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Muere Monte Hellman, cineasta del Chevy 1955, el coche del rock and roll

Acaba de morir Monte Hellman, director, entre otras películas ajenas a modas y esnobismos de esos realizadores amamantados por los videoclips, Two-lane blacktop (1971) Además de una parábola sobre el final del tiempo de las flores y una respuesta al fracaso de los ideales hippies mucho menos alambicada que Easy Rider, la de Hellman fue el gran canto cinematográfico sobre el mejor y más hermoso automóvil nunca fabricado: el Chevy 1955.

Motor Hardtop de ocho cilindros en uve, pistones de aluminio ligero y 180 caballos de potencia. Fue el coche que mejor resumió el tiempo de frenética alegría y lascivia del rock and roll.

Mi padre tenía un Ford Fairlane, grande y muy sólido, pero era el taxi en el que trabajaba por las calles de Caracas y un coche en el que puede viajar cualquiera que levante la mano desde la acera nunca es del todo tuyo. No hay colectivismo que valga cuando hablamos de estas cosas. Ni siquiera la pintura del coche de papá, bicolor, azul y blanca, terminaba de gustarme.

Yo prefería el Chevy de J., un amigo de la familia.

Chevrolet Bel Air, 1955, ‘Chevy’

Parecía un helado sundae pidiendo un bocado y roncaba como un anciano, pero visto de frente sonreía, se alegraba del camino, y también nosotros sonreíamos, contagiados de nafta, purificados por la promesa de las llantas ribeteadas de blanco, alados por el cromo de la figura estilizada que coronaba el capó, unida a la carrocería por una fusión de apenas un milímetro, expelida, indomable, hacia el vacío.

Two-lane blacktop fue titulada en España Carretera asfaltada en dos direcciones. La estrenaron, sin pena ni gloria, en 1971: una road movie melancólica, una alegoría sobre la derrota final de los ideales hippies dirigida por Hellman, un legendario y valiente francotirador.

Dos jóvenes viajan en un viejo Chevy de 1955 por el suroeste de Estados Unidos, ganándose la vida en carreras ilegales con otros coches con apuestas por medio.

Desde la izquierda, en la foto a color, Laurie Bird, James Taylor y Dennis Wilson

Las figuras principales son arquetipos sin nombre: el Conductor, interpretado por el cantautor James Taylor y el Mecánico, Dennis Wilson, que tocaba la batería en los Beach Boys y era tan bello como el Chevy.

Recogen por el camino a la Chica, una hippie (Laurie Bird) que deambula haciendo autoestop, acaso, escapando de, no queda claro, algo o alguien.

Sólo hablan lo necesario, sobre todo de mécanica.

Se enfrentan en una enloquecida carrera hasta Nueva York con un coche de fabricación industrial que maneja Warren Oates, identificado como personaje por la marca del vehículo, GTO.

Es clara la intención de Hellman de trazar la metáfora dialéctica de dos formas de vida.

Cuentan que el rodaje fue una juerga cabal, que James Taylor, que acababa de grabar Sweet Baby James, se afeitaba con la luz del amanecer, cantando a los Beatles:

He sleeps in the park
Shaves in the dark
Trying to save lightbulbs

Unos años después, en 1979, sintiéndose hinchada de viento, Laurie Bird se suicidó con una sobredosis de somníferos en el lujoso ático de Manhattan que compartía con su novio Art Garfunkel, el de Simon and Garfunkel.

En 1983, Dennis Wilson, que era una piltrafa de párpados lejanos, se ahogó en el Pacífico y James Taylor mezcló su sangre con el marfil de la heroína.

Ni ellos ni yo sabemos dónde ha ido a parar, a qué osario, a qué escarcha, nuestro Chevy, el mejor coche del mundo. Lo fabricaban en 1955, año de mi nacimiento.

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Las diez mejores canciones de Soulandia, reino de Stax

Algunas direcciones deberían tener carácter sacramental. Un ejemplo: 926 East McLemore Avenue, Memphis. En la casa de planta baja había una tienda de discos. En el sótano jugaban los dioses.

El inmueble, no hay casualidades cuando hablamos de las posibles variaciones que adopta el cielo cuando se reproduce en la tierra, había acogido un cine, un cofre para encerrarse con los sueños. De esa vida anterior, el local mantenía la marquesina y pronto colgaron de ella orgullosas letras rojas que bautizaban la sede musical: Soulville USA, algo así como Soulandia, EE UU.

Stax. Las marcas a veces lo dicen todo. El chasquido del ritmo primordial: rozas los dedos y haces música.

Stax fue el mejor sello discográfico de soul de la historia, la alternativa rugiente a la blandenguería coetánea de Motown, cuyos artistas aprendían buenos modales en clases pagadas por la empresa, vestían como responsables jóvenes negros que nunca participarían en un disturbio racial y eran contratados sin miedo en los hoteles de los millonarios blancos. No es posible imaginar a Diana Ross robando una cartera.

En Motown sonreían, en Stax sudaban. Motown era el gueto absorbido por el sistema; Stax, la revolución en marcha. Los nombres de las sedes entregaban indicios suficientes sobre las diferencias: Motown operaba desde Hitsville, Exitolandia. Stax, ya lo he dicho, en Soulville. La máquina registradora contra el alma.

Las canciones de Stax fueron la pólvora de los años sesenta. Cada disco que salía del sótano de la avenida East McLemore era un huracán y, pese a las zancadillas de Atlantic, a quien habían entregado la distribución para concentrarse en la música y sin sospechar que la potente discográfica minimizaría a los artistas de Stax para que no hicieran sombra a los suyos (entre ellos a su buque insignia, la dama del soul Aretha Franklin, que competía en la misma liga), se coló en la banda sonora de la época para no ser desbancado jamás.

Antes de entrar en materia, un apunte aclaratorio: soy fanático de Motown (una discográfica de negros que cantaban para blancos) y sigo escuchando con harta frecuencia las ñoñerías sublimes de The Supremes y las telenovelas de tres minutos de Smokey Robinson and The Miracles. Me pasma como algunos intérpretes del sello de Detroit se atrevieron a acercarse a la sensibilidad lisérgica de los hippies (sobre todo los inolvidables The Temptations) y como otros, con el tiempo, se enfrentaron a las reglas morales de la casa: respeto eterno e inmutable para Marvin Gaye y What’s Going On, llamado con justicia el Sgt. Pepper’s negro.

Pero, aún así, me quedo con la bravuconería de Stax, una discográfica fundada por blancos —Jim Stewart y su hermana Estelle Axton: STewart/AXton = Stax— pero entregada sin reservas a la sensibilidad negra: baile y sensualidad. Y sin perdir perdón.

Este es, en cuenta atrás, mi top ten de Soulandia.

10. Who’s Making Love – Johnny Taylor, 1968
¿Quién está haciendo el amor a mi chica / Mientras yo estoy por ahí haciendo el amor?, se pregunta el Filósofo del Soul, Johnny Taylor, una máquina de gemidos que no tenía nada que envidiar a James  Brown. Who’s Making Love fue su mayor éxito y uno de los primeros de Stax tras la ruptura de la empresa con Atlantic. En la grabación puede escucharse al siempre carnoso grupo de la casa, Booker T. & the MG’s, y al piano es posible adivinar al por entonces todavía desconocido para las masas Isaac Hayes. Taylor, un gran vocalista injustamente colocado entre los segundones del soul, era también un baladista seductor. Murió en 2000, a los 66 años, de un ataque al corazón.

9. 634-5789 – Wilson Pickett, 1966
Palabras mayores. Wilson Pickett (1941-2006), intérprete de al menos medio centenar de canciones fundamentales, encontró en Stax la casa que necesitaba para soltarse como vocalista brioso y funky, uno de los grandes. Quizá este medio tiempo —titulado con el número real de telefóno de la discográfica— no sea una de sus canciones más conocidas, pero sirve para comprobar la amplísima expresividad de su voz, educada, como puede apreciarse, en los coros de gospel de las parroquias y convertida en aullido en las calles.

8. Everybody Loves a Winner – William Bell, 1967
William Bell fue uno de los más activos músicos de Stax, a quienes había entregado en 1961 uno de los primeros grandes éxitos de la casa, You Don’t Miss Your Water. Prefiero Everybody Loves a Winner, un lamento contenido sobre la delgada línea que separa la fama y la bancarrota (Todos aman a un gandaor / Pero cuando pierdes, pierdes en soledad).

7. Green Onions – Booker T & The MG’s, 1962
¡Esto es de 1962, cuando los Beatles aún sonaban como una rondalla! El riff de guitarra de Steve Crooper es un martillo económico pero radical (¡por ese solo darían la vida muchos!), el bajo de Donald Duck Dunn rompe las paredes, la batería de Al Jackson asusta y el órgano de Booker T. Jones es la esencia de lo impecable. Todo el porvenir está en este instrumental: las filigranas de Hendrix, el orgullo de los mod, la estampa del mejor R&B, el ánimo cool del bebopBooker T & The MG’s, la banda de negros y blancos que tocaba en casi todas las canciones de Stax, fue el primer supergrupo de la historia. Hicieron tanto y tan intensamente que parecen de otro planeta. Muchos creen que fueron el mejor grupo de la historia. No es exagerado pensarlo.

6. Walking the Dog – Rufus Thomas, 1963
Mentor y padrino de gran parte de las figuras del northern soul, pionero del rock and roll, padre de Carla Thomas —importante por sí misma—, Rufus Thomas empezó como comediante y nunca dejó de lado la vis cómica en sus canciones directas y divertidas en las que circulaba por el lado brillante de la vida. Walking the Dog, que los Rolling Stones versionaron con nula intensidad en su primer disco, fue uno de los grandes éxitos que grabó en los primeros tiempos de Stax.

