 1975 y, digamos, 1979, la patada nihilista del punk hizo que el rock, cuando todos habíamos asistido a su cremación y al venteo de las cenizas, tuviese otra vez sentido para romper las puertas: las de la percepción y las otras, las del respetable orden y el buen gusto pequeño burgueses.

Sí, es verdad, fue un acción de mercadotecnia importada al Reino Unido —siempre ávido, quizá por su histórica simpleza artística, de ser trendy—. El punk llegó desde los Estados Unidos, donde el espíritu del ábrete y sangra era cosa vieja, de finales de los años sesenta y comienzos de la década siguiente, con Iggy & The Stogges, MC5, The New York Dolls, Richard Hell & The Voidoids y otros bucaneros suicidas.

Pero fue en la vieja Europa donde el punk se hizo antifascista, anarquista, muy maleducado y viral. Empezando por el eructo de Johnny Rotten y acabando por el corta-pega de las Slits, aquella gente era tan horrible y grandiosa como para devolvernos la consigna y el juramento, la grosería y el esputo. Nos entregaron de nuevo la conciencia y, lo que es más importante, lo hicieron en cada uno de los callejones del planeta.

Hace menos de un año, Piotr Obal publicó en su stream de Flickr un reportaje que no sólo demuestra la ubicuidad que hizo del punk una materia universal, sino que permite comprobar cómo quebrantó los sistemas de represión más tenebrosos.

Las 30 fotos están datadas en Varsovia (Polonia) en algún momento de 1979. Es decir, en plena ley marcial dictada por el general y primer ministro Wojciech Jaruzelski. El sindicato Solidarność, todavía ilegal, tenía millones de afiliados y la administración comunista apaleaba cualquier gesto de disidencia. El país estaba al borde del colapso social y económico.

Ese es el marco para estas grandes fotos, un milagro de vida y una prueba de que las reglas de juego del punk (no dejes que otro lo haga por ti, ser amateur es ser sincero) también valen en fotografía.

Fueron tomadas con una Leicaflex –la única half frame que ha fabricado Leica- cargada con Fotopan, una película barata producida en Polonia. «Nada de búsqueda de calidad o mérito artístico. Sólo espíritu punk: sudor, pogo y adolescencia», dice Obal, que tenía entonces 16 años y ni siquiera recuerda qué fotos hizo él y cuáles su colega Iliko Kuruliszwili, porque la cámara «iba de mano en mano y no importaba demasiado quién disparase».

En el concierto tocaron los grupos The Boors y NjuBeatles –de los que más tarde emergería la banda de referencia del rock polaco, Kryzys. «Para mí fue el primer y último concierto punk, algo fundamental para muchos de los que asistimos. Fue el punto de inflexión, la demostración de que aquello tan simple funcionaba: hazlo tú mismo, piensa por ti mismo y que se jodan las poses».

Han transcurrido más de tres décadas, el rock nunca ha vuelto a renacer, la dominación y la sedición se hacen llamar del mismo modo, 2.0, las siglas de un mundo petrificado por chips de silicio. Nada asusta, todo parece al alcance de todos.

Desde este Olimpo frío los adolescentes polacos de estas fotos parecen de otro planeta, recrean la blasfemia. Lean los labios de este muchacho. Dicen: «la humanidad no será feliz hasta que el último burócrata cuelgue de los intestinos del último capitalista».

[Esta reseña procede de mi web personal. En origen había sido un encargo de la web El fotográfico.

En el último episodio del podcast, Una sesión de canciones emparejadas, resalto la importancia de 1979 como año expansivo y, al tiempo, mortuorio del punk británico aprovechando la veneración personal que profesé por los Clash, la única banda que importa, como decíamos entonces los fans.

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Una cita del guión:

Los Clash eran combustible, aguardiente y agua fresca en el terreno despótico del punk, donde casi nadie miraba más allá del aspecto y la falta de pretensiones. Frente a la autosuficiencia macarra de los Sex Pistols —una empresa más que una banda de rock—, Joe Strummer, Mick Jones, Paul Simonon y Tobe Hopper Topper Headon, perseguían la autenticidad, militaban del lado correcto de las trincheras —el de los débiles— y estaban interesados en cualquier tipo de música que sangrara y, acaso lo más importante, en la procedencia de la sangre. En diciembre de 1979 habían editado uno de los más equilibrados y vibrantes discos de la historia, el doble álbum ‘London Calling’, que se vendía a precio de álbum sencillo y contenía música en la que algunos atisbábamos el mismo poder de los cantos libertarios de los milicianos de la Guerra Civil y el primer Elvis Presley]

