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El papel en el bolsillo de Coltrane en el último concierto de su vida

La última grabación en vida deJohn Coltrane fue el concierto en el Center of African Culture de Harlem en abril de 1967.

Se le conoce como Olatunji Concert, porque el local había sido fundado por el amigo de Trane Babatunde Olatunji (1927-1993), percusionista nigeriano que compuso Jingo, el tremendo canto de caza que Santana convirtió en 1969 en una tormenta de sexo.

Al título del disco se añade la nota The Last Live Concert, un epílogo necesario para anotar que Trane ya estaba muy enfermo.

Tenía 40 años y era hermoso, como si el cáncer de hígado no pudiese competir con la piedad de su ánimo.

Entonces, en 1967, era el único músico capaz de explicarse a sí mismo mientras el rock niñeaba con el cabaret y Bob Dylan tenía miedo de ser Bob Dylan.

En 1967 todos amábamos a Barbarella y al año siguiente la policía nos rompió los sueños y los dientes. Empezamos entonces a amarnos a nosostros mismos (hasta hoy, así nos va).

Trane tenía un sueño terreno, menos necio que los nuestros: quería romper el esnobismo de los enteradillos, dinamitar el freakland de las clases, las edades, las pintas, quemar la ropita y hacer música con las cenizas en un local de ensayo abierto al mundo.

Mientras los músicos patriarcales del hippismo musitaban «om mani padme um» en el asiento de atrás de una limusina, Trane había regresado al barrio: ya no tocaba en teatros, en clubs decadentes y groseros, no quería ser el payaso de nadie, abominaba de los intermediarios.

Prefería tocar para abuelos, padres e hijas, albañiles, camareros y estudiantes: gente triste y buena con diez centavos en el bolsillo.

Lo que había grabado en los últimos meses —Ascension, Interstellar space, Stellar Regions…—, era tan crudo como la piel de un tiburón: Trane creaba y destruía las notas, no dejaba aliento para pensar: bodishatva borracho de espacio y luz, tenía la mente en el mejor de los lugares posibles, el humilde blanco, color censurado por quienes acaso necesiten considerar la verdad de la espuma de una ola.

—Música de Dios, decía.

No tenía el sex appeal de Miles Davis, la provocadora intransigencia de Charles Mingus, la altanería de Ornette Coleman.

Cuando acababa de tocar, no iba a los camerinos, no se retiraba: bajaba a la platea, se sentaba entre el público. Era simple como barco sin costa y nada necesitaba excepto el énfasis de la felicidad. Como todos los músicos que me hacen llorar, nunca hablaba con lenguaje de músico.

Desde A love supreme (1966), sus nuevos compañeros de viaje –su esposa y pianista Alice, el joven baterista Rashied Ali, el contrabajista Jimmy Garrison; el saxofonista Pharoah Sanders, que se convertiría en leyenda– sólo recibían instrucciones en forma de disimulados koan zen:

—Tocad los colores correctos, las texturas correctas, el sonido de los acordes…

Perdió público: quienes le habían enaltecido como Gran Padre no entendían que cada disco fuese otro mundo de compases rotos. Estaba limpiando el espejo de suciedad y el reflejo, al fin nítido, asustaba.

En el Olatunji, en el corazón del Harlem de los perros que fuman y los niños que ladran, Trane encedió barras de incienso para el público familiar.

Llevaba un papel en el bosillo de la americana: la epifánica oración que había escito para la carpeta de A love supreme:

I have seen God—I have seen ungodly—none can be greater—none can compare to God

El disco (yo no estaba allí: he llegado a pocos lugares con puntualidad exacta) sólo tiene dos temas, una trastornada versión-río (34 minutos) de My favourite things, la canción que nunca dejaba atrás, que nunca era lastre, y Ogunde (28), una pieza de sonoridad africana.

ELATIONS—ELEGANCE—EXALTATION
All from God
Thank you God

En el disco –lo único que tengo ahora para estar allí donde no puedo estar—, no se me ocurre mejor manera de decirlo, los músicos están ardiendo.

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Tres meses después, el 17 de julio, Coltrane murió en el hospital Huntington de Nueva York. El cáncer de hígado no quiso concederle aplazamientos.

En 1966, en una de las escasas declaraciones de principios que redujo a palabras, había dicho:

—Quiero ser una fuerza del bien.

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[John Coltrane vertebra Las oraciones del jazz espitual, último episodio del podcast. Es posible escucharlo por entero (casi tres horas de música, veinte canciones en búsqueda de la joya en el corazón de loto) en el minireproductor de abajo.]

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Un presente más: la grabación (imagen y sonido) de la única interpretación en directo de Coltrane y su inolvidable cuarteto —McCoy Tyner (piano), Jimmy Garrison (contrabajo) y Elvin Jones (batería)— de la suite completa de A Love Supreme. Ocurrió en el Festival de Antibes, en la Costa Azul francesa, el 26 de julio de 1965.

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Mike Bloomfield: el cadáver de un guitarrista de blues dentro de un Chevy

Michael Bernard Mike Bloomfield nació en 1943 en la mejor ciudad del mundo si quieres ser un guitarrista de blues: Chicago, tierra prometida de los bluesmen de los humedales del Mississippi que habían emigrado hacia el norte industrial de los EE UU antes y durante los tiempos del gran crack económico de 1929.

Había unos cuantos problemas para que el muchacho, empeñado una y otra vez en imitar las progresiones dolientes de los guitarristas de blues, fuera admitido en el club: Bloomfield era blanco, hijo de judíos y su familia tenía mucho dinero. «¿Cómo puede sentir el blues alguien con tanta miel sobre la tostada y todos los dientes en la boca?», se preguntaban los negros de los clubes de Chicago al ver al chico.

Una años más tarde, Bloomfield respondió a su manera a la paradoja que le echaron en cara tantas veces: «En este país los negros sufren por fuera. Los judíos sufrimos por dentro. El sufrimiento es el puntal del blues».

Aunque la teoría conduce a terrenos raciales incómodos (¿pretendía privar a los negros de la capacidad intelectual del sufrimiento y reservarla para los judíos, dejando a los primeros la mera posibilidad de responder al maltrato físico?), Bloomfield dedicó sus años sobre la tierra, que fueron pocos —murió en 1981, a los 37— a demostrar al mundo que un blanco también puede sentir la profunda llaga del blues.

¿Guitarristas de blues de piel blanca?

Las primeras respuestas de una hipotética votación citarían, me parece, a los británicos, que en Europa nos caen bastante mejor que los gringos por una pura cuestión de cercanía y mejor prensa, sin pararnos a pensar si tocan mejor o con más sentimiento.

Arriba, Mick Taylor (izq.) y Eric Clapton. Abajo, Jeff Beck (izq.) y Peter Green.

Me atrevo a opinar que Eric Clapton obtendría la mayoría absoluta, siempre se la ha querido bien pese a su decadencia creativa, a punto de cumplir cuatro décadas, seguido por Jeff Beck y quizá Mick Taylor, Jimmy Page o Alvin Lee. Mi voto iría para Peter Green.

Si damos el salto atlántico, la nómina es mucho más rica en dinámica y tono. Pese a esta evidencia incontestable, pocos de ellos son reconocidos en Europa en su justa valía.

Los guitarristas de blues de piel blanca de los EE UU nunca pretendieron, como a veces parece suceder con sus colegas europeos, tocar como Robert Johnson —tarea imposible: todavía nadie ha logrado superar su complejidad armónica—,sino llevar hacia el blues la sensibilidad de otras tradiciones.