5. I’ve Been Loving You Too Long – Otis Redding, 1963
Es muy probable que la evolución musical del soul y el R&B hubiese cambiado de no mediar la prematura muerte del más rutilante y dotado de sus intérpretes, Otis Redding, víctima mortal de un accidente de avioneta en diciembre de 1967, poco después de cumplir 26 años. Es tanta y tan enorme la obra de Redding pese a la tragedia que la truncó antes de tiempo, que esta lista podría limitarse solamente a sus canciones, pero, puestos a elegir, I’ve Been Loving You Too Long es una apuesta segura. Redding, que era un gran compositor —a diferencia de buena parte de los vocalistas de soul, que sólo ponían garganta y sentimiento—, escribió la pieza en la soledad nocturna de un hotel y a medias con Jerry Buttler, el cantante de los Impressions. La lejanía de la persona amada y el sentido de separación que multiplica la entrega y la dependencia brotan, palpables, de la intrepretación, que dejó a los hippies con la boca abierta y en ridículo cuando Redding cantó el tema, unos meses antes de morir, en el Festival de Monterey, demostrando que no es necesario quemar una guitarra en el escenario cuando es tu alma la que está ardiendo. La canción ha sido ampliamente versionada: los Rolling Stones hicieron el ridículo al enfrentarse a una pieza que les viene demasiado grande —Redding les devolvió al favor mejorando Satisfaction con gasolina negra—, mientras que Ike and Tina Turner se pasaron de revoluciones lúbricas —ya se sabe que la contención no es una de las virtudes de Tina—.

4. In the Midnight Hour – Wilson Pickett, 1965
Segunda aparición en este top ten de Pickett —otro que merece un hit parade exclusivo—, esta vez con la inevitable In the Midnight Hour, que el cantante coescribió con Steve Crooper, el guitarrista de Booker T and The MG’s, en un cuarto del motel Lorraine de Memphis, donde en 1968 sería asesinado Martin Luther King. La canción es una de las más recurridas de todos los tiempos (la han tocado desde The Jam —nada mal pese a la reconversión a estilo mod— hasta Roxy Music —patéticos en una recreación de burdel—) pero los copistas harían bien en borrar de la memoria humana todas las versiones: nadie sabe cantar esta propuesta de sexo a medianoche como Pickett, roto y recompuesto en cada verso.

3. Knock on Wood – Eddie Floyd, 1966
La quintaesencia del estilo energético del soul de Stax contenida en tres minutos. Compuesta por Eddie Floyd con la ayuda, otra vez, del incansable Cropper, el primero la canta con poderío, suficiencia y un increible cromatismo. El tema era tan bueno que todo el elenco de cantantes de la casa quiso cantarlo, pero ni siquiera la versión a dúo de Otis Redding y Carla Thomas se acerca a la original.

2. Hold On, I’m Comin’ – Sam & Dave, 1966
Samuel David Moore y Dave Prater, tenor alto y barítono respectívamente, cantaban juntos como Sam & Dave sin mayor gloria desde 1961. Todo cambió cuando ficharon para Stax cuatro años más tarde y uno de los tándems de compositores de la casa, David Porter e Isaac Hayes, comenzó a entregarles canciones resueltas, altivas y animosas que empujan a la ceremonia del baile desde la primera progresión de acordes. Hold On, I’m Comin’ es uno de esos himnos, quizá el más potente, y demuestra la influencia de las candentes maneras interpretativas del dúo en artistas posteriores como Bruce Springsteen, que siempre ha señalado a Sam & Dave como referencia.

1. (Sittin’ On) The Dock of the Bay – Otis Redding, 1968. Una de esas canciones que son patrimonio de la humanidad con más merecimiento que cualquier catedral gótica. Conocida, no creo exagerar, por nueve de cada diez habitantes del planeta, contiene un mensaje de dulce saudade que todos merecemos compartir. Grabada pocos días antes de la muerte de Redding y editada pocas semanas después del entierro —fue el primer número uno póstumo de la historia de las listas de éxito—, nadie creía en la sencillez pop de la balada, ni siquiera la viuda del cantante, que hizo todo lo posible por evitar la publicación porque estaba convencida de que decepcionaría a los seguidores del cantante más carismático de Stax. Redding y Steve Cropper —ya sabemos quién era el genio musical de la discográfica— compusieron el tema en una casa flotante de la bahía de San Francisco, donde descansaban tras el Festival de Monterey. Redding, un tipo físico (190 cm. de altura y 100 kilos de peso) pero muy abierto a las emociones, estaba convencido de que el soul debería migrar, como lo estaba haciendo el rock, hacia terrenos más eclécticos y menos dominados por la fórmula. Le encantaban los discos psicodélicos de los Beatles y pretendía hacer algo parecido con el R&B.

La abigarrada historia de Stax no merece el límite de diez canciones que le ha otorgado esta entrada. Para quienes deseen inmersión completa, el cofre de diez discos The Complete Stax/Volt Singles: 1959-1968 es la opción definitiva: permite apagar la luz, cerrar los ojos y someterse.

Los necesitados de comprobación audiovisual del tóxico poder del mejor soul de la historia pueden acudir a la visión del documental que inserto más abajo: los cabezas de cartel de la discográfica tocando y cantando en directo en la televisión noruega en 1967. Atención a la temperatura ascendente de la fiebre del público: dos centenares de jóvenes nórdicos que empiezan el concierto con cierto aire de arrogante escepticismo y acaban queriendo llevarse con ellos a casa a Otis Redding.

Dos vídeos más cierran el post con extractos de la memorable actuación de Redding en el festival de Monterey, quizá una de las mejores descargas en directo de la historia del pop.

[Este texto fue publicado por vez primera en mi web personal]

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Medio siglo de ‘Tapestry’, la paz inesperada de Carole King en un año febril

Recuerdo con perfecta objetividad la sensación primera cuando escuché Tapestry: alivio y paz.

Hoy pueden parecer emociones simples, pero en febrero de 1971, hace medio siglo, tenían calado revolucionario. La habitación estaba demasiado cargada y las anfetaminas habían enloquecido a demasiados. Era imposible no querer a Carole King en aquel tiempo atolondrado.

¿Recuerdas cuando las carpetas de cartón de los vinilos te chivaban, antes de que sonase la música, las vibraciones que encerraba el disco?

Ésta es el paradigma: la casa en Laurel Canyon, barrio de los buscadores (Crosby, Stills and Nash, Joni Mitchell, Frank Zappa, Buffalo Springfield, Eagles, Jackson Browne…), el tapiz bordado por ella, el gato Telémaco, los pies descalzos, los rizos libres, la simpleza del jean y el jersey de lana… Ya dije, alivio y paz.

El disco, 50 años después, sigue conservando todos los valores: maravillosas canciones, producción comedida, intimidad, atmósfera de sueño posible…

Ni siquiera la condición sagrada de las ventas (25 millones de copias en todo el mundo, 15 semanas seguidas en el número uno de los hit parade —un disco low y de sensibilidad femenina en 1971 era una rareza inesperada—) ha contaminado la pureza inicial.

El background es puro material de archivo que ya no conserva sentido alguno y que no debes mencionar a no ser que te importe poco ser señalado como el abuelo que cuenta batallas en la fiesta, pero entonces no podías esquivarlo.

Carole King, que tenía 29 años cuando grabó Tapestry, había compuesto, diez años, antes Will You Love Me Tomorrow (The Shirelles), Halfway to Paradise (Tony Orlando), Chains (The Cookies), The Locomotion (Little Eva), Take Good Care of My Baby (Bobby Vee) Some Kind of Wonderful (The Drifters) y decenas más de canciones para enamorarse.

Carole King y Jerry Goffin en torno a 1959

En aquel entonces King trabajaba con Gerry Goffin, su marido [murió en 2014, a los 75 años]. Se habían casado de penalty a los 17 y tuvieron que dejar el instituto, pero eran tan buenos componiendo que ganaban más dinero en un mes que sus cuatro padres juntos en varios años.

La pareja de teenagers prodigio se separó en 1968 con formas amistosas. Tenían dos hijos y seguían consultándose uno al otro opciones musicales, pero Goffin empezó a enloquecer y sometía a King a un calvario de dominación que incluía ceremonias morbosas.

Todo cambió cuando ella se trasladó a Laurel Canyon, el suburbio bohemio de Los Ángeles, y se atrevió a cantar. Tapestry, donde colaboran Joni Mitchell y James Taylor, sigue tocado por la bendición de esa nueva vida.

Este vídeo recoge la duración completa de un miniconcierto de King en 1971. Está grabado poco después de la edición del disco. Pasmen y luego traten de responder a la pregunta que me hago desde 1971: ¿cómo es posible no querer a Carole?

[En origen escribí esta pieza para un diario. En el segundo episodio del podcast, 1971, el año menos aburrido de la historia del rock, una de nuestras opciones para demostrar la certeza de título fue Tapestry]

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¿Quién era Bowie: un pasajero, un doble, un artesano, un antifaz…?

Recién salido de un recogimiento de diez años, David Bowie, uno de los artistas más valientes de nuestra era, regresó en 2013 para vivir en público la que sería la última etapa de su vida. El retorno se inició con una exposición que permitía la entrada en los archivos personales del músico y analizaba un cegador legado. La muestra recorrió medio mundo e intentaba responder a la pregunta de quién era David Bowie. Tuve la suerte de ser el primer periodista español en escribir sobre la exposición, días antes de que se inaugurara en el museo Victoria & Albert (V&A) de Londres. Ahora, cuando se cumplen cinco años de la muerte del artista, republico la reseña, que apareció en la desaparecida revista Calle 20 [en el PDF alojado en el vínculo figuran todos los créditos de las imágenes].

David Bowie es…

… el miedo al pasajero negro

El hombre se acostó sobre las vías, glaciales por el frío severo de la mañana de enero de 1985 en el sur de Londres, y apoyó la cabeza como si el riel fuese la mejor almohada. Segundos después le pasaron por encima diez vagones de un tren expreso colmado de oficinistas. Iban en camino hacia la forma de muerte lenta que llamamos jornada laboral.

El cadáver pertenecía a un paciente ingresado con diagnóstico de manía depresiva y esquizofrenia en un hospital psiquiátrico cercano. El día anterior había ejecutado los preparativos de la misma ceremonia suicida, pero se levantó del carril ferroviario cuando el tren ya estaba a la vista. «No puedo hacerlo. David vendrá a buscarme hoy y me llevará con él», dijo.