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El grial perdido y reencontrado de Little Ann

En la época dorada del soul de Detroit, cuando de la factoría de Motown nacían canciones espléndidas con frecuencia diaria, era difícil asomar la cabeza si no eras un superdotado o contabas con el beneplácito de los empresarios. Little Ann Bridgeforth tenía méritos suficientes —sobre todo una voz quebrada que sabía transmitir el desconsuelo del desamor—, pero se quedó en el camino.

Grabó un single temprano —One Down a One Way Street (the Wrong Way)— para Ric-Tic, la discográfica independiente de Dave Hamilton, el guitarrista del grupo estable que tocaba en nueve de cada diez éxitos de Motown, explotado (diez dólares por canción terminada) y ninguneado por el dueño de la megaempresa, Berry Gordy, el hombre que se hizo millonario aplicando en la fabricación de canciones los mismos métodos industriales de las cadenas de montaje de automóviles.

Hamilton creia en Little Ann y en 1969 grabó el primer y único álbum de la cantante en el estudio casero del sótano del 2548 de la calle Philladelphia, uno de los muchos templos anónimos de la música negra. Por dejadez, falta de dinero o mala suerte, la cinta con las canciones fue olvidada entre muchas otras. Desengañada, Little Ann desapareció del cuadro y se dedicó a buscarse la vida.

En 1990 dos entusiastas archivistas británicos lograron acceder al almacén que guardaba los archivos de Hamilton. Una caja castigada por el tiempo estaba rotulada como «posible disco de Little Ann». Allí estaba el grial.

La cantante, muerta en 2003, no llegó a ver editado el disco, que salió al mercado en 2009 a través de una empresa independiente de Finlandia [aquí se puede acceder al álbum completo en baja resolución de sonido].

En conjunto no es una obra de referencia —hay en ocasiones demasiada dependencia de Motown y estilo imitativo (What Should I Do? podría haber sido cantada por las Supremes)—.

Pero el tiempo se detiene con Deep Shadows, que inserto en el vídeo de abajo, un lamento que condensa todos los valores del soul: la profunda gravedad de la ruptura, la voz serpenteante de una mujer a punto de caer, el desamparo…

Una obra maestra, una de las mejores baladas de pérdida y dolor de los años sesenta, y una cantante que emergió del olvido cuando para ella era demasiado tarde. No para nosotros.

[Este post procede de mi web personal]

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Mick Taylor, el mejor guitarrista de los Rolling Stones

En julio de 1969 Mick Taylor —que tenía 20 años— fue recibido por los patrones Mick Jagger y Keith Richards como el remedio que necesitaban los Rolling Stones. Acababan de expulsar del grupo al guitarrista Brian Jones, el más dotado instrumentista de la banda, y la formación se había quedado coja. En algunas de las sesiones del disco que estaban grabando, Let It Bleed, el productor había tenido que llamar a un guitarrista mercenario porque Richards, efectivo con la guitarra rítmica, era un mal solista y no era capaz de dar cuerpo al sonido.

Taylor, un prodigio de técnica y sentimiento que había tocado desde los 16 en el grupo de blues de John Mayall, los dejó boquiabiertos en los primeros ensayos y entró en el grupo con naturalidad, incorporándose a las grabaciones restantes del álbum. Su guitarra puede escucharse a partir de entonces y hasta 1974 brillando en los discos de la mejor etapa de los Rolling Stones.

Querubínico, impenetrable y callado, el guitarrista fue un elemento clave en la formación, que comenzó a ser llamada, con justicia, «la mejor banda del rock and roll del planeta».

Foto de las sesiones de «Sticky Fingers» (1971). Desde la izquierda, Richards, Watts, Jagger, Wyman y Taylor

Jagger estaba encantado con los contrapuntos de guitarra que Taylor construía para jugar con la voz y Richards se sentía liberado de la responsabilidad de hacer lo que no sabía. Los dos líderes, arteros, sagaces y contrarios a que en su empresa entrase alguien que pudiera robarles gloria —como Jones, que había muerto menos de un mes después de ser expulsado del grupo—, también sabían que Taylor era dúctil y seis años más joven que ellos, es decir, inocente e incapaz de levantar la voz.

