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Bob Dylan: 80 trivialidades

Bob Dylan cumple 80 años el 24 de mayo de 2021.

Hace diez años, poco antes de cumplir 70 y en un gesto sin precedentes, emitió una declaración pública para sus «fans y seguidores»:

Todos sabemos que hay una montonera de libros sobre mí publicados o a punto de ser publicados. Animo a cualquiera que me haya conocido, escuchado o incluso visto a que entre en acción y garabatee su propio libro. Nunca se sabe, cualquiera puede tener un gran libro dentro.

Vale, Bobby, tomo tu palabra. Van por ti y tus largos años sobre el mundo 80 afirmaciones que se balancean, como la existencia, entre la verdad y la mentira.

En las siguientes enumeraciones podría haber verdades y podría haber mentiras. Tú me has enseñado que son complementarias, que nada sucede cuando todas las verdades del mundo se añaden a una mentira, que nada sucede cuando todas las mentiras se añaden a una verdad.

También me enseñaste que la vida es un espejo para desaparecer.

Jugaré con tus pecados y bendiciones.

Se trata de adivinar qué es cierto y qué es falso. No hay patrón. También me enseñaste que la vida debe vivirse en modo random.

1. Cuando tocó un par de canciones en la guardería de uno de sus hijos, los críos empezaron a llorar y regresaron a casa quejándose del «hombre raro». Algunos tuvieron pesadillas. La guardería le declaró persona non grata.

2. En su primer papel en una película interpretó a un personaje llamado Alias. No pronunciaba ni una sola palabra.

3. En sus primeras actuaciones en cafés bohemios de Nueva York imitaba a Charlie Chaplin entre canción y canción.

4. Ha cantado acompañado por la banda punk The Plugz.

5. Cuando tocó en el festival de la Isla de Wight de 1969 se reunió con los Beatles en una granja. Hubo una jam musical que fue grabada. Las cintas harán millonario a quien las descubra.

6. Cuando está de gira viaja siempre en un autobús plateado, un Prevost customizado que cuesta 1,8 millones de euros. Como Dylan tiene miedo de que atenten contra él, el grupo comparte otro vehículo idéntico. Los presuntos atacantes lo tienen difícil para saber en cual de ambos viaja el cantante.

7. Una de sus novias le preguntó: «¿Por qué no podemos vivir juntos?». Dylan contestó: «Porque ni siquiera puedo vivir conmigo mismo».

8. Es íntimo amigo de la actriz Raquel Welch. Al parecer, bastante íntimo.

9. En su juventud robaba discos en casa de los amigos que le daban cuartel para pasar unas noches. Luego negaba los hurtos.

10. Desde 1988 ha dado casi 3.000 conciertos.

11. Prefiere hacer el amor con mujeres negras y entradas en carnes.

12. Su primera esposa había sido conejita de Playboy.

13. Cuando se divorció de ella se lió con la terapeuta familiar que trataba a sus hijos pequeños para minimizar los efectos de la separación.

14. Estuvo a punto de grabar un disco con todas las canciones cantadas en castellano.

15. Lo último que ha afirmado sobre sus creencias religiosas es: «Soy de la Iglesia de la Mente Envenenada».

16. Le encanta el hip-hop, sobre todo Public Enemy y Jay Z. Aparece en un vídeoclip de Jean Wyclef.

17. Libro de direcciones: hasta los seis años vivió en Duluth: 519 North 3rd Av. E. Entre 1947 y 1959, en Hibbing: 2425 7th Av. E. En un talent show en 1957 tocó el piano —adoraba a Little Richard— en el salón de actos del Hibbing High School (800 E. 21st St.) con el grupo amateur The Golden Chords. Dos años después se graduó como bachiller en este mismo centro educativo. Se mudó a Minneapolis en el otoño de 1959 para estudiar en la universidad (destino que nunca cumplió). Su primera residencia fue la fraternidad para alumnos judíos Sigma Alpha Mu (915 University Av. SE), un edificio que ya no existe.

18. Muchos años más tarde, en un festival le presentaron así: “Tomadlo, es vuestro y de todos nosotros”.

19. Una canción de Dylan sirvió para bautizar a un grupo terrorista armado.

20. Tuvo una hija con una de las cantantes de su coro femenino. Lo mantuvieron en secreto durante 15 años. Dylan se pasaba de vez en cuando por la casa del suburbio de Los Angeles que compró para ellas para ver a la cría. A veces se disfrazaba para que los vecinos no le reconociesen.

21. Tiene al menos otros cuatro hijos secretos.

Foto: Daniel Karmer

22. No leyó poesía hasta los ventitantos. Los primeros libros (simbolistas franceses) se los dejó su primera novia.

23. No adoptó el nombre de Dylan por el poeta Dylan Thomas.

24. En su casa de Malibú instaló una letrina portatil para que sus guardaespaldas no entrasen en la vivienda.

25. Sobre la cama de la casa de Malibú hay un coche colgado del cielo raso.

26. Tiene al menos otra docena de casas en propiedad, entre ellas una mansión en las Highlands de Escocia. En algunas de las viviendas no ha dormido nunca. Contrata a un cuidador para que se haga cargo del mantenimiento.

27. Se chutó heroína con John Lennon.

28. Paul McCartney se lo encontró en el aeropuerto de Heathrow a finales de los años noventa. Dylan, con aspecto de homeless, no le reconoció.

29. De adolescente quería ser como Little Richard.

30. Fue canguro durante muchas noches de Ari, el hijo de Alain Delon y Nico (cantante de la Velvet Underground).

31. Tuvo un affaire con una princesa maorí.

32. Tuvo un affaire con una bailarina de danza del vientre.

33. Estuvo a punto de quedarse a vivir en un kibbutz de Israel.

34. En la portada de uno de sus discos aparecen únicamente dos músicos bengalíes.

35. Compuso una canción a medias con Michael Bolton.

36. Cantó en un disco de Bette Midler.

37. Cantó a dúo con Marlon Brando Blowin’ In the Wind en una sinagoga.

38. Fue compañero de instituto del coguionista de las películas de Woody Allen El dormilón y Annie Hall.

Foto: Richard Avedon

39. Las últimas cuatro mujeres con las que ha tenido una relación más o menos estable se llaman Carol.

40. Utilizó durante años el mismo seudónimo para registrarse de incógnito en los hoteles: Justin Case (just in case, por si acaso).

41. También ha usado estos otros seudónimos: Bob Landy, Blind Boy Grunt, Robert Milkwood Thomas, Roosevelt Gook y Elston Gunnn.

42. En 1985 tocó la mandolina en el baile de una boda rural. No conocía a los contrayentes.

43. Dylan, los Beatles y Elvis Presley han versionado una misma canción.

44. Es el músico más citado en sentencias judiciales. Un catedrático de Harvard dice que ha encontrado estrofas de Dylan en 186 fallos de los tribunales estadounidenses. También localizó 74 de los Beatles y 69 de Bruce Springsteen.

45. Dylan hizo coros en el primer disco de Leonard Cohen. No aparece en los créditos.

46. Grabó una versión jocosa de un tema de Simon & Garfunkel. Dylan se mofa de ambos imitando las voces de cada uno y mezclándolas.