Se llamaba Terry Burns, tenía 47 años y era hermano por parte de madre de David Bowie. El músico, que ya era una estrella planetaria, no fue al oficio fúnebre. Envió rosas y una tarjeta que parecía escrita por un Nexus 6: «Viste cosas que nosotros sólo podemos imaginar y todo se ha perdido como lágrimas en la lluvia. Dios te bendiga».

La fragmentación persistente de Bowie (un artista que pese a los 140 millones de discos vendidos sigue en estado de reinvención) es una respuesta contra la angustia al pasajero, al alien negro que nos habita. En su obra —un laberinto donde la víctima goza del extravío— hay al menos veinte canciones dedicadas a la locura, además de un disco completo, 1.Outside (1995), consagrado a explorar, como él mismo escribió, el «desconcierto de la sangre, nuestro enemigo».

Si la rama materna de tu linaje está poblada por ancestros saturnales y suicidas («somos una familia de mutilados emocionales») tienes justificados motivos para el pánico. La carrera del músico, que el 8 de enero cumplió 66 años, puede entenderse como la terapia de colocarte al borde del acantilado para saber si deseas o no el salto.

… el habitante del museo

El Victoria & Albert (V&A) de Londres, el mayor museo del mundo dedicado a las artes aplicadas, inaugura el 23 de marzo David Bowie is, una exposición que reconstruye el quebrado y cegador paisaje emocional de uno de los artistas más valientes y misteriosos de nuestra era. La muestra, en cartel hasta el 28 de julio, está montada con 300 objetos del archivo personal del músico, que nunca antes había permitido el acceso a su gabinete de curiosidades, posesiones y recuerdos.

Motivo suficiente para ir buscando un billete low cost a la capital del Reino Unido, David Bowie is… muestra la afilada inteligencia de un creador intuitivo, un «regenerador» capaz de «adaptar y pulir» la música según el clima cambiante de las últimas cinco décadas, como señala en el catálogo el musicólogo Howard Goodall. Los curators Victoria Broackes y Geoffrey Marsh, que estuvieron seis semanas en Nueva York buceando en el archivo, añaden que Bowie ha «sintonizado el mainstream popular con la vanguardia sin comprometer su poder liberador y subversivo».

La muestra no aspira a la cronología. Al contrario, está conjugada en presente. «Queremos explorar el significado cultural de Bowie hoy», dice Broackes a Calle 20. «La amplitud de sus influencias lo convierte en un conducto hacia la cultura del siglo XX. Ha influido intensamente en moda y estilo, pero no es sólo eso. Sus fuentes van del expresionismo alemán, hasta el surrealismo, el teatro de la crueldad, el cine, la literatura, la chanson francesa, la danza moderna…».

… el progenitor del doppelgänger

Desde 1964, cuando editó su primer single, Bowie palpó el poder del pop y los escenarios como pantalla colectiva de sueños. En el inicio del camino le animó su medio hermano y futuro suicida Terry Burns, que le había introducido en los ambientes bohemios del Soho y en la literatura de afiebrada libertad de los beat. Hasta junio de 2004, sesenta años más tarde, cuando el músico sufrió un ataque al corazón e inició un discreto retiro —roto por sorpresa en enero con el tristísimo sencilloWhere Are We Now?, avance del primer álbum en una década, The Next Day—, Bowie ha sido el médium que ha traído al pop, de una mano, a Brecht, Blake, Artaud, Ballard, Orwell, Nietzsche, Weill, McLuhan y Burroughs, mientras de la otra nos ofrecía glamour, diseño, alta costura, cabaret, teatro kabuki, cocaína, electrónica, azar, polisexualidad, sci-fi-rock, zapatos de plataforma, prerrafaelismo, ambient y minimal.

No hay antecedentes para esta pluralidad y poder de transfiguración, llevados al extremo en la construcción de doppelgänger, dobles fantasmagóricosque a punto estuvieron de apoderarse de la persona y llevar a Bowie a la profundidad de la locura que tanto le sobrecoge: primero Ziggy Stardust, el vaquero galáctico, vulgar, deseable y andrógino, y luego The Thin White Duke (El delgado duque blanco), un desaprensivo paranoico incapaz de la empatía. Al primero tuvo que matarlo porque se sentía como un robot a sus órdenes. El segundo estuvo a punto de matar a su creador: el artista perdió peso hasta necesitar ayuda para moverse, creyó que necesitaba un exorcismo, se interesó por el ocultismo, la magia negra y los nazis.

… el maestro artesano

Arthur Conan Doyle sostenía que el cerebro humano es un «ático vacío» que los necios llenan con insensata constancia creyendo que la paredes son elásticas, mientras que los artesanos colman la estancia con materia útil. La construcción entreverada de cada elemento en juego en el masaje del pop ha sido la gran disciplina de Bowie, una persona muy culta, curiosa en grado sumo y, al contrario que otros músicos de su generación, conocedor honrado de todos los estilos —»músico de músicos» le han llamado—.

«Dirige cada aspecto de su trabajo, desde el vestuario a las portadas de los discos, pasando por la escenografía y el decorado de los conciertos e incluso el merchandise que pone a la venta en las giras», dice Broackes.

David Bowie is… despliega la capacidad de proyección de un artista astuto e inesperado que ha convertido al público en voyeur y ansioso coleccionista de metamorfosis. La exposición está organizada en cuatro sectores: la génesis del personaje, las estrategias creativas, los vestuarios y los productos audiovisuales. La escenografía es de 59 Productions —estudio responsable de las ceremonias olímpicas de Londres—, que propone una inmersión sensorial en los vídeos y películas de Bowie, y en el diseño del sonido se estrenará tecnología de última generación de Sennheiser.

… el último expresionista

Una de las joyas es un proyecto nunca antes mostrado en público: la película que Bowie concibió como prolongación del disco y la gira Diamond Dogs (1974). Los storyboards dibujados a mano y las detalladas notas de puño y letra que se exhiben bosquejan un film desarrollado en Hunger City, una ciudad temible por su perversa actualidad. El personaje central, Halloween Jack, comanda una tribu de jóvenes patinadores consumidores de mealcaina, una droga que conduce a un éxtasis de bajo nivel: estás despierto pero no sientes.

La inspiración es dual y vuelve a poner de manifiesto la excelencia de Bowie como colonizador cultural: el acabado expresionista está inspirado en El Gabinete del Doctor Caligari, la película de Robert Wiene de 1919 sobre un psiquiatra enajenado que induce a un sonámbulo a cometer asesinatos, y la pandilla de peligrosos teens buscavidas proviene de las historias que Bowie oyó contar a su padre, trabajador de refugios infantiles para niños de la calle, sobre grupos de jóvenes outsiders que sobrevivían por su cuenta en los tejados del Londres victoriano.

… el antifaz

En 1973 el diseñador Kansai Yamamoto hizo una extravagante capa para una de las transmutaciones de Bowie, Aladdin Sane (A Lad Insane, Un tipo loco), el muchacho con la cara truncada por un rayo. Los sinogramas kanji dibujados en la capa son un emblema vital: «uno que escupe palabras fieramente«.

Para vestir a los muchos golem que ha creado y personificado, Bowie ha acudido con las ideas muy claras a los señores de la moda. Los bodysuits de vagabundo estelar de Ziggy fueron encargados a Freddie Burretti según instrucciones casi cerradas. Lo mismo sucedió con el Pierrot azul de Scary Monsters (and Super Creeps) (1980) y la levita con la Union Jack de Alexander McQueen para Earthling (1997). Fue Bowie quien dió instrucciones a los costureros.

La exposición del V&A enseña las muchas pieles que el reptil ha germinado y abandonado en el camino de la infinita mutación. «Cuando descubrí a David Bowie era una jovencita en Roma. Me electrificaron su voz y su enigmático personaje. Desde Ziggy Stardust hasta The Thin White Duke, su valiente espíritu de inventiva ha permanecido dentro de mí y todavía es una constante fuente de inspiración», dice Fridda Giannini, la directora creativa de Gucci, que apadrina la muestra de Londres.

… 30º cumpleaños en Berlín

Bowie cumplió 30 años en Berlín en 1977, mientras el punk asolaba el Reino Unido. Propuso un paisaje sonoro frío sobre la decadencia de Europa en los tres discos que grabó en la capital alemana en los dos años siguientes, Low, Heroes y Lodger, y el par que fabricó y produjo al mismo tiempo para su amigo Iggy Pop, The Idiot y Lust for Life. Son profecías sonoras sin las cuales no sería posible el futuro musical que conocemos.

Desde entonces la constatación al escuchar música nueva es la paternidad absoluta de Bowie. Sin los discos de Berlín no serían posibles el trance, el synth-pop,Aphex Twin, Arcade Fire, Animal Collective, Panda Bear… Mires en el espejo que mires la imagen seminal es la misma. Una frase-eslogan reduce la cuestión a términos exactos: There’s Old Wave / There’s New Wave / There’s David Bowie (Hay vieja ola / Hay nueva ola / Hay David Bowie).

… un ser humano (y un cuchillo y una araña)

David Robert Jones (nombre de nacimiento) creció en un hogar cercenado por las heridas emocionales del padre durante la II Guerra Mundial y la frialdad de la madre, cerillera en un cine. Barrios: Brixton primero y Bromley después, en el sur de Londres. En el colegio destacó como bailarín. «Se mueve como un reptil», decían los profesores. Quiso ser teddy boy porque adoraba el griterío espasmódico de la loca Little Richard.

Estuvo a punto de ingresar como novicio en un monasterio budista. «Vete de aquí, tú eres un artista, no un monje», le recomendó el gurú. Usó el nombre artístico David Bowie por primera vez en 1967. Tomó el apellido de un tratante de esclavos del siglo XIX.

Fue dueño de una empresa de especulación bursátil durante los años de esplendor del capitalismo salvaje. Se ha casado dos veces. Desde 1992 su mujer es la top model Iman.

Bowie es también el nombre de un cuchillo de pelea.

En las selvas húmedas de Malasia fue descubierta en 2009 una araña gigante bautizada como Heteropoda davidbowie. Es peluda y amarilla.

David Bowie mide 178 centímetros. En escena parece más alto.