La fórmula funcionó a la perfección. Los ábumes Sticky Fingers (1971) y Exile on Main St. (1972) dejaban todo el rock de su tiempo a una gran distancia: eran discos recios, de una suciedad existencial sustentada por la vida disipada de los músicos. Las giras, titánicas pero todavía de perfil humano —sin la mercadotecnia abusiva de las décadas posteriores—, ofrecían a los asistentes una cita con la dorada música del infierno.

El noviazgo fue corto. A Taylor, que se había aficionado a la heroína impulsado, en parte, por la voracidad tóxica de Richards, lo ningunearon y, como a otros antes y después, le robaron crédito. Varias canciones en cuya composición intervino aparecieron sin su nombre en los créditos, atribuidas al tándem dictatorial.

En 1973, mientras grababan It’s Only Rock’N’Roll, Richards lo expulsó del estudio: «!Taylor! Estás tocando muy alto. Eres realmente bueno en directo pero eres jodidamente inútil en el estudio. Vete, vuelve más tarde, lo que sea», le gritó con malos modos, según las biografías del grupo.

Desengañado y con deudas —los Stones le dejaron de pagar por supuesto abandono de las grabaciones de las que había sido expulsado—, Taylor se largó a Brasil de vacaciones. En diciembre de 1974 anunció que rompía el contrato.

Tras su paso por los Stones, Taylor dió bandazos y siguió inyectándose heroína. Colaboró con muchos músicos (Alvin Lee, Mike Oldfield, Jack Bruce, Little Feat, Mark Knopfler, Bob Dylan…) y lo intentó como solista, pero nunca fue el mismo.

Aunque el Rey Richards lo denigra como «aburrido» en su biografía, los Stones llamaron a Taylor para incorporarse a los muchos invitados con los que intentan hacer digeribles los indecentes conciertos de la gira con la que celebraron el medio siglo del grupo [aquí hay una grabación desde el público de una versión pobrísima de Midgnight Rambler en la que cada uno va por su lado y Taylor es el único que no pierde el hilo].

Taylor en su reencuentro con los Stones en 2012

Taylor ha declarado que no guarda rencor y recuerda aquellos años como envueltos en una «niebla narcoléptica».

Fue el mejor guitarrista que los pomposos Jagger y Richards han tenido a sus órdenes.

He compilado algunos de los mejores momentos del stone ninguneado.

Live With Me (Get Yer Ya-Ya’s Out!, 1970)
En el mejor disco en directo de los Stones, grabado durante la gira de 1969 por los EE UU, este cruce de guitarras demuestra la comunión entre Taylor y Richards cuando el momento era el correcto y el colocón no nublaba los sentidos.

Can’t You Hear Me Knocking (Sticky Fingers, 1971)
Toda buena fiesta debe incluir esta descarga en la lista de reproducción. A partir del minuto 4:40 Taylor se marca un solo caribe por el que Santana hubiese vendido su alma.

All Down the Line (Exile On Main St., 1972)
Taylor se coloca el cuello de botella en el dedo pulgar y demuestra que también sabía sentir el latido de Nashville y el rock sureño.

Street Fighting Man (Brussels Affair, 1973)
A partir del minuto 2:20 el grupo entrega las riendas a Taylor, que se desmanda hacia territorios del ¡jazz! Por un momento, los Rolling Stones parecen una banda de fusión.

Sway / Moonlight Mile (Sticky Fingers, 1971)
Estas dos canciones fueron compuestas por Taylor (música) y Jagger (letra), pero aparecen registradas como de Jagger & Richards a efectos legales y de derechos. Jagger ha admitido en numerosas entrevistas que Richards, a quien la heroína tenía tumbado, ni siquiera estaba en el estudio, donde nacieron y fueron grabadas las piezas.

Ventilator Blues (Exile On Main St., 1972)
El único tema de los Rolling Stones donde Taylor figura como coautor. Uno de los mejores y más grasientos momentos del disco más sublime del grupo.