47. A Dylan le encanta Charles Aznavour.

48. Sus canciones han sido versionadas unas 30.000 veces por unos dos mil intérpretes.

49. No se cambia los calcetines a diario. Prefiere llevarlos dos días seguidos.

50. Tiene (al menos) nueve nietos.

51. Cuando tocó en París en 1966 intentó que le presentasen a Françoise Hardy. No lo consiguió.

52. En febrero de 1959, Dylan vió tocar a Buddy Holly tres días antes de que éste muriese al estrellarse la avioneta en la que viajaba.

53. Le gustaba la cantante egipcia Om Kalsoum, a la que definió como «una señora gorda que huele a hachís«.

54. Su primera esposa, Sarah Lowdnes, alegó maltratos físicos durante el juicio de divorcio. El dictamen del tribunal no estimó probada la circunstancia.

55. Otra de sus novias, Ruth Tyrangiel, con quien mantuvo una relación esporádica pero continuada entre 1973 y 1993, le reclamó judicialmente cinco millones de euros. Perdió el juicio.

56. Dylan estuvo enganchado a la bencedrina, la heroína, la cocaína y el alcohol.

57. Su gran afición es la pintura. Uno de sus discos lleva un óleo pintado por él en la portada.

58. La familia de Edie Sedgwick, una estrella de la Factory de Andy Warhol, adujo que Dylan la obligó a abortar.

59. Su novia Suze Rotolo estuvo embarazada y perdió al bebé. Nunca quedó claro cómo.

Foto: Elliot Landy

60. Ha grabado discos con músicos de los Rolling Stones y los Spiders from Mars (la banda glam de David Bowie).

61. Produjo un disco para Barry Goldberg, uno de los padrinos de la mafia del blues de Chicago.

62. En uno de sus mejores discos, Blood on the Tracks, todas las canciones están compuestas en el mismo tono abierto de guitarra.

63. Cantó un rap en un disco de Kurtis Blow.

64. Tras la polémica gira europea de 1966 se refugió unas semanas en un antiguo molino español sin electricidad ni agua corriente. Jugaba al ajedrez con los paisanos del pueblo más cercano.

65. En una de sus canciones menciona las ciudades de Madrid y Barcelona.

66. En 1967 grabó con The Band casi un centenar de canciones conocidas como The Basement Tapes. Algunos pensamos que son lo mejor de su carrera. No fueron editadas oficialmente hasta 2014.

67. Ha vendido menos discos que Nana Mouskouri.

68. En 1966 dijo: «Soy el tipo de persona que se suicidaría. Me pegaría un tiro en el cerebro. Si las cosas fueran mal, saltaría por la ventana».

69. Ha tocado con músicos de los grupos punk The Clash y Sex Pistols.

70. Ha dirigido en una película a Penélope Cruz.

71. Fue el primer músico de poprock en ser pirateado. Años depués, cuando ya era el músico más pirateado de la historia, editó una colección sin parangón donde ha ido reuniendo, para ruina de sus fanáticos, casi todo lo que grabó, ensayó o mal interpretó. Llamó a la colección The Bootleg Series.

72. Se ha columpiado al borde de varios abismos, entre ellos las drogas, la fama y el cristianismo pentecostalista. Tras caer ha vuelto a ser Bob Dylan.

Foto: Elliot Landy

73. La música grabada, el proceso, el negocio, le importan poco. Graba los discos en tres días, con una producción descuidada. Lo único importante son las canciones: grabar es tocar una canción en un momento determinado.

74. Nunca da consejos con afanes moralistas. No hace de los conciertos mítines, ni de sus palabras catecismo. Que tire la primera piedra quien esté libre de pecados tan veniales como tocar ante el Papa o aparecer en un anuncio de lencería.

75. Toda la rebeldía del siglo XX está condensada en su obra.

75. Es frecuente que se autoparodie con la suficiente ironía como para no ser un payaso.

76. Le encanta hacer el payaso de vez en cuando.

77. Los ecos de Charlie Patton, Jimmie Rodgers, Blind Willie McTell y la Carter Family le han servido para hacer rock and roll, volver al folk, reinventar el country, volver de nuevo al rock y, en esas sucesivas derivas, saber que no estaba haciendo nada especial, nada nuevo .

78. ¿Necesita usted asistir al mejor curso magistral sobre música popular? Escuche el programa de radio Theme Time Radio Hour, que Dylan presentó entre 2006 y 2009.

79. A Dylan le gustan las buenas canciones, vengan de donde vengan, sean del estilo que sean. El gremio le adora. Han tocados como teloneros para Dylan, entre otros: Grateful Dead, Tom Petty, Santana, Ani DiFranco, Joni Mitchell, Paul Simon, Willie Nelson, Foo Fighters, Wilco, My Morning Jacket, Mavis Staples…

80. Sabe de música más que ningún intérprete de su generación: es el último genealogista y la única gran figura musical del pop-rock que no practica el esnobismo integrista dictado por lo moderno, lo que se lleva o lo que pueda epatar a los burgueses.

«La mejor canción que he compuesto», se le escucha decir antes de empezar a tocar Sad-Eyed Lady of the Lowlands. Son las 3 de la madrugada del 13 de marzo de 1966 en un hotel situado en, no podría ser otro el lugar, Denver. El sonido es sucio, pero who among them do they think could bury you?

Por cierto, las ochenta afirmaciones de la enumeración previa son verdades absolutas, al menos según mi juicio, al que se debe otorgar el beneficio parcial del sinsentido existencial del que no deseo desligarme ni aspiro a romper.

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El cumpleaños de Dylan ha servido de estímulo para el último episodio del podcast: Bob Dylan cumple 80 años: ‘Ahora soy mucho más joven’.

Pueden escucharlo en este reproductor:

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Bob Dylan cumple 80: de pillastre ‘folkie’ a profeta iracundo

¿Qué se puede decir sobre Bob Dylan que tenga sentido y no consista en repetir lugares comunes?

Formulo la pregunta cuando el músico-compositor, acaso el de más importancia de nuestro tiempo, está cerca de cumplir 80 años —la fecha exacta del aniversario es el 24 de mayo—.

En el nuevo episodio del podcast, Bob Dylan cumple 80 años: “Ahora soy mucho más joven” afrontamos el desafío mediente la selección de 20 canciones que abarcan las seis décadas de ejercicio musical del juglar.

No se trata, quedan ustedes avisados, de un grandes éxitos, sino de un devocionario personal de quien, como yo, cree en Dylan como fundamental consejero, profeta, escritor, folclorista, juglar e intérprete.

El título del episodio está tomado de un lema («entonces yo era más viejo / y ahora soy mucho más joven») que procede del coro de la primera canción (My Back Pages, 1964) en la que Dylan confesó que sentía la portavocía generacional como un peso que no deseaba sobre sus hombros. «Ahora mucha gente hace canciones para señalar con el dedo. Ya sabes, señalan todas las cosas que están mal. Yo ya no quiero escribir para la gente. No quiero ser portavoz de nadie», dijo en una entrevista de la época.