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David Bowie: el alien era humano

David Bowie hubiese celebrado hoy su 74º aniversario. En dos días, el 10 de enero, se cumplen cinco años de su muerte, a los 69, por un cáncer. Dos días antes, en un ceremonia programada al detalle, había editado sú último disco, Blackstar, un hasta luego a la vida terrenal y el mundo. Dada la confluencia de efemérides y resonancias de este momento recuerdo una pieza que publiqué por primera vez cuando el artista estaba a punto de cumplir 65.

David Bowie retratado por Lord Snowdon, 1978

La foto es la de un paradigma. 178 centímetros de elegancia, donaire e inteligencia.

David Bowie es algo más que un multiartista. Su gesto deviene en símbolo de decadencia, astucia, sensibilidad y glamour. Es uno de los iconos del siglo XX y, pese al desgaste causado por los watios de la fama, supo transformarse y ser inesperado con un fragor arriesgado e impropio de las megaestrellas.

Encantador y fascinante, el más plural de todos los creadores pop de la segunda mitad del siglo XX, parece haberse retirado sin anuncio previo.

El ataque al corazón del que se acaban de cumplir siete años rompió la carrera de un tipo que en enero celebrará 65 y no ha dejado casi nada por hacer desde que debutó en 1964.

El año que viene se reeditarán todos sus discos y el inmenso catálogo de música inédita que atesora Bowie, prolífico hasta niveles que incluso parecen temerarios.

Entre tanto, este parece un buen momento para reivindicar su obra y abordar algunas facetas artísticas y privadas.

David Jones, 1955

1. Cicatrices. Los padres de Bowie habían sufrido. Haywood Stenton Jones (1912-1969) soñaba cada noche con un infierno de munición y carne lacerada. Como fusilero real en la II Guerra Mundial había combatido en África y Francia. Padeció durante toda su vida de estrés postbélico. Trabajaba en Barnardo, una red de casas de acogida para niños huérfanos. La madre, Peggy Burns (1913-2000), era cerillera en el Ritz Cinema.

En la familia Burns había una tradición de enfermedades mentales severas, sobre todo de tipo sicótico.

David Robert Jones, nacido el 8 de enero de 1947, adoraba a su padre y sentía que su madre era desapegada y fría. Vivían en el número 40 de la calle Stafield, en Brixton, un barrio del sur de Londres en el que también había crecido Charlie Chaplin.

Bowie ha mitificado su infancia, tiñéndola de enfrentamientos entre pandillas en los baldíos sembrados por los escombros de los bombardeos nazis. Lo cierto es que era un chiquillo faldero que pocas veces salía de casa.

En 1953 la familia se mudó a la cercana zona de Bromley. David fue admitido en el coro del colegio y en el cuerpo de baile, donde destacó especialmente por sus movimientos de reptil.

Bowie y George Underwood, su mejor amigo en la escuela técnica, 1962

2. Dios se llamaba Little Richard. Su interés por la música nació de un regalo paterno: una colección de singles que Haywood  trajo a casa en 1956. Incluía todo lo necesario para encender la llama: Frankie Lymon and the Teenagers, The Platters, Fats Domino, Elvis Presley, Little Richard.

«Cuando escuché  Tutti Frutti tuve la impresión de haber oído la voz de Dios», diría Bowie años más tarde.

Empezó a recibir clases de música. Como estudiante seguía siendo malo: no obtuvo la nota suficiente para entrar en un instituto y se matriculó en diseño gráfico en la escuela técnica de Bromley, donde le cayó en gracia al profesor de Arte, Owen Frampton, padre del alumno Peter Frampton, que tocaría con Humble Pie y terminaría siendo una de las caras bonitas del rock middle of the road de los setenta.

El mejor amigo de Bowie era George Underwood. Ambos querían ser estrellas, ambos se peinaban como teddy boys. En la primavera de 1962, en un arranque de furia porque Bowie intentó seducir a una chica a la que pretendía Underwood, éste le pegó a su colega un tremendo directo en el ojo izquierdo. El golpe afectó a los músculos que contraen la pupila, que quedó dilatada permanentemente, dando la apariencia de tener un color diferente al del otro ojo. La mirada de alien sería muy bien explotada por Bowie en el futuro.

The King Bees, 1964 (Bowie, en el centro. Underwood, a la derecha)

3. Nombre de tratante de esclavos. Bowie (que todavía no había cambiado su nombre artístico y se presentaba por la filiación de nacimiento: David Jones) se rodó en grupos de todo pelaje desde los 15 años.

Fue mod, quiso aprovechar el impacto en el Reino Unido del blues negro e hizo versiones de The Who y The Kinks. Su primera grabación apareció en single en junio de 1964: Liza Jane, un arreglo de una canción tradicional del folk inglés con el añadido de un riff de guitarra robado a Howlin’ Wolf. Apareció firmada por David Jones and The King Bees. Fue un desastre, aunque el músico la recuperó con un arreglo decoroso para su álbum maldito Toy, un disco que archivó en 2001 y colgó en Internet diez años más tarde.

El primer disco como solista salió tres años después, un sencillo con The Laughing Gnome como canción estrella: una indigestión de sicodelia, cabaret y estilo vocal acelerado en el estudio en plan The Chipmunks. El consiguiente álbum no mejoró el percal. Lo firmaba David Bowie, que apareció por primera vez como marca artística. Tomó prestado el apellido del personaje que interpreta Richard Widmark en la película El Álamo, James Bowie, un tratante de esclavos y mercenario buscafortunas del siglo XIX que inventó el cuchillo de pelea que lleva su nombre.

Primera actuación de David Bowie, 16 de agosto de 1969

4. Ignición. Bowie tenía sueños de grandeza y demasiado afán por demostrar sus talentos para llegar rápido a la cima. El batacazo de las primeras grabaciones provocó una profunda depresión, pero encontró a tres personas que le cambiarían la vida: el bailarín, actor y performer Lindsay Kemp, que le dió clases de interpretación y danza, le hizo abrir los ojos a la necesidad de dejar aflorar los sentimientos y le presentó a la bohemia londinense, donde abundaban los gays, travestis y toxicómanos; el manager Ken Pitt, que hizo escuchar a Bowie por primera vez a la Velvet Underground, y el productor Tony Visconti, un sagaz y competente mago del sonido con el que no dejaría de colaborar hasta 2003.

Cuando editó la canción y el álbum Space Oditty (1969), alejados de la confusión pasada, contenidos, tensos, poblados por seres alienados e incapaces de entenderse, Bowie dio un aviso de lo que nos esperaba: una obra que se mantuvo en la vanguardia durante cuatro décadas y situada a la misma altura que las de los Beatles y los Rolling Stones por influencia e impacto en la cultura pop.

Bowie y Angie se casan. Entre ambos, mamá Peggy. Marzo, 1970

5. Angie y la mansión victoriana. La primera esposa de Bowie, Angela Barnett (1949), era una modelo de medio pelo y una mala actriz, pero jugaba con la extravagancia —olía meados de gatos para, decía, «refinar el olfato»—, cierto cosmopolitismo, sexualidad deshinibida y un carácter de armas tomar.

Se casaron en 1970 tras un noviazgo relámpago y se establecieron en la mansión victoriana de Haddon Hall, centro social del todo Londres durante la década siguiente. Jugaban al escándalo con maneras infantiles (convocvaban con urgencia a la prensa para confesar gustos sexuales), bebían vino blanco y empezaron a consumir cocaína.

Su influjo en la carrera de Bowie fue casi siempre perverso —le obligó a despedir al agente Pitt, por ejemplo— y, tras el divorcio, en 1980, se ha dedicado a escribir biografías con detalladas escenas de sexo y depravación. Su página web (Angie Bowie) es un ejemplo de la calaña del personaje. Es un rumor infundado, por cierto, que la canción de los Rolling Stones Angie esté basada en su figura. Es verdad que tuvo una gran influencia en la creación del personaje más memorable de su marido, Ziggy.

Ziggy Stardust and The Spiders from Mars en la BBC (a la derecha, Mick Ronson), julio, 1972

6. «Vienen a por vuestras hijas. ¡Y también a por vuestros hijos!«. El 6 de julio de 1972, el programa de la BBC Top of the Pops emitió el que sería un momento de epifanía generacional: la actuación de Ziggy Stardust and the Spiders From Mars interpretando Starman. La prensa sensacionalista publicó al día siguiente titulares de este calibre: “No han venido sólo a por vuestras hijas. ¡También quieren a vuestros hijos!”. Bowie había creado el glam rock: andrógino, equívoco y polisexual. El alter-ego del cantante, Zyggy Stardust, homenaje a Iggy Pop, era una especie de vaquero galáctico, maquillado como una reinona y dispuesto a escenificar una felación con el mastil de la guitarra de Mick Ronson (1946-1993). Las canciones eran bellas, de melodías irresistibles, letras sci-fi y arreglos musculosos. Bowie sufrió problemas personales graves con Ziggy: llegó a sentir que el personaje invadía a la persona y que se estaba volviendo loco. «Fuera del escenario era como un robot en manos de otro ser», dijo años después.

Cocainómano y desaprensivo, 1974

7. Años blancos. Convertido en estrella planetaria, autor de tres discos perfectos en sucesión –The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars (1972), Aladdin Sane (1973) y Diamond Dogs (1974)-, a Bowie se le fue de las manos la fama. Consumía cocaína en cantidades groseras, estaba convencido de que necesitaba un exorcismo —lo intentó con varios gurus de pacotilla—, perdió peso hasta padecer problemas para moverse, se interesó morbosamente por el ocultismo, la magia negra y los nazis, dejó de componer y de tener amigos…

Cuando intentó reencarnarse, eligió un personaje peligroso, The Thin White Duke (El delgado duque blanco), un desaprensivo, paranoico y frío mutante que predicaba el ultraconservadurismo y era incapaz de hilvanar dos frases consecutivas con sentido. Se pasó al funk gélido y grabó un par de discos en los que hay algunos restos de genio pero mucho material de relleno: Young Americans (1975) y Station to Station (1976). En 1978 intentó suicidarse tomando una sobredosis de somníferos, pero no fue capaz y se tiró escaleras abajo. Se rompió la nariz.