Arriba, Johnny Winter (izq.) y Lowell George. Abajo, Ry Cooder (izq.) y Duane Allman

El albino Johnny Winter inyectó modales de hard rock en la música tradicional negra; los prematuramente fallecidos Lowell George y Duane Allman mezclaron el blues con el rock sureño, nacido a la sombra de aquel y mezclado con la psicodelia de la Costa Oeste, y el gran Ry Cooder empapó la toalla con los múltiples aromas de la frontera.

Mike Bloomfield era grande antes de que el mundo se enterase de la grandeza. Los viejos negros que vivían en Chicago y llenaban de bencina las noches de los clubes (Sleepy John Estes, Yank Rachell, Little Brother Montgomery, Muddy Waters…) le hicieron hueco sin mirar el color de la piel. Pasmaban con aquel chico judío que era capaz de emanar tristeza de cada yema de los dedos de las manos.

Bob Dylan le fue a ver a uno de aquellos antros en 1963 y le llamó dos años después para un par de movimientos que romperían la historia del rock. El primero, la actuación en el Newport Folk Festival de 1965, en un pase de cuatro canciones que, pese a lo escueto, merece una entrada en las enciclopedias como la controvertida electrificación de Bob Dylan.

La circunstancia es bien conocida. El domingo 24 de julio de 1965 fue el día del juicio final. Las sesiones sumarísimas se celebraron en el parque Freebody de Newport (Rhode Island – EE UU) y las más o menos 15.000 personas que formaban parte del jurado decidieron, por aplastante mayoría, condenar a muerte a quien, hasta antes de la actuación, era el Dios del folk de protesta. ¿Delito? Enchufarse y vestir una americana de cuero.

La guitarra solista la tocaba Bloomfield.  Unas semanas antes también había secundado a Dylan en la grabación de la que quizá sea la canción superlativa del siglo XX, Like a Rolling Stone, y de las demás del álbum Highway 61 Revisited.

No es raro que Bloomfield haya sido avistado por Dylan, adorador del blues, a la hora de romper cánones. Este músico semiolvidado es el mejor ejemplo de la adaptación casi simbiótica de un pálido a una música racial. Su gloria es que nunca se cerró a ampliar horizontes y romper academicismos.

Durante los años sesenta Bloomfield fue uno de los redentores que devolvieron la atención hacia el blues de la audiencia hippie, hasta entonces refractaria al género. Lo hizo primero con The Paul Butterfield Blues Band, grupo de mayoría blanca con inclinaciones bluesy pero sin problemas para lanzarse por los vericuetos de las ragas de la India; luego con The Electric Flag, una banda ambiciosa que quiso fundar un género («música americana», pretendían, sin demasiada imaginación, bautizarlo) basado en la fusión de blues, soul, country, rock y folk, y finalmente con colaboraciones bajo la formula del súpergrupo, primero con Al Kooper, otro habitual del primer Dylan eléctrico, y Stephen Stills y más tarde con Dr. John…

Mike Bloomfield (1943-1981)

El carisma de Bloomfield fue decayendo a medida que los años y los gustos cambiaban. Grabó casi una veintena de discos como solista entre 1970 y 1981. Fueron editados por discográficas modestas, se vendieron mal pero recibieron muy buenas críticas. El estilo pristino del guitarrista, enemigo de distorsiones y feedback, seguía estando lo más cerca del blues a lo que podía llegar un blanco.

La ilusión se le apagaba e intentó iluminarla con la luz blanca de la heroína. «Cuando me pincho me siento vacío y la música me deja de importar», confesó en una de las entrevistas finales.

No se merecía el tipo de muerte que le esperaba. El 15 de febrero de 1981 su cuerpo apareció en el asiento delantero de un coche en una calle de San Francisco. El forense dictaminó que una sobredosis de heroína había causado el fallecimiento. La Policía, tras una somera investigación, descubrió que Bloomfield había muerto en una fiesta y que dos de sus amigos, asustados por el problema, le metieron en un coche que condujeron a varias manzanas de distancia y abandonaron.

Alguien debería componer un blues partiendo de la imagen: un Chevy con el cadáver de un guitarrista dentro.

[Esta reseña no es la única que firmé sobre Bloomfield. En mi web personal puede leerse una crítica de la caja From His Head to His Heart to His Hands (2014), la primera gran antología sobre la carrera corta pero fastuosa del guitarrista]

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Diamanda Galás: mujer con cuchillo de trinchar

La Dama del Laberinto, la cantante que todo lo tritura, nos recibe, reptante, en su cueva, en el Moloch de Manhattan. La diosa del avant-garde cambia de piel ante nuestros ojos: le gusta la «música enferma» y teme la muerte de sus padres.

En las fatigadas entrañas del palacio de Cnossos, en la isla griega de Creta, fueron encontradas dos figuras minoicas. Son un par de mujeres de largas túnicas que dejan al aire los pechos. Ambas sostienen serpientes en las manos alzadas. Simbolizan a la Gran Madre, la Dama del Laberinto, fundamento de arcaicos y fervientes cultos en cuevas que podemos imaginar como de luz escasa, fetidez acuosa y forma laberíntica.

Otra cueva, cuatro mil años más tarde: Manhatthan, el ostentoso escaparate de Babilonia. Soleado mediodía de octubre en la Quinta Avenida, uno de los groseros tajos hendidos de norte a sur en la isla robada a los indios nativos a cambio de 24 dólares y hoy convertida en altar de Occidente. Campo de carroña para todos los zopilotes encorbatados.

En el sereno jardín de la First Presbyterian Church, la iglesia de los patriotas, a la sombra de un ginko, una joven navega por Internet con su laptop. En la acera de enfrente, porque los hijos de las tinieblas rondan en las inmediaciones de los templos, La Serpiente repta.

«¿Pusiste en el cappuccino la cocaína que te dije?», pregunta al camarero. El restaurante se llama Danal. Es bohemio, culto, liberal como todo el barrio de Gramercy Park. El camarero es correctamente amanerado, correctamente barbilampiño, correctamente newyorker: otro pibe efébico en las fauces de Moloch. Bromea con La Serpiente. «¿Cuántas Sarah Pallin habrá este Halloween?». Las carcajadas son antiguas. Huelen a tierra. En el hilo musical, la voz de un negro: Bright blessed days / dark sacred nights.

Tras dos días de lluvia («tirada en cama, triste, con mi gatita Serafina, las dos hundidas y llorando desoladas»), La Serpiente está radiante. Ha cambiado de piel y reparado las heridas del ahogo. Afila los colmillos: «Si me quedase una semana de vida haría daño a todos los que me dañaron. No, no me quedaría mirando las flores. Los asesinaría a todos. Uno a uno». Es fácil imaginarla: una mujer con un cuchillo de trinchar.

Diamanda Galás – foto: Kristofer Buckle

La Serpiente es una mujer, por supuesto. Las cédulas administrativas dicen que se llama Diamanda Galás y nació el 29 de agosto de 1955 en San Diego, al sur de California y «a diez minutos de México». Hija de Dimitri y Giorgia, griegos ortodoxos. Podría ser una diva de la ópera (canta como si lo fuese y la crítica la considera la mejor voz de su país), pero ha decidido, como buen reptil, hablar con los muertos.