Versión inicial de ‘My Back Pages’ publicada en el cuarto álbum en estudio de Bob Dylan: ‘Another Side of Bob Dylan’ (1964).

En el episodio pueden encontrarse canciones de la época inaugural del pillastre que se dedicaba a cantar como un «Charlie Chaplin folkie» en clubes izquierdistas de Nueva York; experimentales creaciones en directo en el estudio durante los años milagrosos del cutting edge, el filo de la navaja, cuando firmó consecutivamente, entre 1965 y 1966, tres de los mejores y más valientes discos de la historia del rock —Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y el álbum doble Blonde on Blonde—; piezas asombrosas, sucias y chirriante de la gira rechazada por buena parte del público porque era demasiado eléctrica; letanías de sotano; largas canciones-crónica detalladas en lugar, momento y circunstancia, con inicio, desarrollo, inflexiones dramáticas y final; capturas en directo de la gira con nombre suicida, Never Ending Tour, el Tour de Nunca Acabar, que Dylan inició a finales de los años ochenta y mantuvo durante unos 3.000 conciertos mundo adelante…

No falta alguna entrega reciente, como la despiadada Pay In Blood, de 2012, donde Dylan canta como una figura demoníaca o un iracundo profeta del Antiguo Testamento, entre guitarras amenazantes y una letra que distribuye dolor y matanza sin compasión y veneno en cada acorde:

Tus ojos nadarán en algo que tengo en el bolsillo / Tengo perros que desgarrarán tus miembros / Un político suelta su meada / Un mendigo harapiento te lanza un beso / La vida es corta, no dura mucho / Te ahorcarán por la mañana y te cantarán una canción / He vivido un infierno, ¿de qué ha servido? / Mi conciencia está limpia, ¿qué tal la tuya? / Así paso mis días / Vine a enterrar, no a elogiar / Saciaré mi sed y dormiré solo / Yo pago con sangre, pero no es la mía

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Estas son las 20 canciones del set list del episodio:

01 – Mixed-Up Confusion [1962]
02 – My Back Pages [1964]
03 – Talkin’ John Birch Society Blues [1963]
04 – Blind Willie McTell [1983]
05 – Dirge [1974 – con The Band]
06 – Going, Going, Gone [1976]
07 – False Prophet [2020]
08 – Idiot Wind [1974]
09 – Joey [1975]
10 – High Water (for Charley Patton) [2003]
11 – Down in the Flood [1971]
12 – Nobody ‘Cept You [1973]
13 – She’s Your Lover Now [1966]
14 – Tears of Rage [1967]
15 – Po’ Boy [2001]
16 – Ring Them Bells [1993]
17 – Tweeter and the Monkey Man [1988 – Traveling Wilburys]
18 – Tell Me, Momma [1966]
19 – Pay in Blood [2012]
20 – I’m Not There [1967]

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Bob Dylan, Roger McGuinn, Tom Petty, Neil Young, Eric Clapton y George Harrison cantan ‘My Back Pages’ en el concierto de 1992 que celebraba los treinta años en activo del primero
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Mike Bloomfield: el cadáver de un guitarrista de blues dentro de un Chevy

Michael Bernard Mike Bloomfield nació en 1943 en la mejor ciudad del mundo si quieres ser un guitarrista de blues: Chicago, tierra prometida de los bluesmen de los humedales del Mississippi que habían emigrado hacia el norte industrial de los EE UU antes y durante los tiempos del gran crack económico de 1929.

Había unos cuantos problemas para que el muchacho, empeñado una y otra vez en imitar las progresiones dolientes de los guitarristas de blues, fuera admitido en el club: Bloomfield era blanco, hijo de judíos y su familia tenía mucho dinero. «¿Cómo puede sentir el blues alguien con tanta miel sobre la tostada y todos los dientes en la boca?», se preguntaban los negros de los clubes de Chicago al ver al chico.

Una años más tarde, Bloomfield respondió a su manera a la paradoja que le echaron en cara tantas veces: «En este país los negros sufren por fuera. Los judíos sufrimos por dentro. El sufrimiento es el puntal del blues».

Aunque la teoría conduce a terrenos raciales incómodos (¿pretendía privar a los negros de la capacidad intelectual del sufrimiento y reservarla para los judíos, dejando a los primeros la mera posibilidad de responder al maltrato físico?), Bloomfield dedicó sus años sobre la tierra, que fueron pocos —murió en 1981, a los 37— a demostrar al mundo que un blanco también puede sentir la profunda llaga del blues.

¿Guitarristas de blues de piel blanca?

Las primeras respuestas de una hipotética votación citarían, me parece, a los británicos, que en Europa nos caen bastante mejor que los gringos por una pura cuestión de cercanía y mejor prensa, sin pararnos a pensar si tocan mejor o con más sentimiento.

Arriba, Mick Taylor (izq.) y Eric Clapton. Abajo, Jeff Beck (izq.) y Peter Green.

Me atrevo a opinar que Eric Clapton obtendría la mayoría absoluta, siempre se la ha querido bien pese a su decadencia creativa, a punto de cumplir cuatro décadas, seguido por Jeff Beck y quizá Mick Taylor, Jimmy Page o Alvin Lee. Mi voto iría para Peter Green.

Si damos el salto atlántico, la nómina es mucho más rica en dinámica y tono. Pese a esta evidencia incontestable, pocos de ellos son reconocidos en Europa en su justa valía.

Los guitarristas de blues de piel blanca de los EE UU nunca pretendieron, como a veces parece suceder con sus colegas europeos, tocar como Robert Johnson —tarea imposible: todavía nadie ha logrado superar su complejidad armónica—,sino llevar hacia el blues la sensibilidad de otras tradiciones.

Arriba, Johnny Winter (izq.) y Lowell George. Abajo, Ry Cooder (izq.) y Duane Allman

El albino Johnny Winter inyectó modales de hard rock en la música tradicional negra; los prematuramente fallecidos Lowell George y Duane Allman mezclaron el blues con el rock sureño, nacido a la sombra de aquel y mezclado con la psicodelia de la Costa Oeste, y el gran Ry Cooder empapó la toalla con los múltiples aromas de la frontera.

Mike Bloomfield era grande antes de que el mundo se enterase de la grandeza. Los viejos negros que vivían en Chicago y llenaban de bencina las noches de los clubes (Sleepy John Estes, Yank Rachell, Little Brother Montgomery, Muddy Waters…) le hicieron hueco sin mirar el color de la piel. Pasmaban con aquel chico judío que era capaz de emanar tristeza de cada yema de los dedos de las manos.

Bob Dylan le fue a ver a uno de aquellos antros en 1963 y le llamó dos años después para un par de movimientos que romperían la historia del rock. El primero, la actuación en el Newport Folk Festival de 1965, en un pase de cuatro canciones que, pese a lo escueto, merece una entrada en las enciclopedias como la controvertida electrificación de Bob Dylan.

La circunstancia es bien conocida. El domingo 24 de julio de 1965 fue el día del juicio final. Las sesiones sumarísimas se celebraron en el parque Freebody de Newport (Rhode Island – EE UU) y las más o menos 15.000 personas que formaban parte del jurado decidieron, por aplastante mayoría, condenar a muerte a quien, hasta antes de la actuación, era el Dios del folk de protesta. ¿Delito? Enchufarse y vestir una americana de cuero.