Edificio de los Estudios Hansa, Berlín

8. «El lugar donde están todas las chicas y todas las drogas«.  Durante una temporada se recluyó en una villa cerca del lago Ginebra (Suiza) para tratar de calmar a los demonios. Pintó acuarelas y escribió canciones otra vez.

En un giro inesperado y casi milagroso, su trazo musical se enfocó en el minimalismo. En una visita a Berlín conoció los estudios Hansa, uno de los cuarteles del experimentalismo alemán.

En el destartalado edificio nacieron, con la ayuda inspiradora del productor Brian Eno y la guitarra desaforada de Robert Fripp, los mejores discos de la carrera de Bowie, la llamada trilogía berlinesa: Low (1977), Heroes (1977) y Lodger (1978), obras que cambiaron el curso de la música pop del siglo XX y que predecían el ambient, el trance y el synth-pop.

Mientras el mundo pasmaba con los eructos del punk, Bowie proponía la edificación de un paisaje sonoro sobre la decadencia de Europa.

En estos años fue también el productor y coautor de las dos obras magnas de Iggy Pop como solista, The Idiot y Lust for Life, ambos editados en 1977.

Con Iman Abdul Majid, 1990

9. Hombre de mundo. Actor, multimillonario, casado (1992) con la top-model Iman, propietario de una empresa de especulación bursátil, el paso por el mundo de Bowie desde finales de los setenta ha sido el de una megaestrella más.

Musicalmente su producción reciente tiene poco interés [post script: escribí esto antes de la edición de los soberbios The Next Day (2013) y Blackstar (2016), últimos álbumes de Bowie antes de morir]. Ha tanteado con el noise y la electrónica y ha salido siempre malparado o, aún peor, ridiculizado.

Compró varias mansiones mundo adelante (Nueva York, Los Ángeles, las Bermudas, Londres), pero se estableció legalmente en Irlanda para escapar de sus obligaciones fiscales en el Reino Unido.

«Quiero hacer música tan poco comprometida que me quede sin audiencia», dijo con bastante sinceridad en una entrevista.

En 1997 celebró su 50º cumpleaños durante una actuación en Nueva York. Le acompañaron gran parte de sus hijos musicales: Robert Smith (The Cure), Frank Black, Dave Grohl…

El gran ausente fue Iggy Pop, con el que nunca ha vuelto a relacionarse, pese a que llegaron a ser hermanos de sangre, amantes y colaboradores. Tampoco acudió Mick Ronson, el extraordinario guitarrista que le ayudó a construir a Ziggy Stardust. Había muerto de cáncer en 1993 y organizaron un festival póstumo en Londres pero Bowie se negó a tocar porque se trataba de un show «demasiado modesto» para un artista de categoría planetaria.

10. Corazón roto. El 25 de junio de 2004, Bowie sufrió un colapso tras una actuación en Scheesel (Alemania). Era un ataque al corazón causado por un trombo en una arteria. Más de un año después regresó a los escenarios para cantar la versión de Starman del vídeo de arriba. Alguien le comparó, no sin razón, con Frank Sinatra. Los pantalones excesivamente cortos, las pantorrillas sin calcetines, el vendaje en el antebrazo… eran conmovedores y tristes. El alien, por primera vez, parecía humano.

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Sin villancicos

Foto: Jose Ángel González [digital, químico]

Suspendido el podcast de esta semana porque no tenemos voz para villancicos, pero sí para desear a todos (los 800 suscriptores, los 15.000 que han escuchado o bajado episodios) la ventura que 2020 no quiso darnos. Un futuro, compañeros, como una carretera abierta al futuro.

[Sigue vigente el último episodio, que es también un regalo digno de cualquier Navidad: la orografía musical de un territorio donde anidan lo infernal y lo celestial]


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El disco desenfrenado de George Harrison cumple 50

Mi primer All Things Must Pass era un disco en blanco y negro, con probabilidad con el bitono que merecía mi vida entonces, a los 15 años: trabada por la bisoñez, condicionada por el culpable exceso de peso por consumir demasiados refrescos carbónicos y marcada por la mala fama de ser uno de los mejores alumnos del colegio Santo Tomás de Aquino, un gueto montado por curas dominicos y españoles en el barrio de Campo Alegre, en una zona de clase media y media alta de Caracas.

Adoraba a los Beatles y aún me dolía la quiebra del grupo, que todavía imaginaba con posible vuelta atrás cuando George Harrison publicó, en noviembre de 1970, el excesivo triple elepé con el que debutaba como solista (tenía un disco anterior, Wonderwall Music, una boutade electrónica de 1968, pero no contaba, era una insufrible tontería).

Mi familia no podía permitirse caprichos y tuve que pedir algo de dinero a mi madre, financiadora bien dispuesta y amiga de los Beatles, a quienes había empezado a entender por la música que emergía de mi cuarto con la pretensión de que llegase a la calle y el mundo entero adquiriese consciencia de mi beatlemania. Todos los fieles de cualquier culto terminan por ejercer el apostolado.

El disco es noticia mundial estos días porque cumple 50 años. Dado que los periodistas hemos abandonado a las personas para dedicarnos a las fiestas de aniversario y otras efemérides, All Things Must Pass tiene permiso para ser sacado de contexto y juzgado con la complacencia obstinada del fanatismo y la ceguera.

George Harrison en el retrato que repartían los Beatles en el interior del ‘álbum blanco’. La foto la hizo John Kelly en 1968.

De chiquillo y adolescente me caía bien Harrison. Me gustaban mucho algunas de sus canciones, sobre todo la frenética y sincopada Taxman, la canción que abría el mejor elepé de los Beatles, Revolver (1966), y que yo no tenía edad para analizar con justicia como lo que era: una pataleta de millonario quejándose de que los ricos, por decisión de los laboristas británicos, tuviesen que pagar más impuestos. Ajeno a ese pecado de hippie acaudalado, Harrison me parecía incluso atractivo: era el que vestía con mayor elegancia y a quien sentaba mejor la pelambrera.

Sabía, ¿cómo no estar al tanto si conviví con aquellos cuatro desde que usaba pantalones cortos?, que John Lennon y Paul McCartney, los dos padres priores del grupo, no admitían la entrada de Harrison en la gerencia artística de la banda, reduciendo la cuota del beatle silencioso a dos canciones por álbum.

También era pública la atormentada gestación del disco doble The Beatles (1968), que todos conocíamos como álbum blanco.

Por último, también me resultaba cercana la propensión de Harrison por los gurús embaucadores, el budismo para turistas y el supuesto remedio milagroso hacia la santidad que vendía la Meditación Trascendental, una organización que sería calificada como sectaria y peligrosa en medio mundo y que, pese a ello, intentaría saltar a la política —con la ayuda de Harrison, que concurrió en las listas electorales de la camarilla del saqueador Maharishi en las elecciones locales de Liverpool en 1992—

Portada modificada con la que fue editado en CD ‘All Things Must Pass’

Enumero algunas circunstancias chocantes y silencios casi delictivos que, en mi opinión, convergen en la gala de festejos universales dedicada al 50º aniversario de All Things Must Pass. Algunos parten de las mismas dudas que me asaltaban a los 15 años —¿por qué esos planteamientos reaccionarios de millonario?, ¿que valor encontraba en un payaso como el Maharishi?…—, pero otros son de 50 años más tarde, de ahora mismo.

No se menciona el impacto sobre Harrison de Bob Dylan y The Band, a quienes visitó en el retiro montañoso de West Saugerties. Regresó convencido de que era necesario volver a la simpleza y hacer música con olor a tierra porque los abuelos siempre serán superiores a los nietos.

Harrison y Dylan grabaron maquetas, de sonido pobre, en la casa campestre del segundo en 1968 y en un hotel de Nueva York dos años más tarde. Algunas terminaron siendo reconsideradas en All Things Must Pass.

Tampoco se habla apenas de la gira por Europa de Delaney and Bonnie Bramlett, la pareja artística y matrimonial que acogió como escuderos a Harrison y a Eric Clapton.

El elenco de músicos calientes que tocan en All Things Must Pass procede del colectivo que acompañaba a los Bramlett y que fueron seleccionados por Harrison tras los conciertos de la gira. Apenas se les nombra en las glosas de la efeméride y considero de justicia hacerlo: Carl Radle, Jim Gordon, Bobby Whitlock, Billy Preston, Jim Price, Bobby Keys, Rita Coolidge y, claro está, Delaney & Bonnie.

Se elude también en nueve de cada diez crónicas el espinoso asunto del plagio de Harrison al cuarteto vocal femenino The Chiffons, a quienes birló la canción He’s So Fine para construir el primer single del triple disco, My Sweet Lord, el tema más conocido y más vendido del exbeatle.

Tras años de litigio, Harrison fue multado con 587.000 dólares de indemnización por «plagio inconsciente», potencialmente provocado por un supuesto caso de criptomnesia, el fenómeno ilusorio de recordar algo que está almacenado en la memoria pero no se experimenta como un recuerdo. El proceso fue una absurda comedieta y parece cristalino que todo era fruto de un arreglo para, uno, multar con una cantidad asumible pero ejemplar al ídolo, y dos, buscar una trama que cuadrase con el buenismo del personaje.

Finalmente, como cuarto asunto silenciado por el fervor de la celebración, echo en falta un análisis ajeno al fandom de la música contenida en All Things Must Pass.

Aunque no pongo en duda —¿cómo hacerlo?— la intensa belleza de algunas piezas (Beware of Darkness, Isn’t It a Pitty y Art of Dying son mis favoritas), la producción del siempre problemático Phil Spector no es la adecuada: como es habitual en el Napoleon del pop resulta abigarrada, pero esta vez es incluso pomposa, y rebaja el sentimiento de las canciones. Basta repasar para comprobarlo alguna de las muchas demos acústicas de fácil acceso para comprobar que superan a las que fueron editadas y añorar un disco más limpio y de sonido más cercano al oyente.

Otra indefendible arrogancia, muestra de la necesidad de desenfreno que parece aquejar al artista, son los casi treinta minutos de improvisaciones, las conocidas como apple jams, donde Harrison y la multitud de músicos-colegas invitados parecen contagiados por el peor humor inglés y todas las sustancias que el oyente puede atisbar en tanta majadería.