«Mi madre dice que mi modo de cantar viene de otro tiempo, de la estirpe de las moiroloias, las mujeres de la península de Mani que cantaban lamentos funerarios». Analogía número 1: las moiroloistas eran evitadas por los hombres. Como La Serpiente, que limita a una palabra su consideración del género masculino: «bastardos». Analogía número 2: los sacerdotes consideraban que los gritos rituales ante los cadáveres de las mujeres bramantes eran impíos. El Vaticano y la Democracia Cristiana italiana tildaron a La Serpiente de sacrílega («más blasfema que Madonna», dijeron oficialmente) cuando representó en Roma, en 1993, The Masque of the Read Death, uno de los oratorios del ciclo de canciones-rugido sobre la cruzada anti-sida de los purpurados.

Sonrisa de alambre
Retrato de La Serpiente: pantalón pitillo y chaleco negros, reloj con pulsera de perlas, sonrisa de alambre, gesticulación neorrealista de recolectora de arroz, de trabajadora industrial, –brazos disparados, muchos voltios en las piernas-araña–, tatuaje en los nudillos de la mano izquierda (we are all HIV+, todos somos seropositivos), ojos de rayos equis casi verdes, una mueca eterna de labios… Pica faláfel y ensalada, unta humus en un trozo de pan de pita, bebe té con hielo. Carcajadas como rascacielos y dientes en cada palabra. Podría hacer daño con tanto marfil.

«No dejo de escuchar bandas sonoras de películas de terror, compuestas para provocar miedo. Películas extrañas sobre humanos que se convierten en cocodrilos o serpientes, sobre humanos que son devorados por gusanos, documentales sobre animales… Me gusta la música enferma».

«The masque of the red death» – Foto: Annie Leibovitz

Desde su debut en 1982 con The Litanies of Satan, La Serpiente ha abierto repetidamente la Caja de Pandora de la que emergen todos los padecimientos. Su discografía bulldozer de 17 álbumes no ha evadido los viajes a la demencia (Vena Cana, 1993); el poder anímicamente laxante del ruido (Schrei 27, 1996); la poesía fúnebre de Baudelaire, Pasolini o el poeta-guerrillero Miguel Huezo Mixco (Malediction and Prayer, 1998); la crónica y lamento del genocidio cometido por los turcos entre 1914 y 1923 contra armenios, griegos y asirios (Defixiones, Will and Testament: Orders from the Dead, 2004) o la reinterpretación perversa de la tradición musical estadounidense, desde el blues de cadena de trabajo de los presidiarios hasta el jazz furioso de Ornette Coleman (The Sporting Life, 1994, y Guilty Guilty Guilty, 2008).

La Serpiente es una máquina de triturar («me encanta esa expresión, sí, sí, ¡soy una jodida máquina de triturar!»), una francotiradora («¿sabe que en los años 80 tenía una camiseta militar con esa expresión, ‘sniper’, que no me quitaba nunca?»). Nos quiere apretar hasta la asfixia. Está de acuerdo al 100% con Kafka cuando aseguraba que la comunicación sólo es posible si el oyente está horrorizado. «La música que me interesa es aquella que te puede provocar la muerte con sólo escucharla. Las notas, el timbre, los dinámicos… Todo debe tener una propulsión capaz de catalizar el cambio y la tensión y llevarte hasta la muerte. Cuando canto las canciones que me gustan me atraviesa la idea de que estoy matando a alguien. Me siento bien con esa sensación».

«Odio a los animales que van en grupo«
Al cantar tiene boca asquerosa de hiena, “esos animales horribles que me aterrorizan, pero colocan los labios en la posición correcta en que los coloco yo para cantar, perfectos desde un punto de vista académico”, pero prefiere la distinción de los animales solitarios. «Criaré lobos en el futuro! Me encanta como aullan. Son como yo. No andan en manadas. Odio a los jodidos y aburridos animales que van en grupo. También a la gente que va en manada. La odio».

Atardece sobre la falsa gloria de Manhattan. Llega la hora del regreso al apartamento del East Village, donde vive sola con la gata triste Serafina. Un lugar «caótico, desordenado, con papeles por todas partes, un lugar capaz de volverte loco». La Serpiente, la sacerdotisa dura y sucia que creció tocando el piano, aislada de las energías criminales de la televisión y la radio, se educó en los placeres del sadomasoquismo en el instituto, estudió bioquímica, perdió a su único hermano por el sida, padeció una severa hepatitis C durante cinco años, declara «obscena» la idea de maternidad y se siente asqueada por el «pop pedófilo» y el «rock imbécil» de estos tiempos, deja que la piel, como un calcetín, empiece a mudar de nuevo.

«Tengo miedo, claro que sí. Como cualquier otra mujer. ¿Miedo a qué? Sobre todo, a la muerte de mis padres. Mi madre, Giorgia, tiene 85 años y es fuerte, pero mi padre, Dimitri, tiene 93, y muchos problemas de salud. Estoy preocupada por ellos, muy nerviosa. Soy su única hija y le doy muchas vueltas a la cabeza. Tiendo a la oscuridad… ¿El suicidio? Alguna vez he pensado en él como todos lo hacemos, pero no sería capaz de hacer algo así. Sería una humillación para mis padres, una bofetada que destruiría su vida. Soy griega, sé cómo practicar el estoicismo. Es difícil vivir, por supuesto, pero soy yo quien lo ha elegido. Navego en la tempestad, pero estoy en mi barco. Al menos puedo pescar. Al menos puedo pagar el alquiler».

13 palabras

«No se debe joder con las palabras, jugar intelectualmente con ellas. Cada palabra es importante, cada una de ellas». Diamanda Galás gusta del rigor poético, de la carga de verdad que mancha. Por eso se siente asqueada por la música desliteraturizada y falsamente llena. «Todo es ruido. La música que se lleva es muy tonta, muy banal, nada complicada. Está llena de falsedad. A nadie le importan las palabras. Todo es dinero y pendejadas».

Jugamos con La Serpiente a desnudar 13 palabras y dejarlas en carne viva:

Dolor
Familia

Mujeres
Mercaderes

Hombres
Bastardos

Prostitución
¡Bien!

Crueldad
Venganza

Drogas
Importantes

Beatles
Chicle, vómito

Elvis
Brillante, maravilloso, interesante.

Bruce Springsteen
Fuerte y poderoso

U2
Un enano saltarín con ínfulas de Napoleón con un grupo detrás

Freud
Estar con una familia griega una hora te hace superar al jodido Freud

Miedo
La muerte de mis padres

Locura
Los griegos tenemos la seguridad del diablo y la esperanza de dios. No tememos la locura porque estamos locos

[Firmé esta entrevista reportajeada, publicada en noviembre de 2008, en la revista Calle 20. Versión completa en PDF]

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La seducción infalible (y algo canalla) de los personajes ‘cool’

¿Qué decimos cuando decimos cool? Aunque la palabra sea ajena al español, no hay demasiada duda de que cualquiera tiene una definición: rebelde, sexy, carismático, misterioso, bello, gozoso, que te hace soñar… En fin: algo o alguien irresistible, que te desarma y te deja sin defensas.

En el caso de personas es cool un ser humano que parece celeste, de cualidades seductoras infalibles, aunque también sereno, impasible, tranquilo, una proyección de una esencia pura —o picante, incluso levemente sucia y canalla— que soporta el paso del tiempo como si el tiempo fuese una mentira y deja sobre los años una huella imborrable y única.

Los estudiosos de la etimología y los usos idiomáticos colocan el nacimiento de las acepciones admirativas de cool —que textualmente significa frío— en la jerga de los negros y datan las primeras manifestaciones escritas del adjetivo en los años treinta, cuando los músicos de jazz empezaron a definir como cool a un estilo fresco y nuevo pero siempre mantenido bajo control por el intérprete.