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En uno de los episodios del podcast1971, el año menos aburrido de la historia del rock— incluímos Moonlight Mile y decimos:

Es la primera canción del grupo en la que no participa Keith Richards y el mando absoluto es manejado por Mick Jagger, que solo se deja acompañar por el recién fichado guitarrista Mick Taylor. Ambos graban la parte vertebral de la pieza en una sola noche. Jagger encarga un arreglo de cuerda al multipremiado Paul Buckmaster, que decide concentrarse en la soledad narrada por el cantante, que afirma sentirse perdido en la alienante vida de las giras de actuaciones y, como es habitual, no desaprovecha la oportunidad para hacer referencias oblicuas al consumo siempre muy comercial de las drogas recreativas. «Cuando sopla el viento y la lluvia es fría, con la cabeza llena de nieve», canta Jagger. La orquesta sinfónica se mueve elipticamente para construir una de las más hermosas y menos apreciadas baladas de los Stones.

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Joey Ramone, Rey del punk-chicle

El apodo hurta al personaje su identidad legal. El nombre dice poco, casi nada: Jeffry Ross Hyman .

El apodo pega más fuerte que una brigada de demolición: Joey Ramone.

En abril se cumplirán veinte años de su muerte y en mayo setenta de su nacimiento.

También hay otra efeméride paralela y fúnebre: venticinco años (1996) de la última actuación del grupo en el que Jeffry-Joey cantaba, los Ramones, la banda de bubblegum-punk más adorable de la historia. Los que quisiera escuchar en mi funeral.

1. Jeffry Ross Hyman nació en 1951. Familia judía de clase media. Disfuncional (divorcio en 1960). Barrio de Forest Hill, en Queens (Nueva York). Antes jugaban en el club de tenis un grand slam. Se lo llevaron los pijos de Flushing Meadows (¿a quién a no ser un niño-pera se le ocurre un eslogan como «it must be love» para ver a dos sobremusculados corriendo por el pasto?).

2. Jeff nació con una pelota de tenis pegada a la columna vertebral. Un tumor con nombre de droga para inhalar: teratoma (del griego terasteratos: pesadilla, monstruo). Se lo extirparon. «Todo ha salido a la perfección», dijeron los cirujanos. No fue así: Jeff sufrió graves secuelas toda su vida.

3. A los 13 años empezó a tocar la batería. Estudiaba en el Hasley, un instituto público cuyo lema es peor que el de algunos torneos de tenis: Transabeo Scholae Sed Vitae Discimus. Traduzcan si les apetece. A mí no.

4. Compartía cuarto con su hermano menor, Mickey. No se cansaban de escuchar a los Beatles, las Ronettes, Iggy and The Stooges, David Bowie, The Who, The Beach Boys… Lo único sobre este malpaís de lo que está orgulloso dios.

5. Montó su primer grupo en 1972. Nombre de batalla: Sniper (Francotirador). Eran glam: llevaban zapatos de plataforma. Jeff ideó su primer heterónimo: Jeff Starship. Todo rocker tiene un pasado vergonzante. De ahí la rabia por venir.

6. Ese mismo año tuvo que ser ingresado en un hospital. Escuchaba voces en su cabeza (y no eran las de John Lennon y Ronnie Spector). «Has cerrado mal la puerta», «llevas mal lavado el pelo», «no vas a decir bien lo que estás a punto de decir». Ese tipo de mierda. Sufría ataques de furia. Amenazó a su madre con un cuchillo. Tienen un nombre que, en siglas, suena a rock and roll: TOC (Trastorno obsesivo compulsivo). Pastillitas.

7. Deberían agrandar la fuente tipográfica del año en los calendarios: 1974. Nacen los Ramones. Los cuatro músicos, que se conocían del instituto del eslogan lamentable, deciden adoptar personalidades falsas, hermanadas por el apellido Ramone. Se lo birlaron a Paul McCartney, que lo usaba como mote en los hoteles (Paul Ramone) cuando le daba por el incógnito.

8. Gastaron en los primeros instrumentos 50 dólares: Johnny Ramone (John Cummings, un raterillo con antecedentes) compró una guitarra Mosrite azul y Dee Dee Ramone (Douglas Colvin) un bajo DanElectro. Joey ya tenía una batería. Se la habían regalado sus padres.

8.  Antes del fin de 1974 convencen a Joey de que deje la batería y se coloque ante el micrófono. La idea de cantar le producía pánico por timidez y porque su voz le parecía «horrorosa, insoportable». Unos años después Phil Spector, que de timbres vocales sabe un rato (también de armas de fuego), le aseguró que estaba llamado a ser «el nuevo Buddy Holly«.

