La última grabación en vida deJohn Coltrane fue el concierto en el Center of African Culture de Harlem en abril de 1967.
Se le conoce como Olatunji Concert, porque el local había sido fundado por el amigo de Trane Babatunde Olatunji (1927-1993), percusionista nigeriano que compuso Jingo, el tremendo canto de caza que Santana convirtió en 1969 en una tormenta de sexo.
Al título del disco se añade la nota The Last Live Concert, un epílogo necesario para anotar que Trane ya estaba muy enfermo.
Tenía 40 años y era hermoso, como si el cáncer de hígado no pudiese competir con la piedad de su ánimo.
Entonces, en 1967, era el único músico capaz de explicarse a sí mismo mientras el rock niñeaba con el cabaret y Bob Dylan tenía miedo de ser Bob Dylan.
En 1967 todos amábamos a Barbarella y al año siguiente la policía nos rompió los sueños y los dientes. Empezamos entonces a amarnos a nosostros mismos (hasta hoy, así nos va).
Trane tenía un sueño terreno, menos necio que los nuestros: quería romper el esnobismo de los enteradillos, dinamitar el freakland de las clases, las edades, las pintas, quemar la ropita y hacer música con las cenizas en un local de ensayo abierto al mundo.
Mientras los músicos patriarcales del hippismo musitaban «om mani padme um» en el asiento de atrás de una limusina, Trane había regresado al barrio: ya no tocaba en teatros, en clubs decadentes y groseros, no quería ser el payaso de nadie, abominaba de los intermediarios.
Prefería tocar para abuelos, padres e hijas, albañiles, camareros y estudiantes: gente triste y buena con diez centavos en el bolsillo.
Lo que había grabado en los últimos meses —Ascension, Interstellar space, Stellar Regions…—, era tan crudo como la piel de un tiburón: Trane creaba y destruía las notas, no dejaba aliento para pensar: bodishatva borracho de espacio y luz, tenía la mente en el mejor de los lugares posibles, el humilde blanco, color censurado por quienes acaso necesiten considerar la verdad de la espuma de una ola.
—Música de Dios, decía.
No tenía el sex appeal de Miles Davis, la provocadora intransigencia de Charles Mingus, la altanería de Ornette Coleman.
Cuando acababa de tocar, no iba a los camerinos, no se retiraba: bajaba a la platea, se sentaba entre el público. Era simple como barco sin costa y nada necesitaba excepto el énfasis de la felicidad. Como todos los músicos que me hacen llorar, nunca hablaba con lenguaje de músico.
Desde A love supreme (1966), sus nuevos compañeros de viaje –su esposa y pianista Alice, el joven baterista Rashied Ali, el contrabajista Jimmy Garrison; el saxofonista Pharoah Sanders, que se convertiría en leyenda– sólo recibían instrucciones en forma de disimulados koan zen:
—Tocad los colores correctos, las texturas correctas, el sonido de los acordes…
Perdió público: quienes le habían enaltecido como Gran Padre no entendían que cada disco fuese otro mundo de compases rotos. Estaba limpiando el espejo de suciedad y el reflejo, al fin nítido, asustaba.
En el Olatunji, en el corazón del Harlem de los perros que fuman y los niños que ladran, Trane encedió barras de incienso para el público familiar.
Llevaba un papel en el bosillo de la americana: la epifánica oración que había escito para la carpeta de A love supreme:
I have seen God—I have seen ungodly—none can be greater—none can compare to God
El disco (yo no estaba allí: he llegado a pocos lugares con puntualidad exacta) sólo tiene dos temas, una trastornada versión-río (34 minutos) de My favourite things, la canción que nunca dejaba atrás, que nunca era lastre, y Ogunde (28), una pieza de sonoridad africana.
ELATIONS—ELEGANCE—EXALTATION
All from God
Thank you God
En el disco –lo único que tengo ahora para estar allí donde no puedo estar—, no se me ocurre mejor manera de decirlo, los músicos están ardiendo.
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Tres meses después, el 17 de julio, Coltrane murió en el hospital Huntington de Nueva York. El cáncer de hígado no quiso concederle aplazamientos.
En 1966, en una de las escasas declaraciones de principios que redujo a palabras, había dicho:
—Quiero ser una fuerza del bien.
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[John Coltrane vertebra Las oraciones del jazz espitual, último episodio del podcast. Es posible escucharlo por entero (casi tres horas de música, veinte canciones en búsqueda de la joya en el corazón de loto) en el minireproductor de abajo.]
Un presente más: la grabación (imagen y sonido) de la única interpretación en directo de Coltrane y su inolvidable cuarteto —McCoy Tyner (piano), Jimmy Garrison (contrabajo) y Elvin Jones (batería)— de la suite completa de A Love Supreme. Ocurrió en el Festival de Antibes, en la Costa Azul francesa, el 26 de julio de 1965.