La guitarra solista la tocaba Bloomfield.  Unas semanas antes también había secundado a Dylan en la grabación de la que quizá sea la canción superlativa del siglo XX, Like a Rolling Stone, y de las demás del álbum Highway 61 Revisited.

No es raro que Bloomfield haya sido avistado por Dylan, adorador del blues, a la hora de romper cánones. Este músico semiolvidado es el mejor ejemplo de la adaptación casi simbiótica de un pálido a una música racial. Su gloria es que nunca se cerró a ampliar horizontes y romper academicismos.

Durante los años sesenta Bloomfield fue uno de los redentores que devolvieron la atención hacia el blues de la audiencia hippie, hasta entonces refractaria al género. Lo hizo primero con The Paul Butterfield Blues Band, grupo de mayoría blanca con inclinaciones bluesy pero sin problemas para lanzarse por los vericuetos de las ragas de la India; luego con The Electric Flag, una banda ambiciosa que quiso fundar un género («música americana», pretendían, sin demasiada imaginación, bautizarlo) basado en la fusión de blues, soul, country, rock y folk, y finalmente con colaboraciones bajo la formula del súpergrupo, primero con Al Kooper, otro habitual del primer Dylan eléctrico, y Stephen Stills y más tarde con Dr. John…

Mike Bloomfield (1943-1981)

El carisma de Bloomfield fue decayendo a medida que los años y los gustos cambiaban. Grabó casi una veintena de discos como solista entre 1970 y 1981. Fueron editados por discográficas modestas, se vendieron mal pero recibieron muy buenas críticas. El estilo pristino del guitarrista, enemigo de distorsiones y feedback, seguía estando lo más cerca del blues a lo que podía llegar un blanco.

La ilusión se le apagaba e intentó iluminarla con la luz blanca de la heroína. «Cuando me pincho me siento vacío y la música me deja de importar», confesó en una de las entrevistas finales.

No se merecía el tipo de muerte que le esperaba. El 15 de febrero de 1981 su cuerpo apareció en el asiento delantero de un coche en una calle de San Francisco. El forense dictaminó que una sobredosis de heroína había causado el fallecimiento. La Policía, tras una somera investigación, descubrió que Bloomfield había muerto en una fiesta y que dos de sus amigos, asustados por el problema, le metieron en un coche que condujeron a varias manzanas de distancia y abandonaron.

Alguien debería componer un blues partiendo de la imagen: un Chevy con el cadáver de un guitarrista dentro.

[Esta reseña no es la única que firmé sobre Bloomfield. En mi web personal puede leerse una crítica de la caja From His Head to His Heart to His Hands (2014), la primera gran antología sobre la carrera corta pero fastuosa del guitarrista]

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Diamanda Galás: mujer con cuchillo de trinchar

La Dama del Laberinto, la cantante que todo lo tritura, nos recibe, reptante, en su cueva, en el Moloch de Manhattan. La diosa del avant-garde cambia de piel ante nuestros ojos: le gusta la «música enferma» y teme la muerte de sus padres.

En las fatigadas entrañas del palacio de Cnossos, en la isla griega de Creta, fueron encontradas dos figuras minoicas. Son un par de mujeres de largas túnicas que dejan al aire los pechos. Ambas sostienen serpientes en las manos alzadas. Simbolizan a la Gran Madre, la Dama del Laberinto, fundamento de arcaicos y fervientes cultos en cuevas que podemos imaginar como de luz escasa, fetidez acuosa y forma laberíntica.

Otra cueva, cuatro mil años más tarde: Manhatthan, el ostentoso escaparate de Babilonia. Soleado mediodía de octubre en la Quinta Avenida, uno de los groseros tajos hendidos de norte a sur en la isla robada a los indios nativos a cambio de 24 dólares y hoy convertida en altar de Occidente. Campo de carroña para todos los zopilotes encorbatados.

En el sereno jardín de la First Presbyterian Church, la iglesia de los patriotas, a la sombra de un ginko, una joven navega por Internet con su laptop. En la acera de enfrente, porque los hijos de las tinieblas rondan en las inmediaciones de los templos, La Serpiente repta.

«¿Pusiste en el cappuccino la cocaína que te dije?», pregunta al camarero. El restaurante se llama Danal. Es bohemio, culto, liberal como todo el barrio de Gramercy Park. El camarero es correctamente amanerado, correctamente barbilampiño, correctamente newyorker: otro pibe efébico en las fauces de Moloch. Bromea con La Serpiente. «¿Cuántas Sarah Pallin habrá este Halloween?». Las carcajadas son antiguas. Huelen a tierra. En el hilo musical, la voz de un negro: Bright blessed days / dark sacred nights.

Tras dos días de lluvia («tirada en cama, triste, con mi gatita Serafina, las dos hundidas y llorando desoladas»), La Serpiente está radiante. Ha cambiado de piel y reparado las heridas del ahogo. Afila los colmillos: «Si me quedase una semana de vida haría daño a todos los que me dañaron. No, no me quedaría mirando las flores. Los asesinaría a todos. Uno a uno». Es fácil imaginarla: una mujer con un cuchillo de trinchar.

Diamanda Galás – foto: Kristofer Buckle

La Serpiente es una mujer, por supuesto. Las cédulas administrativas dicen que se llama Diamanda Galás y nació el 29 de agosto de 1955 en San Diego, al sur de California y «a diez minutos de México». Hija de Dimitri y Giorgia, griegos ortodoxos. Podría ser una diva de la ópera (canta como si lo fuese y la crítica la considera la mejor voz de su país), pero ha decidido, como buen reptil, hablar con los muertos.

«Mi madre dice que mi modo de cantar viene de otro tiempo, de la estirpe de las moiroloias, las mujeres de la península de Mani que cantaban lamentos funerarios». Analogía número 1: las moiroloistas eran evitadas por los hombres. Como La Serpiente, que limita a una palabra su consideración del género masculino: «bastardos». Analogía número 2: los sacerdotes consideraban que los gritos rituales ante los cadáveres de las mujeres bramantes eran impíos. El Vaticano y la Democracia Cristiana italiana tildaron a La Serpiente de sacrílega («más blasfema que Madonna», dijeron oficialmente) cuando representó en Roma, en 1993, The Masque of the Read Death, uno de los oratorios del ciclo de canciones-rugido sobre la cruzada anti-sida de los purpurados.

Sonrisa de alambre
Retrato de La Serpiente: pantalón pitillo y chaleco negros, reloj con pulsera de perlas, sonrisa de alambre, gesticulación neorrealista de recolectora de arroz, de trabajadora industrial, –brazos disparados, muchos voltios en las piernas-araña–, tatuaje en los nudillos de la mano izquierda (we are all HIV+, todos somos seropositivos), ojos de rayos equis casi verdes, una mueca eterna de labios… Pica faláfel y ensalada, unta humus en un trozo de pan de pita, bebe té con hielo. Carcajadas como rascacielos y dientes en cada palabra. Podría hacer daño con tanto marfil.