9. Los primeros ensayos anuncian la conmoción: menos es más, vale, pero tienes que ir a todo trapo. Cuatro chicos uniformados (chupa de motero, jeans-pitillo rasgados en las rodillas, zapatillas baratas de travesuras, pelanas) tocando a 3.000 revoluciones por minuto, reduciendo la herencia de Elvis y Slade a pura fórmula masturbante. ¿Son hombres? ¿Son pájaros surfistas? ¿Son súper héroes de Marvel? ¡Son los Ramones! La historia discográfica es tan bonita que no merece la suciedad de las palabras. Vívanla ustedes.

10. Primer concierto: 30 de marzo de 1974, en el Perfomance. Canciones-metralleta de menos de dos minutos. Ninguna interrupción entre tema y tema excepto algún grito tribal: «One, two, three, let’s go!», «Gabba Gabba Hey!»… Siguieron aplicando la fórmula durante 22 años, en 2.263 conciertos. En cada actuación de dos horas podían tocar entre 120 y 160 temas. No necesitas descansar cuando eres feliz.

11. La vida interna del grupo no tiene la misma belleza y los héroes, como sabemos, tienen talones. Johhnny es un reaccionario («el punk es de derechas»). Casi llega a las manos con Joey por el single Bonzo Goes to Bitburg, donde se critica la visita oficial del presidente Ronald Reagan a un cementerio donde están enterrados altos mandos de las SS nazis.

12. Dee Dee vive pendiente del siguiente pico de heroína.

13. Johnny acusa a Joey, cada vez más creativo e importante en el grupo,  de querer ser «una prima donna». Después se lía con la novia del cantante, Linda Danielle, con la que acabará casándose. Joey, que jamás volverá a dirigir la palabra a ninguno de los dos, contesta con una canción: The KKK took my baby away (El Klu Klux Klan se llevó a mi chica).

Joey Ramone (1951 – 2001)

14. Joey empieza a darle duro al alcohol y la cocaína.

15. En 1994 le diagnostican un linfoma. No dice nada al resto del grupo.

16. Los Ramones tocan por última vez en 1996. El año anterior editan el premonitorio y mágico ¡Adiós amigos! (así, en bravo castellano y con signos de admiración de entrada y cierre), su decimocuarto álbum de estudio. Joey canta mejor que nunca y los músicos, que ya ni se hablan, deciden regalarnos un último momento de felicidad plena. El Abbey Road de los noventa.

17. En 1999 Joey produce un extenden play para Ronnie Spector (cantante de las Ronettes y ex esposa de Phil Spector). El disco, She Talks to Rainbows, es delicioso.

18. El estado físico de Joey se deteriora. En diciembre de 2000 se rompe una cadera en una caída accidental. No le pueden operar porque deberían interrumpir la quimioterapia contra el linfoma. El 15 de abril de 2001 muere en un hospital de Nueva York tras escuchar una canción de U2, In a Little While.

19. En 2003, el Ayuntamiento de Nueva York rinde homenaje al chico de Queens que se convirtió en King: crearon la esquina de Joey Ramone, en el bloque del CBGB, el club donde los Ramones tocaron tantas veces. Después de unos años tienen que elevar la placa a seis metros de altura porque no paran de robarla.

20. Entre 2002 y 2004 mueren otros dos ramones: Dee Dee, el 5 de junio de 2002 (sobredosis de heroína), y Johnny, el 15 de septiembre de 2004 (cáncer de próstata). Ambos habían trasladado su residencia a Los Ángeles y allí están enterrados. Nunca regresaron a Nueva York.

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Suzi Quatro: 152 centímetros y un ‘jumpsuit’

Desnuda bajo el cuero negro del apretadísimo jumpsuit. No era cierto, pero todos lo creíamos y deseábamos.

Incluso la estatura era correcta: 152 centímetros.

El sex appeal de lo necesario.

Suzi Quatro, la primera mujer-dinamo del rock and roll.

Predijo a Joan Jett, las Runaways e incluso a los Ramones y Chrissie Hynde.

Gritó con orgullo, tocó el bajo, compuso grandes canciones, ha editado casi veinte álbumes de estudio, vendido unos 45 millones de discos y sigue abrazada por el cuero negro, dando conciertos notables pese a la edad (cumplió 70 años en 2020).

La injustamente olvidada roquera Suzi Quatro fue una pionera: no era cosa fácil para una mujer estar al frente de un grupo de rock en los años setenta.