[El primer episodio del podcast, Los Beatles en 1970: qué hicieron además de disolver el grupo, repasaba pormenores y circunstancias sobre la grabación de All Things Must Pass]

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Una canción en busca del silencio de la nada

Arvo Pärt, un músico prolífico y muy querido, nacido en Estonia en 1935, ha desarrollado un estilo propio de composición, el tintinnabuli (término procedente de la raíz latina para campana, tintinnabulum). Está basado en dos voces, un tempo lento y meditativo y una ejecución minimalista.

El tintinnabuli o campaneo, como se llama en ocasiones en castellano, probablemente haya nacido durante la niñez de Pärt, obligado a ensayar en un piano ruinoso que sólo permitía el uso de las teclas agudas. Las demás no sonaban.

Tintinnabuli, dice Pärt, es «la conexión matemáticamente exacta de una línea a otra…, es la regla que convierte la melodía y el acompañamiento en uno. Uno más uno, es uno, no es dos. Este es el secreto».

Pärt es el compositor más interpretado del mundo en lo que llevamos de siglo XXI. Quizá la búsqueda de atemporalidad, el tiempo de la vida eterna, tenga que ver con la fama de un autor que no es de acceso fácil y propone una sobriedad que enlaza con los dogmas de la Iglesia Ortodoxa a la que se siente cercano no tanto por la cultura musical sino por la vida y el ejemplo de desprendimiento de los primeros cristiano de los desiertos, hombres santos que practicaban el ascetismo con rigor pero alegría.

Uno de los momentos con mayor poder mágico de la música de Pärt fue grabado en 1983 en un pequeño estudio de Basilea (Suiza) y está editado por la casa discográfica en la que ha publicado casi todas sus obras, ECM, acrónimo de Editions of Contemporary Music, la empresa alemana que no tiene problema en bascular entre el jazz, sea lírico o radical, y el clasicismo místico.

Arvo Pärt. Foto: Roberto Masotti
Gidon Kremer. Foto: Andreas Malkmus
Keith Jarrett. Foto: Rose Anne Colavito

En la grabación, a la que asistió Pärt con derecho a voz y voto, estuvieron implicadas sólo tres personas: el productor y fundador de ECM Manfred Eicher, el violinista letón Gidon Kremer y el pianista estadounidense Keith Jarrett. Aunque Kremer procedía de ambientes clásicos y Jarrett del jazz, ambos eran iconoclastas y sensibles en grado suficiente como para afrontar una partitura tan etérea como las de Pärt.

Así explica el compositor el sentimiento que prima en lo que vamos a escuchar: «Antes de que uno diga algo, tal vez sea mejor no decir nada. Mi música nace sólo después de haber estado en silencio durante bastante tiempo… Literalmente en silencio. Para mí, silencioso significa la nada a partir de la cual Dios creó el mundo. Idealmente, una pausa silenciosa es algo sagrado… Este tipo de sublime anticipación es exactamente el tipo de pausa que tanto valoro».

Fratres (del latín Hermanos), compuesta por Pärt en 1977 sin instrumentación fija, para que pudiese ser interpretada con varios tipos de conjuntos instrumentales.

Los músicos hicieron una prueba de sonido de niveles y a continuación tocaron Frates con la grabadora encendida. Kramer y Jarrett no se conocían en persona y, por tanto, nunca habían tocado juntos. Al desvanecerse la última nota de Frates brotó en el estudio un hondo silencio de respeto y admiración que Pärt definió más tarde como de «dulce y curiosa ansiedad».

El resultado se convirtió en uno de los hitos de las carreras de todos los implicados y quizá en la más emotiva grabación del catálogo de ECM. La pieza de dificilísima ejecución —como todas las obras de Pärt, sólo en apariencia simple, ya que se rigen por estrictas reglas matemáticas que determinan movimientos, duración de la melodía y las frases y alternancias de los compases— se convirtió en un asombro.

La tristeza que nos cayó encima sin aviso hace unas semanas, a finales de octubre de 2020, cuando Keith Jarrett anunció que abandonaba el piano para siempre porque dos derrames cerables que sufrió en 2018 le han dejado como secuela la falta de control y fuerza en toda la mitad izquierda del cuerpo, incluida la mano. El pianista, de 75 años y activo desde los siete, ha marcado con su estilo el modo de afrontar el piano más luminoso del siglo XX: sin atenerse a géneros, solo a la querencia y la emoción.

Frates es uno de los temas del último espisodio del podcast Hot Parade.

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Tupelo

Ev’ry day seems like murder here
Charley Patton

Me llamo Lonnie Handy y vivo en Helena. En la parcela trasera, abierta a Cherry Street, tengo un tupelo de más de ocho metros de altura. Algunos extranjeros se fotografían a su lado. Nunca dejé que colocaran la placa que pretendía el concejo municipal, pero los turistas siguen llegando. Todos creen saber la historia del tupelo.

El nombre científico del árbol es Nyssa multiflora. Le nacen bayas: lágrimas azules que puedes tragar como si fuesen de la mujer que te somete. Pero no hablemos de mujeres: son mejores que yo. Carne, sentimiento y pañales. Quizá otro día.

Pese a lo que digan los cartógrafos, Helena no pertenece a Arkansas. Es una niña apátrida alargándose hacia el caramelo que le ofrece, al otro lado del río, el estado de Mississippi. Los fondeaderos de la ciudad, amusgados como dedos de anciano, se dilatan para alcanzar la orilla distante.

Los hombres del gobierno trazaron la frontera estatal por el cauce del río, como si fuese posible dibujar una línea sobre el universo del agua, el gran disolvente, pero nadie hace caso a los mapas en esta región. El mundo sigue siendo de los dueños de la tierra y el mapa tiene el color del dinero.

En Helena hubo dos cosas, las dos malas. Una batalla y una riada. Ahora celebran una tercera: un festival de blues. La batalla ocurrió ahí enfrente en 1867. La riada ocurrió en todos sitios en 1927.

El tupelo se llama Charley Patton.

Heredé de mi abuelo, Otis Handy, el gusto por bautizarlo todo con nombres de gente. La vaca se llamaba Bessie Ma y la cama Shakin’ Rita, como dos peladas con las que mi abuelo bebía, jugaba a las cartas y ya se imaginan ustedes qué más.

Mi abuelo estaba muerto cuando llegó la hora de bautizar al tupelo. Por eso me tocó a mí tomar la decisión de llamarle Charley Patton.

Levantaron Helena sobre sedimentos del río. «El Viejo Baboso», decía el abuelo. El Mississippi, ladrando como un perro de pelea y escupiendo como un niñato ebrio.

Puedes oler las babas del río en las noches de fiebre, cuando los mosquitos suben de la ciénaga, llegan en pandilla y brillan sobre tu cama porque te necesitan en la fiesta. Sofocación, llamamos a ese tipo de noches.

Los días tienen por aquí una dimensión de continente, una fatiga de manecillas engrasadas. Por mucho que digan algunos esnobistas de ciudad, el blues no nació de noche. La lámpara de aquel parto fue el sol que, en las plantaciones, castiga con una severidad racista.

Los días en el Delta son muy largos y el blues siempre estuvo ahí, a plena luz, latiendo en los surcos como una víscera.

El blues es una polifonía de jirones: la piel desgarrada de las manos que arrancan el algodón de las cápsulas; el chirrido de los carros de mulas arrastrando la carga hasta las desmontaderas; los gritos de reclamo de los minoristas ambulantes que ofrecen tamales y moras; el himno milenarista de un ciego en el porche del almacén; los golpes de azada contra las malas hierbas; los gritos de los sondistas de las barcazas; el gemido de los silbatos de los trenes, afinados personalmente por cada maquinista para distinguir un convoy de otro y, a falta de relojes, decirnos la hora en la que vivíamos.

Los braceros de las plantaciones nada poseían, ni una herramienta, ni una tabla, ni un animal. Morían con el mismo pantalón de sarga con el que había muerto su padre. Tenían tiempo para cantar porque vivían para trabajar.

Nosotros éramos unos privilegiados. Mi abuelo hacía injertos para los granjeros. No tenía otra ocupación, pero nos bastaba. Un día le llamaban de Natchez, otro de Vicksburg, Lula o Bentonia.

Sobre todo en las temporadas propicias, a principios de primavera o finales de verano, soldaba yemas en frutales de mandarinas cleopatras, pomelos reales y naranjos agrios. A veces, alguna vieja antojadiza pedía que sus bugambilias tuviesen flores de más de un color. Mi abuelo era capaz de todo con la ayuda de su pequeña navaja de herradura y las cuñas de madera que empleaba para los injertos de púa.

–Nunca debes tocar la herida con los dedos, es como el sexo de una mujer, siempre es mejor usar la lengua –decía.

Disfrutaba viéndole manejarse, practicando incisiones en bisel en la corteza de los árboles, sin manosear jamás el leño; retirando yemas; aseando las ramas fracturadas con lametazos y saliva y usando aquellos términos precisos: rama huésped, rama patrón, axila de la hoja, yema dormida

Charley Patton había tocado para mi abuelo. Raspaba las cuerdas de la guitarra con un cuchillo oxidado. Cuando llegaron los chicos del norte para intentar robarnos la música a los negros, dijeron que la técnica era un precedente etnográfico de la guitarra steel, hablaron de cuartetos yámbicos, notación fasólica, formato de himno y estructura basada en shapenotes. Los universitarios: gafitas de carey, camisas de segunda mano para aparentar obrerismo y los billetes de diez dólares de las becas de las universidades y el Smithsonian…

La verdad es que Charley Patton tocaba con la navaja porque tenía artritis tumefacta en los dedos. Bramaba de dolor en los días húmedos, que por aquí son todos.

Helena es una tierra de achicharrarse, abrasada por el calor y la humedad. Contener el volumen del agua es una batalla interminable en el Delta. La vista se vacía de tanta agua, sólo interrumpida por chozas e iglesias diminutas, y circunvalada por un inmenso silencio de sandía caliente.

Charley Patton bebía más que nadie en todo el Delta y nunca pedía dinero a cambio de sus canciones.