Según los organizadores de la exposición American Cool (Lo ‘cool’ estadounidense) —en la National Portrait Gallery del Smithsonian de Washington hasta el 7 de septiembre—, se trata de un compendio sobre el zeigeist de los EE UU. Lo cool, dicen, ha sido el bien cultural «más exportable» del país durante el siglo XX y lo que llevamos del XXI. «Cool es una sensibilidad estadounidense original y sigue siendo una obsesión global», añaden.

Para demostrar la tesis han elegido a un centenar de personajes y los muestran en retratos que condesan el poder su estilo, la inmortalidad de su identidad, el esplendor de su belleza —no siempre canónica, por cierto— y el efecto perturbador que siguen repartiendo aunque algunos estén muertos desde hace bastante. La exposición pretende ser un «estudio cultural» sobre la «sorprendente» duración del término y «una oportunidad para una conversación nacional sobre quién define lo que es cool«, dicen desde la National Portrait Gallery.

Para elegir a los cien personajes más cool de la historia de los EE UU, los responsables de la muestra han tenido en cuenta cuatro factores: originalidad artística ejercida con estilo personal y único, la rebeldía cultural o transgresión social ejercida sobre una generación determinada, el poder icónico que permite un reconocimiento visual instantáneo y un legado o cuerpo de trabajo reconocidos. Cada figura cool tiene al menos tres de estos elementos y el elenco final representa a los «rebeldes con éxito de la cultura estadounidense» y el santuario pop del país.

Entre los american cool hay músicos de jazz —Miles Davis y Billie Holiday—, actores  —Johnny Depp, Marlon Brando, Faye Dunaway y Robert Mitchum—, cantantes de rock y otros subgéneros —Elvis Presley, Patti Smith, Lou Reed, Bob Dylan y Jay -Z—, activistas político-sociales —Malcolm X, Angela Davis— y artistas y literatos —Walt Whitman, Jack Kerouac, Hunter S. Thompson, Andy Warhol—. La lista completa puede consultarse en el magazine online del Smithsonian.

Los retratos de la exposición están firmados por fotógrafos que, en ocasiones, son tan famosos como los modelos. Entre otros figuran Diane Arbus, Richard Avedon, Henri Cartier- Bresson y Annie Leibovitz.

[Esta pieza procede de mi web personal]

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¿Queda algo, 44 años después, de la refrescante maldición de ‘God Save the Queen’?

Sediciosa y bárbara. God Save the Queen, el himno de ruptura y rebelión de los Sex Pistols, cumple en unos meses 44 años y sufre, pese al manejo interesado, pocos síntomas de esclerosis.

Al contrario, cuadra con la miseria político-económica presente, pone en su lugar a las familias reales de tanta utilidad social como las figuritas de Lladró, condensa una respuesta adecuada a la patología social del miedo, traza la historia de la prosperidad edificada en torno al hedonismo de uno y la miseria de los demás, vomita bilis sobre la cultura tribal, pone en duda el modelo del play a todas horas en el bolsillo y proclama exigencias que nunca deberían languidecer y que, como escribió alguien, «ningún gobierno podrá cumplir jamás» porque, como nos demuestran a diario, los gobiernos son antagónicos con la idea de humanidad.

Cuarenta y cuatro años después, God Save the Queen habla del futuro. De muy pocas canciones se puede decir lo mismo.

Por el tiempo agotado en que nada ha cambiado, por los años en que todo deberá cambiar, acaso con la misma violencia que subyace en la canción y su escenografía ético-anarquista, hablemos de God Save the Queen, el Juicio Final en tres minutos y veinte segundos. ¿Sentencia? Culpables, desde luego.

Para empezar piensen en cómo nos va, en el diametro de la rendición, en la superficie del dominio, en los ángulos del maltrato, en el círculo del hambre y la sed, en los ancianos muertos encerrados en residencias durante la pandemia, ese ángel negro que quizá nos merecemos…

Eleven el volumen de su equipo y consideren qué ha sucedido desde 1977 hasta hoy mientras escuchan como suena nuestro pasado, que también es presente y porvenir… Si lo permitimos.

John Lydon, 1975

1. Los delincuentes. Steve Jones (21 años, guitarra), analfabeto, hijo de una peluquera y un boxeador amateur. A los 14 lo internaron en un reformatorio por gamberro. Iba, según él mismo, «camino del crimen y la cárcel». Paul Cook (20, batería), ayudante de electricista y colega de Jones. Glen Matlock (20, bajo), dependiente de un sex-shop —lo echaron del grupo en 1977 porque «le gustaban demasiado los Beatles» y fue reemplazadio por un tal Sid Vicious (20), yonqui y zopenco—. John Lydon (20, cantante), al que Jones bautizó como Johnny Rotten, Juanito el Podrido, por su mala relación con la higiene dental, un pandillero fracasado que se convertiría, como escribió Greil Marcus, en «el único cantante verdaderamente aterrador que ha conocido el rock and roll»: pronunciaba las erres como si le rechinasen los dientes y tenía mirada de lunático, te pulverizaba con los ojos. Había empezado a llamar la atención en 1975, mientras paseaba por las calles pijas de Londres con una camiseta de Pink Floyd sobre la que había garabateado una frase con más poder que el manifiesto de mil intelectuales: «I hate» (Yo odio). También escupía a los hippies. Era un espantajo de las cloacas.

Malcolm McLaren ante la tienda «Sex», 1975

2. El consigliere. Los paseos provocadores de Lydon eran, en realidad, un trabajo. Le pagaba como hombre-póster Malcolm McLaren (1946-2010), descendiente de judíos sefardíes portugueses, exestudiante de arte, aspirante a anarquista y socio de la diseñadora de ropa para falleras modernas Vivienne Westwood en la tienda-boutique Sex (que antes se había llamado Let It Rock y Too Fast to Live too Young to Die y después sería bautizada como Seditionaries). El mismo zig zag que McLaren aplicaba a las marcas lo padecía en el el ánimo: era un desequilibrado que quería estar en todas partes y al mismo tiempo. Ayer, teddy boy; hoy, situacionista; mañana, lo que venda… Al final dió en el clavo. Había estado en Nueva York, visto a los Ramones y descubierto las posibilidades comerciales de la fealdad y la confrontación. Regresó a Londres convencido de que la nueva belleza necesitaba ser asquerosa, ofensiva y asustar a los burgueses. No iba más allá: dinero fácil y rápido («sacar pasta del caos», era su eslogan de operaciones). Reclutó a cuatro golfos, les concedió el derecho a gritar, ayudó en la búsqueda de nombre —antes de dar con el de Sex Pistols barajaron Le Bomb, Subterraneans, Beyond, Teenage Novel, Kid Gladlove, y Crème de la Crème— y añadió algo de background intelectual al asunto. «Si la aventura sale mal, os vuelvo a contratar como hombres-póster», prometió para tranquilizar los ánimos.

Sex Pistols, 1976. Sid Vicious no había entrado en el grupo todavía

3. El lugar del crimen. En 1975, cuando McLaren clonó el punk yanqui en el Londres del aburrimiento, el Reino Unido era un país en desmantelamiento, con la cantidad de desempleados creciendo a tanta velocidad como la grosería de la inmisericorde brecha social y los servicios públicos en perpetuo recorte por mor de la política privatizadora del neoliberalismo. En 1977 deciden festejar, con el barco a punto de naufragar y las condiciones de vida ya hundidas, el Jubileo de Plata de la Reina Isabel II (25 años en el trono). Se organizan fastos millonarios, similares a los celebrados hace unos días por los 60 años en el sillón de la monarca —que es una de las mujeres más ricas del mundo, con una fortuna personal declarada de 600 millones de euros—.