Cuando debutó con su nombre en 1973 con el contudente Suzi Quatro, machacón y hard, ya había superado una década sobre los escenarios, porque desde los 15 años tocaba con las Pleasure Seekers, un grupo sólo de chicas.

«Suzi Quatro», 1973

Con el arrogante jumpsuit, el bajo Fender Precision que le había regalado papá y la voz-chillido montada sobre temas simples y pegones, Suzi había llamado la atención en la desesperada Detroit —maternidad del rock más básico y salvaje de los años setenta (MC5, The Stooges, Alice Cooper, Grand Funk Railroad…)— al productor inglés Mikie Most, un tipo con ojo de lince para los hits instantáneos al que le gustaba el bouquet de alquitrán y sudor de aquella pequeña fiera. Se la tuvo que disputar a otro cazatalentos, Jac Holzman.

Ella lo tuvo claro: «Jac quería hacer de mí la segunda Janis Joplin y Mikie la primera Suzy Quatro. No había color».

Establecida en el Reino Unido, volvió a mostrarse tozuda cuando le preguntaron que look prefería.

—Cuero negro, contestó.

—Eso es muy anticuado, le dijeron.

—No para una mujer, dijo Suzi.

Hay muchos altibajos en la dilata carrera de la mujer-dinamo. No es una compositora dotada para los matices y se ha dejado llevar por algunas influencias perversas —como dar por buena su militancia en el glam rock—, pero tiene una cuantas canciones que no admiten la indiferencia (Can the Can, Devil Gate Drive, 48 Crash…): te hieren mortalmente.

Hace poco le preguntaron si todavía es capaz de calzarse el jumpsuit de cuero negro con el que debutó.

—Sí, es cierto. Me lo puedo poner. Pero cambio de vez en cuando de jumpsuit. Se suda mucho ahí adentro.

No hay definición mejor para el rock and roll: un traje dentro del que sudas mucho.

[Esta pieza procede de mi web personal]

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Sonny Rollins, el saxofonista que ensayaba en el puente más feo de Nueva York

Treinta y dos años, perilla, 100% hip —la acepción original de hip: valentía, bohemia, propensión al viaje cósmico, más cool que el cool—…

Sonny Rollins regresaba en 1962 con The Bridge. Desde 1959 se había mantenido en un silencio sabático, retirado de discos y actuaciones, sin ganas de merodear por las iluminadas sendas de la gloria, temeroso de que los halagos («el coloso del saxo», «el renovador del jazz»…) se le subiesen a la cabeza.

The Bridge, contenido y menos arriesgado de lo que esperaban sus admiradores, no tenía el fuego de Saxophone Colossus (1956), el disco que contenía Blue 7, la más hermosa canción de Rollins. Pero The Bridge atesoraba una historia aún más hermosa.

Durante el retiro de casi cuatro años, Rollins, que vivía en Nueva York, no quería dejar de tocar, buscándose y buscando, pero tenía un problema grave: no podía pagar un local de ensayo y el apartamento en el que vivía con su mujer en el Lower East Side era pequeño y pertenecía a un edificio con demasiados vecinos, a los que el saxo de Rollins podía molestar.

En uno de sus paseos por el barrio, el músico terminó en la pasarela peatonal del puente de Williamsburg, sobre el río East: barcos por debajo, coches y vagones de metro a ambos lados. «¡Había encontrado mi local de ensayo! Un lugar privado en medio de la ciudad donde podía soplar el saxo tan fuerte como me diera la gana», dijo más tarde.

Sonny Rollins posa en el puente

A diario y durante años, en el calor sofocante y húmedo del verano y el frío cortante del invierno, Rollins —a menudo acompañado por otros músicos— ensayó en el puente. Se sentía tan cómodo añadiendo banda sonora al cisco urbano que el tiempo se suspendía: alguna de las sesiones alcanzó las quince horas de duración. El disco de retorno, The Bridge (El puente), era un homenaje al local de ensayo.

Quince años más tarde, la empresa de sonido Pioneer contrató a Rollins para un anuncio sobre sus equipos de alta fidelidad. Eligieron los ensayos en el puente como motivo central, pero decidieron, en un giro esteticista, sustituir la fea estructura de Williamsburg por la mucho más icónica y lucida del puente de Brooklyn.