No quiero monedas, dame algo que no pueda guardar en el bolsillo, algo que se agote en mí mismo -decía.

Los bluesmen, siempre tan metafísicos.

A mí abuelo le llamaban El Encajador. Aquí nadie emplea un adjetivo por capricho.

Así empezó la cosa.

Estaban en una barrell-house, una de esas cantinas de chapa y tablones escupidos por el río y alquitranados para darles solidez. Casas de muertos, las llamábamos. Aquellas maderas eran de cabañas arrastradas por las crecidas, desclavadas río arriba por el martillo del agua, golpeador de niños y viejos.

Dentro de la cantina los fantasmas y la música eran gratuitos. Lo demás, de pago.

La noche de julio tenía las piernas abiertas y todos olían a sudor y whisky casero de maíz,  que bebían, porque los venenos nunca vienen en copa, en tarros de vidrio que antes habían guardado conservas de pepino y confitura de calabaza.

A las mujeres, grandes, innegables, les sobraban las batas. Los hombres, derrochados y de costillas salientes, les alisaban con caricias lascivas el vello de los brazos.

Charley Patton acababa de tocar ’34 blues, una canción sobre una ciencia tan inexacta como la Biblia, sexo y automóviles:

Carmen got a little six Buick, big six Chevrolet car
Carmen got a little six Buick, little six Chevrolet car
My God, what solid power!

–Charley, ¿qué sabes tú de Buicks y Chevrolets? –preguntó mi abuelo.

–Aspira hondo cuando entres en el dormitorio de tu hija, Handy. El aroma de mi lengua todavía puede olerse en las sábanas–dijo el bluesmen.

Desde niño Charley Patton vivía en la plantación de Will Dockery, en el condado de Sunflower. Sus padres eran aparceros que disfrazaban el hambre mascando diarios viejos macerados en suero de leche. La madre había nacido tras una violación cometida por un patrón blanco. La sangre mixta era patente en la dignidad del cuerpo y la brevedad de la mirada: los ojos de Charley sobrevolaban el mundo sin posarse. Eso debe ser el blues: que llegues a la estación a tiempo y el tren haya adelantado la salida, que tu abuelo sea blanco.

­–No tengo hijas conmigo, Patton, pero si eres tan calamidad tocando a una mujer como dando siempre las mismas tres notas en esa guitarra, podría estar tranquilo: mi hija sería virgen –contestó mi abuelo.

El comentario pecaba de injusticia: nadie tocaba la guitarra como Charley Patton. Eran sólo tres notas, pero no hace falta más de un clavo para sostener el par de maderos de una cruz.

Todos sabían que era un faldero contumaz y el año anterior un hombre le había tajado el cuello por un asunto de cama y había estado a punto de desangrarse. Ahora, impecable en su traje, siempre el mismo pero renovado por las caricias y los espasmos de sus conquistas, se secaba el sudor con un pañuelo.

Cuando levantó la cabeza, dejó a la vista la cicatriz del navajazo en el cuello, una boca paralela que irradiaba una luz distinta al resto de la piel. Con la misma rabia que había teñido el comentario de mi abuelo, dijo:

–Todos los limoneros en los que alguna vez pusiste las manos están podridos. Tus injertos no son mejores que mi música.

–Eres sórdido como un sapo, bluesman. Ni siquiera te mueves cuando te orinan encima.

Algunos, cansados de tanta pendencia, aprovecharon para salir a sentarse al polvoriento camino, bajo una luna de luz perezosa que les hacía parecer recién lavados en sangre, pero la mayoría de los presentes seguía bebiendo el incierto pero eficaz contenido de los tarros de conservas y haciendo corro en torno a los dos hombres, animándoles a calentarse.

–Chilla, Charley, chilla… ­–decían unos.

–A los cipreses, Handy, invítalo al bosque de cipreses al que llevas a Shakin’ Rita –decían otros.

Patton y mi abuelo no habían añadido una palabra, quizá porque ambos se arrepentían de las muchas ya pronunciadas. Estaban demasiado borrachos para el olvido y se consideraban demasiado machos para el perdón.

La historia, que ahora forma parte del folklore local, ha olvidado quién propuso la apuesta, pero es bien sabido que sus términos fueron aceptados por ambas partes. Se trataba de que los contendientes demostrasen la excelencia de sus habilidades. A mi abuelo le tocaba conseguir que fructificase el injerto imposible de un tupelo, el árbol más caprichoso e individualista de la creación. A Patton, tocar ante un auditorio de blancos sin terminar embadurnado en brea y apaleado por el atrevimiento. Se estableció que todos los presentes actuarían como testigos y volverían a verse un año después para comprobar quién era mejor haciendo milagros: Patton con su guitarra o mi abuelo con sus injertos.

Aquella noche, el 23 de julio de 1926, comenzó el diluvio. El cielo del Delta se coloreó del mismo color que la tierra, un ocre sucio y venenoso. Durante más de ocho meses y sin pausa alguna, llovió y llovió como nadie recordaba, cambiando la vida de todos.

En las capillas, los pastores predicaban el fin de los tiempos. En los campos, las partidas de algodoneros dejaron de trabajar. En el río, los barcos de pasaje y las gabarras de acarreo suspendieron el servicio.

El verbo anegar empezó a tener sentido por primera vez para mí. He oído decir que Mark Twain nunca lo escribió. Ni una sola vez. Twain vestía de lino, fumaba tabaco holandés y un reloj de oro le marcaba la hora del whisky, la hora del asado de carne de cerdo y la hora de llevarse al callejón a una niña negra. Nada sabía sobre los demonios del agua.

En otoño, los cauces ya no existían y el Mississippi se convirtió en una laguna informe. En invierno, los afluentes del río, el Yazoo, el Pearl, el White y el Red, también rebosaron. Al comienzo de 1927, siete estados, Arkansas, Illinois, Kentucky, Louisiana, Mississippi, Missouri y Tennessee, estaban cubiertos por más de diez pies de agua.

La lluvia no cesaba. Un millón y medio de acres estaban inundados, cinco mil personas vagaban hacia los pequeños islotes de arena que sobresalían de la crecida y allí murieron de hambre sin que nadie pudiese hacer nada para ayudarles. El gobierno envió a unos cuantos ingenieros para medir el avance del desbordamiento.

Mi abuelo y yo nos trasladamos unas millas al norte de Helena, a una granja de otros negros libres que se prestaron a acogernos. De Charley Patton nadie sabía el paradero, aunque aseguraban que se hospedaba cerca de Clarksdale, en la autopista 61, donde vivía uno de sus leales, el violinista Son Sims.

A medida que transcurrían aquellos meses de lluvia inmortal, mi abuelo perdió la cabeza. Tal vez los síntomas ya estaban allí, en los truenos de su carácter huraño y en la manera en que, años antes, había renegado de mis padres, aún sabiendo que no tenían nada para llevarse a la boca, pero el ambiente irrespirable de orín y verdura descompuesta de la crecida y la lentitud de la vida, con todo el tiempo para pensar en uno mismo, acrecentaron las excentricidades y la enajenación.

Apenas hablaba con los demás y acechaba a la gente que nos daba cobijo, de quienes decía que eran “negros falsos” y “chivatos de los blancos”. En una ocasión, tras varias noches en vela, pretendió que yo era Charley Patton y, amenazándome con su navaja de injertos, me puso a cantar un gospel “para obligar a Dios a dejar de hacer aguas sobre nosotros”.

Al cabo de la primavera, cuando los ríos retornaron a sus lechos naturales, el barro se había soldado al mantillo de humus como una mano de hombre al muslo de una mujer en una noche caliente. Los amos de las plantaciones ordenaron a los recolectores de algodón que enterrasen a los terneros, cerdos, perros y demás animales, hinchados y pestilentes, que amenazaban con extender cualquier tipo de peste. Los cadáveres de los niños negros importaban menos: flotaban como pequeñas vejigas, viajando con lentitud hacia el Golfo de México.

Un pesimismo nunca antes conocido se paseaba por los caminos. Durante meses, cesaron los silbatos de los trenes y los coros de trabajo. Nadie se atrevía a cantar. Ni siquiera el blues era réquiem suficiente para tanta desgracia.

En cuanto a mi abuelo y a mí, regresamos a Helena en cuanto pudimos. La riada había descuartizado nuestra casa sin dejar un solo listón. Sobre la costra de cieno de la finca, salpicada de harapos que alguna vez habían sido vestidos de mujer o camisas de hombre, Otis Handy se dejó caer con un peso de resignación, asco y demencia. Quiso “entregarse al río y comulgar hasta la muerte con el agua” que había causado aquel estrago, pero yo era un muchacho fuerte y pude con su ímpetu.

Unos días después, encontré el tupelo varado, inconfundible pese al maquillaje del barro. Su viaje había sido turbulento, estaba arrancado de raíz y calvo como una serpiente. Había perdido tres o cuatro ramas y profundos arañazos le fraccionaban la corteza.

Mi abuelo se acercó al árbol yacente y, tras limpiar un segmento del tronco con el pañuelo, lamió la piel grisácea y paladeó con los ojos muy abiertos.

–Con razón te bautizaron Nyssa, como la ninfa marina –dijo.

Con la navajita de herradura trazó una cruz profunda en la pulpa y la savia brotó en un hilo de lágrimas. Mojó los dedos en el caldo amarillento, se santiguó varias veces y rezó a gritos:

–¡Despierta, despierta, vístete de tu fuerza! Sacúdete el polvo, álzate y desata las ataduras. Sal de la frontera del mal y beberé tu vino nuevo. Ahora estás limpia. Ya no perteneces al Viejo Baboso. Eres mía y te someterás, hembra.

Yo sabía lo que sucedería a continuación. Tras quitarse la ropa, mi abuelo montó a horcajadas sobre el tupelo y se masturbó. El semen brotó urgente sobre la hendidura que había rajado en el tronco.

Aquella primera noche, mientras yo permanecía despierto bajo la bóveda negra, mi abuelo y el árbol durmieron juntos. Al día siguiente, me ordenó cortar un esqueje del tupelo y empujar el resto del árbol hacia el cauce del Mississippi. Lo conseguí con la ayuda de una mula de tiro que erraba como un ánima por los campos estériles.