«No dejo de escuchar bandas sonoras de películas de terror, compuestas para provocar miedo. Películas extrañas sobre humanos que se convierten en cocodrilos o serpientes, sobre humanos que son devorados por gusanos, documentales sobre animales… Me gusta la música enferma».

«The masque of the red death» – Foto: Annie Leibovitz

Desde su debut en 1982 con The Litanies of Satan, La Serpiente ha abierto repetidamente la Caja de Pandora de la que emergen todos los padecimientos. Su discografía bulldozer de 17 álbumes no ha evadido los viajes a la demencia (Vena Cana, 1993); el poder anímicamente laxante del ruido (Schrei 27, 1996); la poesía fúnebre de Baudelaire, Pasolini o el poeta-guerrillero Miguel Huezo Mixco (Malediction and Prayer, 1998); la crónica y lamento del genocidio cometido por los turcos entre 1914 y 1923 contra armenios, griegos y asirios (Defixiones, Will and Testament: Orders from the Dead, 2004) o la reinterpretación perversa de la tradición musical estadounidense, desde el blues de cadena de trabajo de los presidiarios hasta el jazz furioso de Ornette Coleman (The Sporting Life, 1994, y Guilty Guilty Guilty, 2008).

La Serpiente es una máquina de triturar («me encanta esa expresión, sí, sí, ¡soy una jodida máquina de triturar!»), una francotiradora («¿sabe que en los años 80 tenía una camiseta militar con esa expresión, ‘sniper’, que no me quitaba nunca?»). Nos quiere apretar hasta la asfixia. Está de acuerdo al 100% con Kafka cuando aseguraba que la comunicación sólo es posible si el oyente está horrorizado. «La música que me interesa es aquella que te puede provocar la muerte con sólo escucharla. Las notas, el timbre, los dinámicos… Todo debe tener una propulsión capaz de catalizar el cambio y la tensión y llevarte hasta la muerte. Cuando canto las canciones que me gustan me atraviesa la idea de que estoy matando a alguien. Me siento bien con esa sensación».

«Odio a los animales que van en grupo«
Al cantar tiene boca asquerosa de hiena, “esos animales horribles que me aterrorizan, pero colocan los labios en la posición correcta en que los coloco yo para cantar, perfectos desde un punto de vista académico”, pero prefiere la distinción de los animales solitarios. «Criaré lobos en el futuro! Me encanta como aullan. Son como yo. No andan en manadas. Odio a los jodidos y aburridos animales que van en grupo. También a la gente que va en manada. La odio».

Atardece sobre la falsa gloria de Manhattan. Llega la hora del regreso al apartamento del East Village, donde vive sola con la gata triste Serafina. Un lugar «caótico, desordenado, con papeles por todas partes, un lugar capaz de volverte loco». La Serpiente, la sacerdotisa dura y sucia que creció tocando el piano, aislada de las energías criminales de la televisión y la radio, se educó en los placeres del sadomasoquismo en el instituto, estudió bioquímica, perdió a su único hermano por el sida, padeció una severa hepatitis C durante cinco años, declara «obscena» la idea de maternidad y se siente asqueada por el «pop pedófilo» y el «rock imbécil» de estos tiempos, deja que la piel, como un calcetín, empiece a mudar de nuevo.

«Tengo miedo, claro que sí. Como cualquier otra mujer. ¿Miedo a qué? Sobre todo, a la muerte de mis padres. Mi madre, Giorgia, tiene 85 años y es fuerte, pero mi padre, Dimitri, tiene 93, y muchos problemas de salud. Estoy preocupada por ellos, muy nerviosa. Soy su única hija y le doy muchas vueltas a la cabeza. Tiendo a la oscuridad… ¿El suicidio? Alguna vez he pensado en él como todos lo hacemos, pero no sería capaz de hacer algo así. Sería una humillación para mis padres, una bofetada que destruiría su vida. Soy griega, sé cómo practicar el estoicismo. Es difícil vivir, por supuesto, pero soy yo quien lo ha elegido. Navego en la tempestad, pero estoy en mi barco. Al menos puedo pescar. Al menos puedo pagar el alquiler».

13 palabras

«No se debe joder con las palabras, jugar intelectualmente con ellas. Cada palabra es importante, cada una de ellas». Diamanda Galás gusta del rigor poético, de la carga de verdad que mancha. Por eso se siente asqueada por la música desliteraturizada y falsamente llena. «Todo es ruido. La música que se lleva es muy tonta, muy banal, nada complicada. Está llena de falsedad. A nadie le importan las palabras. Todo es dinero y pendejadas».

Jugamos con La Serpiente a desnudar 13 palabras y dejarlas en carne viva:

Dolor
Familia

Mujeres
Mercaderes

Hombres
Bastardos

Prostitución
¡Bien!

Crueldad
Venganza

Drogas
Importantes

Beatles
Chicle, vómito

Elvis
Brillante, maravilloso, interesante.

Bruce Springsteen
Fuerte y poderoso

U2
Un enano saltarín con ínfulas de Napoleón con un grupo detrás

Freud
Estar con una familia griega una hora te hace superar al jodido Freud

Miedo
La muerte de mis padres

Locura
Los griegos tenemos la seguridad del diablo y la esperanza de dios. No tememos la locura porque estamos locos

[Firmé esta entrevista reportajeada, publicada en noviembre de 2008, en la revista Calle 20. Versión completa en PDF]

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Canciones perdidas y exhumadas para tolerar la noche del mundo

Dientes de plata, un cementerio de canciones, el nuevo episodio del podcast, está concebido como una autoexculpación por haber omitido de mi prontuario emocional y mi memoria las piezas musicales con las que conviví en otro tiempo.

Las encontré hace pocos días al sondear entre documentos antiguos almacenados en un back-up informático y darme de bruces con las reseñas que escribí entre 2003 y 2005 para uno de mis blogs, Dientes de plata. Llamé así a aquella bitácora —no se molesten en buscar rastros, la borré del todo— porque deseaba ofrecer pistas de canciones que concedían el privilegio, o al menos eso pensaba y vendía yo a los escasos lectores, de morder la luz de la luna.

Cuando confronté de nuevo aquellas canciones que significaron tanto, me parecieron cantos de hombres extraños situados, como diría mi entrañable Federico Nietzsche, «frente a la puerta muda y fría del mundo, abierta a mil desiertos», ingresando en la oscuridad, cargando con un peso que no es necesariamente específico de ellos mismos, iluminados sólo otoñalmente, porteadores de los fardos más fatigantes, de canciones que son guía, es verdad, pero también deuda que los demás raramente saldamos.

Para hacer frente a ese débito monté este episodio de retorno y reencuentro con ángeles a quienes olvidé con injusticia. Para mí han salido del abismo y el regreso ha sido como un inesperado disfrute. Espero que a los habituales o visitantes accidentales compartan un placer del mismo calibre.

Si debo establecer un valor para estas canciones perdidas y recuperadas, lo situaría entre los bálsamos que permiten tolerar la noche del mundo.