Single de «God Save the Queen», editado por Virgin

4. La munición. El 27 de mayo de 1977 la discográfica Virgin Records pone a la venta el single de los Sex Pistols con God Save the Queen en la cara A y Did You No Wrong en la B —antes de que la banda firmara con la disquera, la empresa A&M había editado algunos ejemplares (se asustaron del contenido de la canción y pararon el proceso) como el que aparece al principio de esta entrada: se tiene conocimiento de que existen una docena y es el disco más valioso en las subastas: 12.000 libras esterlinas, unos 15.000 euros—. El single es el más censurado de la historia: no sólo la BBC, sino también las radios independientes, se niegan a emitir el tema; los almacenes lo boicotean, la prensa seria editorializa lo mismo que la amarilla y habla de «afrenta» y «atentado moral» contra el himno nacional del Reino Unido del que se mofan los Sex Pistols… El grupo organiza una gira por el Támesis en un barco alquilado (el Queen Elizabeth). La policía carga y hay apaleados y detenidos. Se debate sobre los Sex Pistols en el Parlamento. A Rotten le ataca en la calle un skin y le deja secuelas permanentes en una mano. Cuando le preguntan cómo solucionaría los problemas del país, Rotten responde: «Resolvedlos vosotros. Es vuestra puta culpa, esclavos, putos cabrones». El single y su mensaje de profundo y desolador asco calan en la sociedad: el disco se convierte en el más vendido, pero las empresas mediáticas lo ocultan en las listas de éxitos con maniobras grotescas como dejar en blanco la casilla del título de la canción o simplemente subir al número uno a la que ocupaba el segundo puesto, una balada de Rod Stewart que se titula, para completar el ridículo, I Don’t Want To Talk About It (No quiero hablar sobre eso).

Póster anónimo de mayo de 1968 y cartel de los Sex Pistols (Jamie Reid, 1977)

5. El testimonio. La letra de la canción de los Sex Pistols, traducida al español, dice: Dios salve a la Reina / El régimen fascista / Te han convertido en un idiota / Una bomba h en potencia // Dios salve a la Reina / No es un ser humano / No hay futuro / En el sueño de Inglaterra // Dios salve a la Reina / Que no te digan lo que quieres / Que no te digan lo que necesitas / No hay futuro, no hay futuro / No hay futuro para ti // Dios salve a la Reina / Sabemos lo que decimos, tío / Adoramos a nuestra Reina / Que Dios la salve // Dios salve a la Reina / Porque los turistas son dinero / El torso de nuestro personaje / No es lo que parece // Dios salve a la Reina / Dios salve la historia / Dios salve tu demencial desfile // Dios salve a la reina / Señor, ten piedad / Todos los crímenes se pagan / ¿Cuando no hay futuro / Cómo puede haber pecado? // Somos las flores en el cubo de la basura / Somos el veneno de tu maquinaria humana / Somos el futuro, tu futuro // Dios salve a la Reina / Sabemos lo que decimos, tío / Adoramos a nuestra Reina / Que Dios la salve // Dios salve a la Reina / Sabemos lo que decimos, tío / No hay futuro / En el sueño de Inglaterra // No hay futuro , no hay futuro / No hay futuro para ti / No hay futuro , no hay futuro / No hay futuro para mí.

Edición de lujo y tirada limitada de «God Save the Queen», 2012

6. ¿RIP?. Los Sex Pistols nacieron para morir deprisa. Fueron una refrescante maldición. Como una versión en reverso de un embarazo, estuvieron nueve meses entre nosotros, del 4 de noviembre de 1976, fecha de publicación de su primer disco, el single Anarchy in the UK / I Wanna Be Me; al 14 de enero de 1978, cuando actuaron por última vez en público —actuar es un verbo demasiado condescendiente, ya no se soportaban entre sí—. Fue en San Francisco (EE UU) [vídeo del concierto completo tras la entrada] y Rotten acabó el show hablando cara a cara a la audiencia: «¡Ah, ja, ja, ja! ¿Alguna vez os habían engañado? Buenas noches». El resto ha sido muy triste: la muerte anunciada de Vicious, convertido en un más que presunto asesino; actuación de los músicos como mercenarios sin rumbo —con excepción de los muy aconsejables primeros álbumes de PIL, la banda de Lydon—; una reunión crowdfunding en 2007-2008 en la que tocaron como si ellos mismos no hubieran negado la posibilidad de futuro; vulgares pleitos por los derechos de las canciones ante una justicia a la cual nos aconsejaron maldecir; el lanzamiento de un agua de colonia con el nombre de la banda («pura energia, combinada con aroma a piel, heliotropo y pachuli») y durante el nuevo jubileo de Isabel II, la reedición de lujo de 3.500 ejemplares de God Save the Queen en vinilo de siete pulgadas de la que se descolgó Lydon diciendo que «socava todo aquello por lo que lucharon los Sex Pistols».

¿Qué queda de la canción ante la que nadie era capaz de sonreir? Quizá el mensaje esencial de un joven gandul que no se cepilla los dientes, se siente «vacío», quiere «destruir a los transeúntes» y aconseja, como vomitando: «Sean irresponsables. Sean irrespetuosos. Sean todo lo que esta sociedad detesta (…) Te aseguro que no me odias tanto como yo te odio a ti». Suficiente, ¿no?

[Esta pieza procede de mi web personal. He publicado algún otro reportaje sobre el punk. Dejo los titulares y rutas de acceso para quien sienta curiosidad: Huevos fritos con sangre y otros excesos del punk | ¿La última pandemia?]

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Sudor, ‘pogo’ y adolescencia: punk en Varsovia en 1979

Hubo una voz que «renegaba de todos los hechos sociales, y que al negarlos afirmaba que todo era posible», una voz que estaba «disponible para todo aquel que tuviese el valor de utilizarla». Hubo un tiempo en que disponíamos de esa voz para cambiar el mundo.

Lo sostiene Greil Marcus en el libro Rastros de carmín, un ensayo de historia cultural que parte de la premisa de que existe un «hilo secreto» que hermana a las vanguardias iconoclastas europeas del siglo XX: dadaísmo, letrismo, situacionismo y, como aullido final, el punk, la última de las voces que proclamaron el mundo como fraude y el todo está permitido como praxis.

Entre finales de 1975 y, digamos, 1979, la patada nihilista del punk hizo que el rock, cuando todos habíamos asistido a su cremación y al venteo de las cenizas, tuviese otra vez sentido para romper las puertas: las de la percepción y las otras, las del respetable orden y el buen gusto pequeño burgueses.

Sí, es verdad, fue un acción de mercadotecnia importada al Reino Unido —siempre ávido, quizá por su histórica simpleza artística, de ser trendy—. El punk llegó desde los Estados Unidos, donde el espíritu del ábrete y sangra era cosa vieja, de finales de los años sesenta y comienzos de la década siguiente, con Iggy & The Stogges, MC5, The New York Dolls, Richard Hell & The Voidoids y otros bucaneros suicidas.

Pero fue en la vieja Europa donde el punk se hizo antifascista, anarquista, muy maleducado y viral. Empezando por el eructo de Johnny Rotten y acabando por el corta-pega de las Slits, aquella gente era tan horrible y grandiosa como para devolvernos la consigna y el juramento, la grosería y el esputo. Nos entregaron de nuevo la conciencia y, lo que es más importante, lo hicieron en cada uno de los callejones del planeta.