Rollins, que en septiembre cumplió 90 años, es ahora un músico patrimonial y venerable que no molesta a los vecinos. En 2010 el presidente Obama le entregó en persona la Medalla Nacional de las Artes.

Pocos recuerdan su pasado de asaltante a mano armada y heroinómano —fue uno de los primeros presos (1952) en someterse voluntariamente en los EE UU al tratamiento sustitutivo de la metadona—.

Yo prefiero imaginarlo solo, entre barcazas, automóviles y trenes, tocando el saxo tenor en el puente más feo de Nueva York.

[Esta pieza procede de mi web personal]

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‘Sé dónde está la bala’, dijo Johnny Ace antes de llevarse el revolver a la sien

Una fábula crepuscular.

Johnny Ace —de nombre real John Marshall Alexander, Jr.— reunía todos los componentes de la fórmula equilibrada: nacido en Memphis (1929), la ciudad donde el viento sabe cantar baladas; hijo de predicador baptista y, por obligación filial, con la garganta educada en los coros dominicales; bien dotado intérprete de piano; con facilidad para componer melodías esponjosas y quedonas…

La época también era la oportuna: la primera mitad de los años cincuenta, cuando los músicos negros del sur de los EE UU cautivaron por primera vez a los jóvenes blancos con canciones de resbaladiza lascivia y melodías que parecían descender desde las estrellas de un cielo nocturno de verano.

A Johnny Ace no le iba nada mal. Ganaba un buen dinero tocando como asalariado en el grupo de BB King y daba salida a sus dotes como compositor grabando para una de las discográficas independientes con más empuje, Duke. Entre 1952 y 1954 encadenó singles que se vendieron con facilidad de canciones de amor en clave urbana. Eran fáciles, pegadizas y contenían la siempre latente promesa de noches románticas a la luz de la luna. Johnny y su voz templada eran objetos de adoración entre los adolescentes.

Cross My Heart, The Clock, Please Forgive Me y Never Let Me Go le convirtieron en residente habitual de las listas de éxitos. Empezó a ganar dinero y a dar conciertos. Solía in en tándem con la gran Willie Mae Big Mama Thornton, la mujer que inspiró a Elvis Presley.

El 24 de diciembre de 1954 los contrataron para un concierto especial de Navidad en el City Auditorium de Houston-Texas. Ace estaba pletórico: tras la actuación regresaba a Memphis para unas semanas de descanso. Una hora antes del show compró al contado un Oldsmobile para llegar a casa en el coche flamante que merecía un triunfador.

Sobre lo que sucedió en el local no hay unanimidad. Según Thornton, Johnny no había dejado de beber whisky desde hacía horas y estaba muy borracho. Según otras fuentes, desde mucho antes la tragedia rondaba al músico, que tenía 25 años y no había podido digerir la fama sin perder la cordura en el camino: llevaba siempre encima un revólver y le gustaba jugar a la ruleta rusa con una bala en el tambor.

Entre bastidores y antes del concierto, se pavoneó con el arma, apuntando a algunos invitados. Le dijeron, espantados, que dejara de hacer el idiota, pero insistió en la temeridad sin que nadie lo evitara.

«Sé dónde está la bala. No hay peligro», dijo antes de llevarse el cañón a la sien. El disparo fue mortal.

Al entierro asistieron varios miles de personas. Los discos póstumos de Johnny Ace, sobre todo la balada Pledging My Love, se vendieron como pan caliente.

Décadas después el cineasta Abel Ferrara, que ha sobrevivido a varios abismos, eligió Pledging My Love, donde Johnny Ace promete amor eterno y alma ardiente, para cerrar, antes del inicio de los créditos, la turbia y bestial película Teniente corrupto (Bad Lieutenant en inglés), en la que Harvey Keitel interpreta a un detective de la Policía de Nueva York que busca una imposible redención.

[Esta pieza procede de mi web personal]

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Betty Davis, la sexualidad antes que el amor

No quiero amarte / Porque sé cómo eres / Te crees auténtico y honrado / Pero conmigo eso no vale / Porque sabes que puedo poseer tu cuerpo / Que puedo hacer que te arrastres / Me vuelvo loca contigo / Pero tú te vuelves aún más loco conmigo / No me hace falta amarte

Música sin prisioneros. Muy sucia para los negros y muy negra para los blancos. Las chicas malas no eran aceptadas a comienzos de los años setenta del siglo XX —tiempo de planeos astrales como The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, y Tubular Bells, de Mike Oldfield— y Betty Davis ponía el sexo por delante: maullaba, gruñía y reclamaba tomar el mando. Era demasiado feroz para un tiempo en que las compositoras —Betty escribía la letra y la música de todas sus canciones— debían ser simbolistas de campus universitario al estilo de Joni Mitchell y no panteras de habitaciones de hotel, autodestructivas muñecas rotas como Janis Joplin y no dominantes y orgullosas traga hombres.