Este es el tracklist:

01 – Robyn Hitchcok – Creeped Out
02 – Brendan Benson – Spit It Out
03 – Eric Ambel – Revolution Blues
04 – Giant Sand – Les Forçats Innocents
05 – American Music Club – Myopic Books
06 – Edison Woods – Brooklyn Flowers
07 – Neal Casal – It’s Not Enough
08 – Alejandro Escovedo – About this Love
09 – Papa M – She Sais Yes
10 – Steve Forbert – Wild As The Wind (A Tribute To Rick Danko)
11 – Richard Buckner – Invitation
12 – Thalia Zedek – Ship
13 – Wovenhand – To Make a Ring
14 – The Blues Explosion – Spoiled
15 – Loose Fur – Liquidation Totale
16 – Jay Farrar – Lucifer Sam

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Canciones emparejadas, como los talismanes y las manías

Tras un silencio de más de dos semanas, que intentaré reconducir hacia una frecuencia más estable, el podcast regresa con una entrega que relaciona canciones de dos en dos sin más motivo —disculpen el atrevimiento— que mi capricho.

Este episodio, Una sesión de canciones emparejadas, aspira a jugar con alguno de los misterios que la música retiene y a veces extiende entre sus creyentes. Rondaremos en torno a los ideales románticos de una forma creativa, la música, a la que se ha otorgado la condición de ser el «arte de la noche» porque requiere un acercamiento tan sigiloso que impide entender del todo lo que sucede cuando te dejas llevar por la irracionalidad de las canciones.

Escuchamos nueve parejas de canciones —18 temas en total— para experimentar cómo se aparean las piezas musicales en tu interior y por qué lo hacen. Todos llevamos encima —es decir, por dentro— un directorio que iguala, liga, nivela y une ciertas canciones con otras. ¿Son concordantes en ritmo o fraseos? ¿Imploran la misma respuesta afectiva? ¿Nos devuelven a lugares que son siempre los mismos?…

No tengo respuestas certeras para estas preguntas, pero soy consciente de las alianzas que trazan dentro de mí algunas canciones en busca de hermandad. Sospecho que se trata de elementos magnetizados, formas de concordancia ying-yang, mitades dialécticas de una misma verdad.

En el episodio hay instrumentales valientes; viajes en retroceso al posthipismo californiano y a los ajardinados ambientes de la psicodelia oscura reordenada en el Reino Unido por músicos cercanos al colectivo de King Crimson; un par de guitarristas de nuevo cuño, virtuoso estilo fingerpicking y perfiles complementarios: una es primitivista, inglesa y blanca, y la otra soñadora y afroestadounidense; cantautores conscientes de que la música no debe ser tomada por un trayecto de diversión, sino como umbral de acceso a lo sagrado…

Ejemplo palmario de la pretensión de Una sesión de canciones emparejadas, es el cierre con dos temas tomados de la reedición remezclada de Stage Fright, el disco que ahora cumple medio siglo, y que completó el trío inicial de la saga de The Band de la que nació un nuevo idioma para el poprock, el de la desesperanza, con un matiz de sermón y plegaria. Como digo en algún momento del podcast, es el grupo de mi vida, el que más en carne viva me deja, el que nunca me decepciona, el que siempre me obliga a anudar el pecho para retener las lágrimas.

Son, en suma, canciones agrupadas, como los talismanes y las manías, por motivos plenamente personales.

Tras el final de la entrada inserto algunas piezas de vídeo con protagonistas del episodio.

Este es el tracklist, con las canciones separadas por parejas.

01 – Phil Alvin – The Ballad of Smokey Joe
02 – Dave Alvin – Highway 61 Revisited

03 – McDonald and Giles – Tomorrow’s People – The Children of Today
04 – Pete Sinfield – Under the Sky

05 – The Third Mind – Journey in Satchidananda
06 – Bobby Lee – Join Me In LA Boogie

07 – Gwenifer Raymond – Hell for Certain
08 – Yasmin Williams – After the Storm

09 – Sam Burton – I Am No Moon
10 – Sam Moss – Sunday People

11 – The Clash – Washington Bullets
12 – The Clash – Complete Control

13 – Jefferson Starship – Miracles
14 – Hot Tuna – Bar Room Crystal Ball

15 – Durand Jones & The Indications – Is It Any Wonder
16 – Aaron Frazer – If I Got It (Your Love Brought It)

17 – The Band – Stage Fright
18 – The Band – The Shape I’m In

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Karen Dalton, folk para almas cansadas

La foto de la cubierta del disco [In My Own Time, 1971] no contiene códigos secretos. Al contrario, dice la verdad textual: una mujer vestida de oscuro, el suelo embarrado del camino hacia las ruinas de un granero, la nieve que mutila el paisaje invernal…

Karen Dalton (1937-1993), al contrario, pasó por el mundo conjugando el verbo esconder, aquejada de mucho dolor, reteniendo un latido mortuorio que sólo dejaba presentir cuando cantaba.

Vivió y fracasó: ése es el resumen más justo. Tres matrimonios antes de los 21 años, tres rupturas, dos hijos, una errancia desatinada, alcoholismo y heroína, VIH. Sólo un par de discos, pero de tal calado que puedes palpar en cada surco el peso de tanto resbalón.

Las pocas canciones que nos dejó Dalton son para oídos y almas cansadas. Cantaba versiones porque consideraba que no era necesario componer nuevas canciones si otros han escrito lo que deseas decir. Eligiese lo que eligiese (Motown, country, pop…), todo sonaba a lamento. Nunca buscó el premio de la fama, trastabilló una y otra vez y murió a los 56 años, tan olvidada que ni siquiera están claras las circunstancias —sida, dicen unos; abandono, sostienen otros—.

Tras irse a los 22 años de la ciudad natal, Enid, Oklahoma, aterrizó a mediados de los años sesenta en los antros del Greenwich Village donde estaba naciendo el nuevo folk. Dejó con la boca abierta a todos los niñatos blancos que leían a Sartre y soñaban con ser existencialistas. Bob Dylan, que la acompañó a la armónica tres o cuatro veces, escribiría muchos años más tarde en su libro de memorias que Dalton «era la mejor, la más pura y descarnada, cantaba como una cantante de blues y tocaba la guitarra como Jimmy Reed».

Hizo falta poco, porque es casi lógico cuando escuchas como pasa Dalton sobre las melodías con voz trémula y espíritu sufriente, para que la comparasen con Billie Holiday. Alguien dijo que sus interpretaciones eran demasiado bluesy para los folkies y demasiado folkies para los bluesy.

Otros sostuvieron que el dolor intenso que emanaba de la voz de Dalton provenía del factor genético: le atribuyeron sangre cherokee aunque se trataba de un error que alguien difundió para intentar venderla como racial: sus ancestros procedían de una tierra de turba negra, Irlanda.

Karen Dalton (1937-1993) – Foto: Elliott Landy

Barrida de la escena por la locura incendiaria de los años setenta, la gran cantante se perdió en la miseria del vino barato, heroína y la codeína a la que se enganchó tras un largo tratamiento dental. En 1985 fue diagnosticada como seropositiva del virus del sida. Murió unos años más tarde. No le quedaban apenas amigos.