Hace menos de un año, Piotr Obal publicó en su stream de Flickr un reportaje que no sólo demuestra la ubicuidad que hizo del punk una materia universal, sino que permite comprobar cómo quebrantó los sistemas de represión más tenebrosos.

Las 30 fotos están datadas en Varsovia (Polonia) en algún momento de 1979. Es decir, en plena ley marcial dictada por el general y primer ministro Wojciech Jaruzelski. El sindicato Solidarność, todavía ilegal, tenía millones de afiliados y la administración comunista apaleaba cualquier gesto de disidencia. El país estaba al borde del colapso social y económico.

Ese es el marco para estas grandes fotos, un milagro de vida y una prueba de que las reglas de juego del punk (no dejes que otro lo haga por ti, ser amateur es ser sincero) también valen en fotografía.

Fueron tomadas con una Leicaflex –la única half frame que ha fabricado Leica- cargada con Fotopan, una película barata producida en Polonia. «Nada de búsqueda de calidad o mérito artístico. Sólo espíritu punk: sudor, pogo y adolescencia», dice Obal, que tenía entonces 16 años y ni siquiera recuerda qué fotos hizo él y cuáles su colega Iliko Kuruliszwili, porque la cámara «iba de mano en mano y no importaba demasiado quién disparase».

En el concierto tocaron los grupos The Boors y NjuBeatles –de los que más tarde emergería la banda de referencia del rock polaco, Kryzys. «Para mí fue el primer y último concierto punk, algo fundamental para muchos de los que asistimos. Fue el punto de inflexión, la demostración de que aquello tan simple funcionaba: hazlo tú mismo, piensa por ti mismo y que se jodan las poses».

Han transcurrido más de tres décadas, el rock nunca ha vuelto a renacer, la dominación y la sedición se hacen llamar del mismo modo, 2.0, las siglas de un mundo petrificado por chips de silicio. Nada asusta, todo parece al alcance de todos.

Desde este Olimpo frío los adolescentes polacos de estas fotos parecen de otro planeta, recrean la blasfemia. Lean los labios de este muchacho. Dicen: «la humanidad no será feliz hasta que el último burócrata cuelgue de los intestinos del último capitalista».

[Esta reseña procede de mi web personal. En origen había sido un encargo de la web El fotográfico.

En el último episodio del podcast, Una sesión de canciones emparejadas, resalto la importancia de 1979 como año expansivo y, al tiempo, mortuorio del punk británico aprovechando la veneración personal que profesé por los Clash, la única banda que importa, como decíamos entonces los fans.

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Una cita del guión:

Los Clash eran combustible, aguardiente y agua fresca en el terreno despótico del punk, donde casi nadie miraba más allá del aspecto y la falta de pretensiones. Frente a la autosuficiencia macarra de los Sex Pistols —una empresa más que una banda de rock—, Joe Strummer, Mick Jones, Paul Simonon y Tobe Hopper Topper Headon, perseguían la autenticidad, militaban del lado correcto de las trincheras —el de los débiles— y estaban interesados en cualquier tipo de música que sangrara y, acaso lo más importante, en la procedencia de la sangre. En diciembre de 1979 habían editado uno de los más equilibrados y vibrantes discos de la historia, el doble álbum ‘London Calling’, que se vendía a precio de álbum sencillo y contenía música en la que algunos atisbábamos el mismo poder de los cantos libertarios de los milicianos de la Guerra Civil y el primer Elvis Presley]

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El grial perdido y reencontrado de Little Ann

En la época dorada del soul de Detroit, cuando de la factoría de Motown nacían canciones espléndidas con frecuencia diaria, era difícil asomar la cabeza si no eras un superdotado o contabas con el beneplácito de los empresarios. Little Ann Bridgeforth tenía méritos suficientes —sobre todo una voz quebrada que sabía transmitir el desconsuelo del desamor—, pero se quedó en el camino.

Grabó un single temprano —One Down a One Way Street (the Wrong Way)— para Ric-Tic, la discográfica independiente de Dave Hamilton, el guitarrista del grupo estable que tocaba en nueve de cada diez éxitos de Motown, explotado (diez dólares por canción terminada) y ninguneado por el dueño de la megaempresa, Berry Gordy, el hombre que se hizo millonario aplicando en la fabricación de canciones los mismos métodos industriales de las cadenas de montaje de automóviles.

Hamilton creia en Little Ann y en 1969 grabó el primer y único álbum de la cantante en el estudio casero del sótano del 2548 de la calle Philladelphia, uno de los muchos templos anónimos de la música negra. Por dejadez, falta de dinero o mala suerte, la cinta con las canciones fue olvidada entre muchas otras. Desengañada, Little Ann desapareció del cuadro y se dedicó a buscarse la vida.

En 1990 dos entusiastas archivistas británicos lograron acceder al almacén que guardaba los archivos de Hamilton. Una caja castigada por el tiempo estaba rotulada como «posible disco de Little Ann». Allí estaba el grial.

La cantante, muerta en 2003, no llegó a ver editado el disco, que salió al mercado en 2009 a través de una empresa independiente de Finlandia [aquí se puede acceder al álbum completo en baja resolución de sonido].

En conjunto no es una obra de referencia —hay en ocasiones demasiada dependencia de Motown y estilo imitativo (What Should I Do? podría haber sido cantada por las Supremes)—.

Pero el tiempo se detiene con Deep Shadows, que inserto en el vídeo de abajo, un lamento que condensa todos los valores del soul: la profunda gravedad de la ruptura, la voz serpenteante de una mujer a punto de caer, el desamparo…

Una obra maestra, una de las mejores baladas de pérdida y dolor de los años sesenta, y una cantante que emergió del olvido cuando para ella era demasiado tarde. No para nosotros.

[Este post procede de mi web personal]

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Mick Taylor, el mejor guitarrista de los Rolling Stones

En julio de 1969 Mick Taylor —que tenía 20 años— fue recibido por los patrones Mick Jagger y Keith Richards como el remedio que necesitaban los Rolling Stones. Acababan de expulsar del grupo al guitarrista Brian Jones, el más dotado instrumentista de la banda, y la formación se había quedado coja. En algunas de las sesiones del disco que estaban grabando, Let It Bleed, el productor había tenido que llamar a un guitarrista mercenario porque Richards, efectivo con la guitarra rítmica, era un mal solista y no era capaz de dar cuerpo al sonido.

Taylor, un prodigio de técnica y sentimiento que había tocado desde los 16 en el grupo de blues de John Mayall, los dejó boquiabiertos en los primeros ensayos y entró en el grupo con naturalidad, incorporándose a las grabaciones restantes del álbum. Su guitarra puede escucharse a partir de entonces y hasta 1974 brillando en los discos de la mejor etapa de los Rolling Stones.

Querubínico, impenetrable y callado, el guitarrista fue un elemento clave en la formación, que comenzó a ser llamada, con justicia, «la mejor banda del rock and roll del planeta».

Foto de las sesiones de «Sticky Fingers» (1971). Desde la izquierda, Richards, Watts, Jagger, Wyman y Taylor

Jagger estaba encantado con los contrapuntos de guitarra que Taylor construía para jugar con la voz y Richards se sentía liberado de la responsabilidad de hacer lo que no sabía. Los dos líderes, arteros, sagaces y contrarios a que en su empresa entrase alguien que pudiera robarles gloria —como Jones, que había muerto menos de un mes después de ser expulsado del grupo—, también sabían que Taylor era dúctil y seis años más joven que ellos, es decir, inocente e incapaz de levantar la voz.