Betty no quería representar el rol de la damita psicodélica: cantaba en ropa de cama seductora y mínima, se movía explicitamente indicando lo que era capaz de hacer, se mostraba como una amazona lúbrica, una depredadora sexual. Hablaba sobre todo de cuestiones de cama (tríos, sexo, humedades…), pero también dejaba al descubierto asuntos menos íntimos: los manejos comerciales con la carne como moneda, los abusos de los managers contra las cantantes, el acoso sexual que sufrían las mujeres en el negocio del pop… No se presentaba como una feminista redentora: su mensaje era simplemente pélvico, era una guerrillera armada con el sexo como munición.

Sucedió lo que tenía que suceder. El tremendo debut discográfico de la cantautora en 1973 —acompañada por una banda de funk incendiario con músicos de Santana (cuando el grupo tenía fiebre de ritmo y no había caído en el chamanismo) y Sly & the Family Stone y coros de las Pointer Sisters y el gay Sylvester (uno de los primeros cantantes negros en salir sin estridencias del armario)— fue vetado en todas las radios. Las actuaciones, anunciadas por la prensa sensacionalista como atrevidas y demasiado hardcore, fueron boicoteadas por fanáticos religiosos negros que entonaban coros y llamaban ramera a la cantante.

Betty Mabry —su nombre de registro civil— se habia marchado de la casa familiar en Durham (Carolina del Norte) a los 16 años para probar fortuna como estudiante de moda. Encontró trabajo de modelo en revistas de Nueva York y se convirtió en habitual de los clubes de rock y jazz de los barrios más calientes de la ciudad, dondé conoció y trabó amistad con Jimi Hendrix y, en 1967, con Miles Davis (presentó el primero al segundo). El trompetista, que ya era una figura de primera fila, se enamoró locamente de Betty, que aparece en la portada de Filles de Killimanjaro (1968), disco que se cierra con el tema Mademoiselle Mabry, una declaración de amor con estructura de blues.

El matrimonio Davis asiste a un combate de boxeo de Muhammad Ali

En septiembre de 1968 se casaron pero la unión sólo duró un año. Aunque Miles acusó a Betty de engañarlo con Hendrix —infidelidad que la mujer siempre negó—, terminaron como amigos. Ella fue quien introdujo al músico en el rock y le hizo escuchar por primera vez los tormentosos ritmos funk de Sly & The Family Stone que inspiraron Bitches Brew (1970), el primer disco psicodélico del jazz. Betty fue también quien asesoró a Miles para que cambiara su imagen de jazzero académico de traje y corbata por la de viajero cósmico.

La carrera musical de Betty Davis fue casi subterránea. Castigada por la hostilidad de los medios de difusión, incapaces de tragar con la sexualidad palpitante de la música y las letras, los cuatro discos que editó sonaron en sordina y sin repercusión y sólo fueron reconsiderados cuando la discográfica independiente Light in the Attic los reeditó en 2007 tras las menciones de docenas de cantantes de rap que citaban a la cantante como referencia. Retirada desde los años setenta, Betty Davis concedió entonces algunas entrevistas en las que recordaba sin amargura los buenos tiempos — «Madonna antes de Madonna», la llamaron durante el redescubrimiento— .

Los ecos de la fogosa cantante que narró con naturalidad el deseo sexual femenino desde la voz de una chica mala son palpables, entre otros, en OutKast, Erykah Badu,The Roots, Macy Gray… Escuchada hoy, la música de Betty Davis parece cantada desde el presente cuando en realidad es de hace cuarenta años.

En la autobiografía de Miles Davis, editada en 1989, el hombre que cambió varias veces el curso de la música del siglo XX, escribió el mejor análisis: «Si Betty cantase hoy sería una especie de Madonna mezclada con Prince. Ella fue el principio de todo, pero estaba adelantada en el tiempo y nadie la entendió».

[Esta pieza procede de mi web personal]