Mi abuelo despidió al tronco flotante blandiendo el brote que habíamos separado:

–Vuelve con tu dueño, ramera. Ahora ya sabes lo que puede hacer un hombre. No te inquietes por nuestro hijo: yo lo criaré.

Tuve que trabajar duro trasegando barro y levantando una barraca con madera y cartón. Comíamos mazorcas de maíz y mandioca que nos traían en camionetas del ejército. Al cabo de unas semanas, un político del norte nos visitó para entregarnos algo de dinero, que gasté en dos pares de zapatos y un saco de abono.

Mi abuelo empleaba el tiempo en una sola tarea, cuidar del esqueje del tupelo. Escupía sobre la rama, la mecía en sus brazos, cuidaba de que no entrase en contacto con la tierra y le cantaba canciones sobre «el Gran Despertar en Jerusalén».

Una mañana encontré el esqueje plantado en una lata oxidada. Observé en la corteza, por aquí y allá, las menudas viruelas verdes que anunciaban el alumbramiento de los brotes.

Busqué en vano a mi abuelo para ofrecerle el desayuno, pero la faena pendiente, que siempre era mucha, me urgía más que encontrarle. Al atardecer vino a verme uno de los ayudantes del sheriff de Rosedale: habían encontrado su cuerpo en uno de los meandros del río. No voy a mentir: esperaba aquella noticia y dejé que le enterrasen sin ceremonial en una de las fosas comunes donde cubrían con cal viva los cuerpos de los ahogados por la riada.

El 23 de julio no falté a la cita. El barrell-house estaba otra vez en pie. Recibí algunas palabras de condolencia, ofrecí otras y me invitaron a compartir bebida y desorden. El hombre a quien buscaba, con el mismo traje marrón pero los pómulos más salientes, interrumpió la canción que estaba cantando.

–Lonnie Handy, tengo algo para ti y tu abuelo. Es la segunda vez que toco este blues.

Entonces cantó High water everywhere:

Ooooh-uh Lordy, women and grown men drown
Ooooh-uh, women and children sinkin’ down
I couldn’t see nobody home an’ was no one to be found

Al acabar, vino hacia mí y me invitó a salir. Ya no había camino, ni algodonales, ni barracas. Ni siquiera luna quedaba en nuestro cielo.

–Chico, canté esa canción en un entierro de niños blancos ahogados. Estoy vivo para contarlo. También los blancos me entienden. Cuando reces, si todavía lo haces, dile a tu abuelo que cumplí mi parte  –dijo Charley Patton.

–Mi abuelo también cumplió la suya, señor Patton –respondí.

Eso fue todo. Nunca más nos vimos. Sé que Charley Patton siguió pegando a sus mujeres y viviendo sin blanca. También que murió en abril de 1934, tras un mes de enfermedad y dolor, recitando sermones en los que hablaba de un paraíso donde sólo vivían corderos. Ahora es muy famoso y le presentan como el inventor del blues.

El tupelo prendió y, como ya dije, está en la parcela de atrás. Por la ventana veo a una familia de visitantes admirando el árbol. Son negros y llegaron en un automóvil muy caro. Una pareja y dos crías de unos siete años, gemelas. Parecen felices, tienen cara de vacaciones. Oigo como el padre dice:

–Es un tupelo nacido de un injerto, niñas. El único. Tiene nombre: se llama Charley Patton.

–¿Quién era ése, papá? –preguntan las chiquillas.

–Esta guía dice que cantaba blues…

–¿Qué es blues?

El padre no contesta. El padre dispara otra foto.

Mississippi River Flood of 1927

Charley Patton, dibujado por Robert Crumb

[Esta especie de narración, que antes había publicado en mi web personal, es un atrevimiento que solo demuestra dos cosas: que siempre me paso en las extensiones y lo mucho que le debo al blues. Reaproveché parte del material en el episodio del podcast Hot Parade dedicado al blues del Delta del Misisispi. Puede ser escuchado en el reproductor de abajo o también en nuestra cuenta de Spotify]

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El misterio de Louise Johnson, pianista olvidada del blues del Delta

El par de viñetas están dibujadas por el Brueghel del siglo XX, Robert Crumb. Son parte de la biografía del bluesman aullador Charlie Patton [versión escaneada y completa del cómic, en inglés], un tipo que atacaba las cuerdas de la guitarra con un cuchillo oxidado, tuvo docenas de amantes y ocho esposas de las que no se ha documentado ningún divorcio. Al cantar gritaba de tal manera que un hombre situado en la plantación de al lado podía escucharle con claridad.

Patton vivió poco pero no tenemos modo de saber cuánto: el exesclavo que corrió con la crianza —de los padres del músico tampoco hay certeza alguna— aportaba cuatro posibles fechas natales, según las que el compositor pudo fallecer a los 43, 47, 49 ó 53 años. Los ensayistas del blues, que suelen ser blancos y tener doctorados en American Studies, toman como referencia la primera.

En los dibujos de Crumb, Patton es el tipo con cara de pocos amigos del asiento derecho, al lado del conductor. En la siguiente viñeta aparece en segundo plano, oteando y perfilado contra el ventanal. No se sentía cómodo: el tipo alto, con chaqueta de rayas y sonrisa fácil, estaba levantándole a la novia. Ella, que tampoco se corta en picardía, acepta compartir la noche con el hombre en un cuarto individual del hotelucho donde van a hospedarse.

La pareja que está a punto de hacer rechinar la cama está compuesta por Son House, uno de los mejores cantantes de blues de la historia —aunque no tan bueno, ni por asomo, como Patton—, y Louise Johnson, también cantante y pianista, una de las pocas mujeres que aparecen en las crónicas del blues del Delta del Misisipi, cuna del lamento y barro primigenio para las músicas del diablo.

Conocemos suficientes pormenores del lugar y el momento. Finales de mayo de 1930 —a los protagonistas les importaba poco la depresión económica cuyo cénit atravesaban los EE UU: habían nacido sin nada y seguían viviendo con lo mismo: un traje, un sombrero, una guitarra mellada y monedas para otro vaso lleno de destilado ilegal. El pueblo es Grafton (Wisconsin), sede de la discográfica Paramount, un lugar sagrado del que ya hablé en otra entrada:

La historia de Paramount Records es una parábola que puede parecer bíblica. La empresa, fundada en 1910, era una filial de una fábrica de sillas que, al recibir un pedido para la construcción de los armazones de madera de algunos fonógrafos, decidió aprovechar para expandir el negocio a la grabación y edición de discos.

Los propietarios eran anglosajones y la sede de la factoría no estaba en el profundo sur del blues, sino en Grafton, un pueblucho del blanquísimo Wisconsin. Con muy buen gusto y una voluntad que combinaba el negocio con la intuición, los empresarios decidieron dedicarse a la race music (música racial, expresión aplicada a los discos pensados y comercializados para negros en un mercado que, como la sociedad, padecía la segregación).

Entre 1918 y 1935 Paramount fue el gran útero de la música de la que emergerían en pocos años, en progresión de volumen y audacia, el blues eléctrico urbano, el rhythm and blues y el rock and roll. En el vetusto estudio de la fábrica de sillas grabaron discos de laca de 78 rpm nada menos que Charlie Patton, Son House, Blind Lemon Jefferson, Skip James, Papa Charlie Jackson, Ida Cox, Geeshie Wiley, Ma Rainey y otros cuantos centenares de artistas. A veces, si me pongo pragmático, considero que son mis verdaderos padres.

También pertenece a la historia contrastada el resultado de las históricas sesiones que se celebraron a la mañana siguiente de la llegada en coche narrada por Crumb en los estudios de Paramount —intervino, además de los tres protagonistas de la escena de celos y sexo, otro prodigio del Delta, el guitarrista Willie Brown—.

Mientras Patton se mostró apagado y con escasa inspiración, House y Johnson estaban en forma y contentos.

La pianista, que nunca antes había pisado un estudio, grabó un par de temas descarados y lujuriosos en los que canta y toca con nervio y vitalidad: All Night Long Blues y On The Wall. Las letras de ambas piezas, como sucede con el ochenta por ciento de los blues, van sobre sexo. Que el blues sea sinónimo de tristeza y pena es una interpretación paternalista y aproximada de los niñatos de American Studies: aquella gente hablaba sobre la calentura carnal o cuánto duele lidiar con la falta de intercambio.

Aunque los temas de Johnson se editaron a las pocas semanas en un disco de 78 rpm que se vendió mal porque Paramount distribuía de manera irrisoria, las canciones todavía son alabadas por su originalidad. La pianista, como apunta el historiador Ted Gioia en el fundamental libro Blues: la música del Delta del Mississippi, es una pionera:

En comparación con los estilos pianísticos afroamericanos que surgieron en otras partes del país —como el ‘stride’ de Harlem, el ‘ragtime’ de Saint Louis o el swing de Kansas City—, resulta fácil caer en la tentación de asumir que el Delta no produjo nada original, que sólo imitó lo que se hacía en otros lugares. Pero Louise Johnson acaba con ese mito.

Criada en una tierra de escasos pianistas, Johnson aplica al instrumento una tradición que no es pianística, sino que procede de la guitarra. Golpea el piano en pavoneos cortos, espasmódicos e intensos, tal como hacían con su instrumento los guitarristas del Delta, fundadores de un estilo de gran fuerza dramática.

Desde entonces poco o nada se sabe de la vida de la intérprete. Sólo un rastro que la sitúa residiendo en Helena, Clarksdale y otros villorios de la zona húmeda y fangosa donde nació el blues. Al parecer, años después viajó hacia Memphis. Ninguna grabación, ninguna leyenda, ni una foto…, ni siquiera una fecha de muerte.

Es como si el gran debut en el estudio fuese aparición y fuga al mismo tiempo para la explosiva blueswoman a la que persiguieron Son House y Charlie Patton.

[Publiqué esta reseña en un diario en el que colaboraba y cuyo nombre no deseo repetir porque no lo merece. Reaproveché parte del material en el episodio del podcast Hot Parade dedicado al blues del Delta del Misisispi. Puede ser escuchado en el reproductor de abajo o también en nuestra cuenta de Spotify]

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