La fórmula funcionó a la perfección. Los ábumes Sticky Fingers (1971) y Exile on Main St. (1972) dejaban todo el rock de su tiempo a una gran distancia: eran discos recios, de una suciedad existencial sustentada por la vida disipada de los músicos. Las giras, titánicas pero todavía de perfil humano —sin la mercadotecnia abusiva de las décadas posteriores—, ofrecían a los asistentes una cita con la dorada música del infierno.

El noviazgo fue corto. A Taylor, que se había aficionado a la heroína impulsado, en parte, por la voracidad tóxica de Richards, lo ningunearon y, como a otros antes y después, le robaron crédito. Varias canciones en cuya composición intervino aparecieron sin su nombre en los créditos, atribuidas al tándem dictatorial.

En 1973, mientras grababan It’s Only Rock’N’Roll, Richards lo expulsó del estudio: «!Taylor! Estás tocando muy alto. Eres realmente bueno en directo pero eres jodidamente inútil en el estudio. Vete, vuelve más tarde, lo que sea», le gritó con malos modos, según las biografías del grupo.

Desengañado y con deudas —los Stones le dejaron de pagar por supuesto abandono de las grabaciones de las que había sido expulsado—, Taylor se largó a Brasil de vacaciones. En diciembre de 1974 anunció que rompía el contrato.

Tras su paso por los Stones, Taylor dió bandazos y siguió inyectándose heroína. Colaboró con muchos músicos (Alvin Lee, Mike Oldfield, Jack Bruce, Little Feat, Mark Knopfler, Bob Dylan…) y lo intentó como solista, pero nunca fue el mismo.

Aunque el Rey Richards lo denigra como «aburrido» en su biografía, los Stones llamaron a Taylor para incorporarse a los muchos invitados con los que intentan hacer digeribles los indecentes conciertos de la gira con la que celebraron el medio siglo del grupo [aquí hay una grabación desde el público de una versión pobrísima de Midgnight Rambler en la que cada uno va por su lado y Taylor es el único que no pierde el hilo].

Taylor en su reencuentro con los Stones en 2012

Taylor ha declarado que no guarda rencor y recuerda aquellos años como envueltos en una «niebla narcoléptica».

Fue el mejor guitarrista que los pomposos Jagger y Richards han tenido a sus órdenes.

He compilado algunos de los mejores momentos del stone ninguneado.

Live With Me (Get Yer Ya-Ya’s Out!, 1970)
En el mejor disco en directo de los Stones, grabado durante la gira de 1969 por los EE UU, este cruce de guitarras demuestra la comunión entre Taylor y Richards cuando el momento era el correcto y el colocón no nublaba los sentidos.

Can’t You Hear Me Knocking (Sticky Fingers, 1971)
Toda buena fiesta debe incluir esta descarga en la lista de reproducción. A partir del minuto 4:40 Taylor se marca un solo caribe por el que Santana hubiese vendido su alma.

All Down the Line (Exile On Main St., 1972)
Taylor se coloca el cuello de botella en el dedo pulgar y demuestra que también sabía sentir el latido de Nashville y el rock sureño.

Street Fighting Man (Brussels Affair, 1973)
A partir del minuto 2:20 el grupo entrega las riendas a Taylor, que se desmanda hacia territorios del ¡jazz! Por un momento, los Rolling Stones parecen una banda de fusión.

Sway / Moonlight Mile (Sticky Fingers, 1971)
Estas dos canciones fueron compuestas por Taylor (música) y Jagger (letra), pero aparecen registradas como de Jagger & Richards a efectos legales y de derechos. Jagger ha admitido en numerosas entrevistas que Richards, a quien la heroína tenía tumbado, ni siquiera estaba en el estudio, donde nacieron y fueron grabadas las piezas.

Ventilator Blues (Exile On Main St., 1972)
El único tema de los Rolling Stones donde Taylor figura como coautor. Uno de los mejores y más grasientos momentos del disco más sublime del grupo.

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En uno de los episodios del podcast1971, el año menos aburrido de la historia del rock— incluímos Moonlight Mile y decimos:

Es la primera canción del grupo en la que no participa Keith Richards y el mando absoluto es manejado por Mick Jagger, que solo se deja acompañar por el recién fichado guitarrista Mick Taylor. Ambos graban la parte vertebral de la pieza en una sola noche. Jagger encarga un arreglo de cuerda al multipremiado Paul Buckmaster, que decide concentrarse en la soledad narrada por el cantante, que afirma sentirse perdido en la alienante vida de las giras de actuaciones y, como es habitual, no desaprovecha la oportunidad para hacer referencias oblicuas al consumo siempre muy comercial de las drogas recreativas. «Cuando sopla el viento y la lluvia es fría, con la cabeza llena de nieve», canta Jagger. La orquesta sinfónica se mueve elipticamente para construir una de las más hermosas y menos apreciadas baladas de los Stones.

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Joey Ramone, Rey del punk-chicle

El apodo hurta al personaje su identidad legal. El nombre dice poco, casi nada: Jeffry Ross Hyman .

El apodo pega más fuerte que una brigada de demolición: Joey Ramone.

En abril se cumplirán veinte años de su muerte y en mayo setenta de su nacimiento.

También hay otra efeméride paralela y fúnebre: venticinco años (1996) de la última actuación del grupo en el que Jeffry-Joey cantaba, los Ramones, la banda de bubblegum-punk más adorable de la historia. Los que quisiera escuchar en mi funeral.

1. Jeffry Ross Hyman nació en 1951. Familia judía de clase media. Disfuncional (divorcio en 1960). Barrio de Forest Hill, en Queens (Nueva York). Antes jugaban en el club de tenis un grand slam. Se lo llevaron los pijos de Flushing Meadows (¿a quién a no ser un niño-pera se le ocurre un eslogan como «it must be love» para ver a dos sobremusculados corriendo por el pasto?).

2. Jeff nació con una pelota de tenis pegada a la columna vertebral. Un tumor con nombre de droga para inhalar: teratoma (del griego terasteratos: pesadilla, monstruo). Se lo extirparon. «Todo ha salido a la perfección», dijeron los cirujanos. No fue así: Jeff sufrió graves secuelas toda su vida.

3. A los 13 años empezó a tocar la batería. Estudiaba en el Hasley, un instituto público cuyo lema es peor que el de algunos torneos de tenis: Transabeo Scholae Sed Vitae Discimus. Traduzcan si les apetece. A mí no.

4. Compartía cuarto con su hermano menor, Mickey. No se cansaban de escuchar a los Beatles, las Ronettes, Iggy and The Stooges, David Bowie, The Who, The Beach Boys… Lo único sobre este malpaís de lo que está orgulloso dios.

5. Montó su primer grupo en 1972. Nombre de batalla: Sniper (Francotirador). Eran glam: llevaban zapatos de plataforma. Jeff ideó su primer heterónimo: Jeff Starship. Todo rocker tiene un pasado vergonzante. De ahí la rabia por venir.

6. Ese mismo año tuvo que ser ingresado en un hospital. Escuchaba voces en su cabeza (y no eran las de John Lennon y Ronnie Spector). «Has cerrado mal la puerta», «llevas mal lavado el pelo», «no vas a decir bien lo que estás a punto de decir». Ese tipo de mierda. Sufría ataques de furia. Amenazó a su madre con un cuchillo. Tienen un nombre que, en siglas, suena a rock and roll: TOC (Trastorno obsesivo compulsivo). Pastillitas.