Dejó sólo dos discos, reeditados y ampliados con alguna colección de grabaciones perdidas cuando Dalton, que sólo entró dos veces en un estudio de grabación, fue redescubierta y mencionada como primogénita hija de la oscuridad por artistas contemporáneos como Nick Cave, que la considera la mejor cantante de blues de la historia.

En 2015, once mujeres —entre ellas Sharon Van Etten , Patty Griffin, Lucinda Williams e Isobel Campbell— grabaron Remembering Mountains: Unheard Songs By Karen Dalton, que editó la discográfica Tompkins Square. Eran letras de canciones nunca publicadas por Dalton que sirvieron para paliar la equivocada idea de que, si bien transmitía como casi nadie las articulaciones de la pena, no daba la altura como compositora.

Una sola recomendación: no escuchen a Karen Dalton si buscan felicidad. En sus canciones sólo manda la pena.

Karen Dalton retratada en Summerville-Colorado, en 1966

[Esta pieza procede de mi web personal]

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La breve edad de oro de la extraña música de Etiopía

«Hay en la música etíope una cierta intensidad cansada y una extrañeza ajena a los polirritmos que rigen en casi todo el resto de la música africana: se trata de una música rural, nostálgica y futurista de la que parece emanar una atmósfera vagamente siniestra y un aire de misterio que puede ser sugerencia de un encuentro en un callejón o también provocar una sensación de desolación romántica».

Esta cita textual del guión del nuevo episodio del podcast Hot Parade, Jazz y pop etíopes, los ritmos más seductores (y originales) de África, es una invitación para adentrarse en la edad de oro de la música de Etiopía.

Viajamos hacia el ethio-jazz y el ethio-pop, subgéneros nacidos en un país que, debido a una geografía de tierras altas y a las zonas de amortiguación del desierto circundante, se desarrolló separado de las zonas periféricas o cercanas.

La música germinó de modo prodigioso en unos pocos años, entre 1969 y 1978, la llamada edad de oro del pop y el jazz etíopes, cuando aparecieron artistas que superan a cualquier otro creador musical africano.

Por desgracia, vivieron en el lapso entre dos dictaduras y no existieron en sincronía para el resto del mundo. En 1985 fue publicado en Occidente el primer álbum de música etíope. Lo firmaba el vocalista Mahmoud Ahmed y lo puso en circulación la editora belga Crammed Discs.

El disco incluía una larga tizita [también se puede decir teseta], el estilo de baladas etíopes de desgarro amoroso y nostalgia similares en desconsuelo al fado y la saudade portugueses. Eran ocho minutos de conmovedor sufrimiento cantados en Erè Mèla Mèla / Mètché Nèw, una conmovedora pieza en dos partes [vídeo, abajo] en la que Mahmoud Ahmed confiesa que no disfruta de la vida como una vez la disfrutó y compara la privación amorosa con una enfermedad.

El musicólogo francés Francis Falceto, empresario de la discográfica Buda Musique, había descubierto por casualidad en 1984 una edición etíope de la canción de Ahmed y se empeñó en ir en persona a Adís Abeba a conocer al cantante.

Dos postales de Adís Abeba en torno a 1970

Del viaje de Falceto nació la ida de editar la serie Éthiopiques, publicada desde 1998 por Buda Musique. Hasta 2017 han aparecido treinta álbumes, algunos recopilatorios y otros dedicados a subgéneros o artistas individuales. Forman en conjunto un panorama fascinante de canciones de infrecuente riqueza sonora y musical del que no resulta fácil salir una vez has entrado.

La confección de Éthiopiques implicó la localización no siempre fácil de las grabaciones originales, a veces mal conservadas o abandonadas, y la datación e identificación de músicos y técnicos. La colección ha recibido los parabienes que merece por explorar de manera seria, gozosa y casi integral la música de un país y una época desconocidos.

En Jazz y pop etíopes, los ritmos más seductores (y originales) de África presentamos una selección variada con 15 temas. Los intérpretes van desde los cuatro grandes vocalistas (Tlahoun Gèssèssè, La Voz; el citado Mahmoud Ahmed; el arisco Ayaléw Mèsfin, y Alèmayèhu Eshèté, El James Brown etíope) hasta los patriarcas del etio-jazz, Mulatu Astatqé y Hailu Mergia, pasando por la adorada diva Bizunesh Bekele, y la pianista nacida en cuna noble Emahoy Tsegué-Maryam Guèbrou, una de las primeras feministas del país y, sin que se conozca el motivo, enclaustrada durante 30 años en un convento de monjas descalzas en el desierto…

El tracklist completo es el siguiente:

01 – Mulatu Astatqé – Yèkatit
02 – Hailu Mergia & The Wailas – Musicawi Silt
03 – Gétatchèw Mèkurya – Antchi Hoyé
04 – Bizunesh Bekele – Aha Gedawo
05 – Birkineh Wurga – Alkedashim
06 – Tlahoun Gèssèssè – Lantchi Biye
07 – Mahmoud Ahmed – Erè Mèla Mèla / Mètché Nèw
08 – Menelik Wèsnatchèw – Tezeta
09 – Emahoy Tsegué-Maryam Guèbrou – A young girl’s complaint
10 – Girma Bèyènè – Ené Nègn Bay Manèsh
11 – Alèmayèhu Eshèté – Tchero Adari Nègn (Elvis Etíope)
12 – Ayaléw Mèsfin & Black Lion Band – Gedawo
13 – Tèsfa-Maryam Kidané – Heywèté
14 – Hailu Mergia & Dahlak Band – Sintayehu
15 – Mulatu Astatqé – Yèkérmo Sèw

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Lo mejor de un difícil momento musical: 2000-2020

Al tiempo que las canciones parecen importar poco o nada como productos culturales, los artistas importan aún menos. La cifra es liliputiense y sobradamente conocida, pero conviene repetirla para intentar entender la dimensión del escándalo: la empresa más poderosa del streaming paga 0,003 dólares a los músicos por cada reproducción. Mientras tanto, entrega una media de un millón de dólares por hora a las tres macro empresas que controlan los royalties y derechos de casi toda la música que se produce en el mundo: Universal, Sony y Warner.

¿Qué hicimos para llegar a este panorama de unificación, dirigismo y explotación? Una de las respuestas rotundas se deduce con cruel claridad del propio lema que usa como reclamo publicitario el streaming: «Escuchar lo es todo».

Mientras tanto parecen haber dejado de tener importancia las acciones reflexivas aparejadas a la música: entender lo que se escucha, saber analizarlo, distinguir la procedencia de las voces y las experiencias implicadas y discernir la carga de historia y cultura tras cada canción.

Pese a que esta horma apareció y se desarrolló hasta ser un instrumento de unificación durante la centuria que nació hace veinte años, en el episodio Con qué nos quedamos del siglo XXI —entrega de Hot Parade que publicamos entre el fin de 2020 y el inicio de 2021— vamos a encontrar vetas de esperanza, entre ellas la prevalencia inesperada del jazz en las propuestas más arriesgadas de renovado hip-hop, las voces y estilos rebeldes que llegan de África, alguna elegante forma de nuevo folk, las obras de artistas que son tercos en lo creativo…

No se trata de una lista clasificatoria en sentido clásico, sino de una respuesta personal ante un momento especialmente difícil y espeso en lo musical.