7. Deberían agrandar la fuente tipográfica del año en los calendarios: 1974. Nacen los Ramones. Los cuatro músicos, que se conocían del instituto del eslogan lamentable, deciden adoptar personalidades falsas, hermanadas por el apellido Ramone. Se lo birlaron a Paul McCartney, que lo usaba como mote en los hoteles (Paul Ramone) cuando le daba por el incógnito.

8. Gastaron en los primeros instrumentos 50 dólares: Johnny Ramone (John Cummings, un raterillo con antecedentes) compró una guitarra Mosrite azul y Dee Dee Ramone (Douglas Colvin) un bajo DanElectro. Joey ya tenía una batería. Se la habían regalado sus padres.

8.  Antes del fin de 1974 convencen a Joey de que deje la batería y se coloque ante el micrófono. La idea de cantar le producía pánico por timidez y porque su voz le parecía «horrorosa, insoportable». Unos años después Phil Spector, que de timbres vocales sabe un rato (también de armas de fuego), le aseguró que estaba llamado a ser «el nuevo Buddy Holly«.

9. Los primeros ensayos anuncian la conmoción: menos es más, vale, pero tienes que ir a todo trapo. Cuatro chicos uniformados (chupa de motero, jeans-pitillo rasgados en las rodillas, zapatillas baratas de travesuras, pelanas) tocando a 3.000 revoluciones por minuto, reduciendo la herencia de Elvis y Slade a pura fórmula masturbante. ¿Son hombres? ¿Son pájaros surfistas? ¿Son súper héroes de Marvel? ¡Son los Ramones! La historia discográfica es tan bonita que no merece la suciedad de las palabras. Vívanla ustedes.

10. Primer concierto: 30 de marzo de 1974, en el Perfomance. Canciones-metralleta de menos de dos minutos. Ninguna interrupción entre tema y tema excepto algún grito tribal: «One, two, three, let’s go!», «Gabba Gabba Hey!»… Siguieron aplicando la fórmula durante 22 años, en 2.263 conciertos. En cada actuación de dos horas podían tocar entre 120 y 160 temas. No necesitas descansar cuando eres feliz.

11. La vida interna del grupo no tiene la misma belleza y los héroes, como sabemos, tienen talones. Johhnny es un reaccionario («el punk es de derechas»). Casi llega a las manos con Joey por el single Bonzo Goes to Bitburg, donde se critica la visita oficial del presidente Ronald Reagan a un cementerio donde están enterrados altos mandos de las SS nazis.

12. Dee Dee vive pendiente del siguiente pico de heroína.

13. Johnny acusa a Joey, cada vez más creativo e importante en el grupo,  de querer ser «una prima donna». Después se lía con la novia del cantante, Linda Danielle, con la que acabará casándose. Joey, que jamás volverá a dirigir la palabra a ninguno de los dos, contesta con una canción: The KKK took my baby away (El Klu Klux Klan se llevó a mi chica).

Joey Ramone (1951 – 2001)

14. Joey empieza a darle duro al alcohol y la cocaína.

15. En 1994 le diagnostican un linfoma. No dice nada al resto del grupo.

16. Los Ramones tocan por última vez en 1996. El año anterior editan el premonitorio y mágico ¡Adiós amigos! (así, en bravo castellano y con signos de admiración de entrada y cierre), su decimocuarto álbum de estudio. Joey canta mejor que nunca y los músicos, que ya ni se hablan, deciden regalarnos un último momento de felicidad plena. El Abbey Road de los noventa.

17. En 1999 Joey produce un extenden play para Ronnie Spector (cantante de las Ronettes y ex esposa de Phil Spector). El disco, She Talks to Rainbows, es delicioso.

18. El estado físico de Joey se deteriora. En diciembre de 2000 se rompe una cadera en una caída accidental. No le pueden operar porque deberían interrumpir la quimioterapia contra el linfoma. El 15 de abril de 2001 muere en un hospital de Nueva York tras escuchar una canción de U2, In a Little While.

19. En 2003, el Ayuntamiento de Nueva York rinde homenaje al chico de Queens que se convirtió en King: crearon la esquina de Joey Ramone, en el bloque del CBGB, el club donde los Ramones tocaron tantas veces. Después de unos años tienen que elevar la placa a seis metros de altura porque no paran de robarla.

20. Entre 2002 y 2004 mueren otros dos ramones: Dee Dee, el 5 de junio de 2002 (sobredosis de heroína), y Johnny, el 15 de septiembre de 2004 (cáncer de próstata). Ambos habían trasladado su residencia a Los Ángeles y allí están enterrados. Nunca regresaron a Nueva York.

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Suzi Quatro: 152 centímetros y un ‘jumpsuit’

Desnuda bajo el cuero negro del apretadísimo jumpsuit. No era cierto, pero todos lo creíamos y deseábamos.

Incluso la estatura era correcta: 152 centímetros.

El sex appeal de lo necesario.

Suzi Quatro, la primera mujer-dinamo del rock and roll.

Predijo a Joan Jett, las Runaways e incluso a los Ramones y Chrissie Hynde.

Gritó con orgullo, tocó el bajo, compuso grandes canciones, ha editado casi veinte álbumes de estudio, vendido unos 45 millones de discos y sigue abrazada por el cuero negro, dando conciertos notables pese a la edad (cumplió 70 años en 2020).

La injustamente olvidada roquera Suzi Quatro fue una pionera: no era cosa fácil para una mujer estar al frente de un grupo de rock en los años setenta.

Cuando debutó con su nombre en 1973 con el contudente Suzi Quatro, machacón y hard, ya había superado una década sobre los escenarios, porque desde los 15 años tocaba con las Pleasure Seekers, un grupo sólo de chicas.

«Suzi Quatro», 1973

Con el arrogante jumpsuit, el bajo Fender Precision que le había regalado papá y la voz-chillido montada sobre temas simples y pegones, Suzi había llamado la atención en la desesperada Detroit —maternidad del rock más básico y salvaje de los años setenta (MC5, The Stooges, Alice Cooper, Grand Funk Railroad…)— al productor inglés Mikie Most, un tipo con ojo de lince para los hits instantáneos al que le gustaba el bouquet de alquitrán y sudor de aquella pequeña fiera. Se la tuvo que disputar a otro cazatalentos, Jac Holzman.

Ella lo tuvo claro: «Jac quería hacer de mí la segunda Janis Joplin y Mikie la primera Suzy Quatro. No había color».

Establecida en el Reino Unido, volvió a mostrarse tozuda cuando le preguntaron que look prefería.

—Cuero negro, contestó.

—Eso es muy anticuado, le dijeron.

—No para una mujer, dijo Suzi.

Hay muchos altibajos en la dilata carrera de la mujer-dinamo. No es una compositora dotada para los matices y se ha dejado llevar por algunas influencias perversas —como dar por buena su militancia en el glam rock—, pero tiene una cuantas canciones que no admiten la indiferencia (Can the Can, Devil Gate Drive, 48 Crash…): te hieren mortalmente.

Hace poco le preguntaron si todavía es capaz de calzarse el jumpsuit de cuero negro con el que debutó.

—Sí, es cierto. Me lo puedo poner. Pero cambio de vez en cuando de jumpsuit. Se suda mucho ahí adentro.

No hay definición mejor para el rock and roll: un traje dentro del que sudas mucho.

[Esta pieza procede de mi web personal]