Sin ánimo de sentar doctrina, porque somos simples personas que disfrutan de las canciones desde que éramos niños, presentamos en el nuevo episodio del podcast , una colección de piezas que son, al menos en estos días, nuestras favoritas personales de entre 2000 y 2020, es decir, un hit parade del transcurso parcial de la centuria que habitamos.

Intentamos deducir qué ha pasado musicalmente en estas dos décadas y qué podemos esperar de los tiempos que vienen.

Un par de elementos de contexto para abrir boca.

Primero. La letra socarrona, pero también de poético realismo, de una de las canciones de la selección (Rock & Roll Is Cold, del gran Matthew E. White):

Dices que encontraste la clave del Rhythm and Blues
Pero el Rhythm and Blues no tiene clave
Todo el mundo sabe que el Rhythm and Blues es gratis

Dices que encontraste el truco del góspel
Pero el góspel no tiene truco
Todo el mundo sabe que el góspel es un don

A todo el mundo le gusta hablar
A todo el mundo le gusta hablar mierdas

Dijiste que encontraste el alma del rock and roll
Hey, hey, el rock and roll no tiene alma
Todo el mundo sabe que el rock and roll es frío.

Segundo. Unas declaraciones del siempre irreprochable Jeff Tweedy sobre la epidemia de acné sentimental que hace estragos entre las generaciones adultas:

«Estamos más obsesionados con la juventud que ninguna generación precedente. Si hay algo revolucionario acerca de Wilco es la idea de que nos importa una mierda ser maduros. Hay algo sensacional en descubrir que no te embarga la mala hostia de la juventud. Ese todo o nada, esa tendencia a despreciar a la porción de la humanidad que conduce monovolúmenes o escucha a Tom Jones. Además, no encuentro demasiadas bandas jóvenes que se esfuercen en ser honestas. La mayoría solo suena como una versión chunga de algún artista de los ochenta. Los ves y dices: Esta es la lamentable copia de Human League o he aquí a los pálidos Dexys Midnight Runners«.

Este es el tracklist del episodio de Hot Parade:

01 – M. Ward – Sad Sad Song
02 – Bill Callahan – Javelin Unlanding
03 – Madeleine Peyroux – Between The Bars
04 – Mina Agossi – Well You Needn’t!
05 – Jamila Woods – Miles
06 – Esbjörn Svensson Trio (E.S.T.) – Goldwrap
07 – Four Tet – Love Cry
08 – J Dilla – Workinonit
09 – Gil Scott-Heron – Me and the Devil
10 – Kendrick Lamar – Sing About Me, I’m Dying Of Thirst
11 – Kelis – Trick Me (album version)
12 – Geoffrey Gurrumul Yunupingu – Bayini
13 – Michael Kiwanuka – Always Waiting
14 – Richard Thompson – Stony Ground
15 – Wilco – Bull Black Nova
16 – The Black Keys – Sinister Kid
17 – Matthew E. White – Rock & Roll Is Cold

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Smithville, el paisaje inconcebible de un sueño…

Buscas Smithville en una de esas máquinas de geografía virtual que te consuelan con la idea de que el mundo (pero, ¿qué tipo de mundo?) está a tus pies. Encuentras una decena de lugares llamados Smithville: ocho en los Estados Unidos, uno en el Reino Unido y otro en Australia.

No despreciarías visitarlos, uno tras otro, todos los Smithville.

Aciertas a imaginar un devenir temático sólo justificado por el empuje de los topónimos: Shangri-La, Angkor, Ubar, Bjarmaland, Lalibela, Svaneti

¿Por qué no Smithville?

Todo rumbo es impredecible, el fruto de un capricho, una mala decisión, una indisposición gástrica, una mañana amarga, una palabra a destiempo, el deseo de encontrar el paisaje inconcenbible de un sueño…

Pero tienes un problema: el Smithville que buscas, pese a que existe y es tangible, no aparece en los mapas. Ni siquiera en el de las ciudades invisibles, flotantes, yacentes bajo los océanos, acristaladas por el hielo, abrasadas por los dedos rojos de la lava, borradas del recuerdo por un suceso impío…

Ésta es la única descripción escrita que has encontrado sobre tu Smithville:

Es una pequeña ciudad cuyos vecinos no pueden ser reconocidos racialmente. No hay amos ni esclavos. La población carcelaria es abundante y la mayoría de los ciudadanos han formado parte de ella en un momento u otro. Algunos pueden escapar de la justicia, pero deben marcharse del pueblo. Las ejecuciones son públicas. Hay muchos crímenes –pasionales, cínicos, irreflexivos–. Tanto el homicidio como el suicidio son rituales, actos que de inmediato se convierten en leyenda, actos que transforman la vida diaria en mito o revelan que toda idea de destino es sarcástica. El humor es notable en la ciudad, pero siempre es cruel (…) Hay una guerra constante entre los mensajeros de dios, los fantasmas y los demonios, entre bailarines y bebedores, entre el mismo dios y sus mensajeros.

El texto aparece en la página 424 de la edición que manejas (Picador, Nueva York, 1997) del libro Invisible Republic, de Greil Marcus.

El resto de indicios con los que cuentas para dar con Smithville son 84 canciones.

Las compiló, ordenó y prologó en 1952 Harry Smith (1923-1991), hijo de millonario que supo dilapidar la herencia con infinita elegancia, y fueron editadas en seis vinilos por la discográfica Folkways bajo el título de Anthology of American Folk Music.

Cubierta de la primera edición (1952) de la ‘Anthology of American Folk Music’

Alguna vez escribiste que no hace falta nada más para vivir que esas 84 canciones. Mantienes esa creencia pese a que ya no tienes edad para creer.

En las carpetas de los discos, clasificados en tres grupos de álbumes dobles (titulados Ballads, Social Music y Songs), Harry Smith, amigo de lo arcano y el poder de los símbolos, inaprensible para el vulgo, transmite algunas claves sobre la tierra mítica.

Los colores de los discos muestran lo que podría ser una bandera y su interpretación: azul (aire), rojo (fuego) y verde (agua)

Menos sencilla es la ilustración de todas las cubiertas, sólo diferenciadas por la tríada de filtros de color: un monocordio tañido por una mano.  Smith aplica al instrumento el adjetivo ‘celestial’. Por ende, podemos inferir que la mano es la de Dios.

Grabado de un monocordio. El dibujo fue utilizado por Harry Smith con intención esotérica en las carpetas de los discos de la antología

Inventado por Pitágoras en el siglo IV tras analizar el ritmo de los golpes de diferentes tipos de martillos sobre el yunque de una herrerría, el monocordio permitió al matemático desarrollar la teoría de las proporciones musicales.

El posterior estudio del instrumento y sus en apariencia fatigadas y simples notas –sólo en apariencia, ya que contienen todas las proporciones armónicas– fue la puerta de entrada a los misterios esotéricos de las asociaciones del espacio y el tiempo, el mundo visual con el audible y el fundamento del universo como juego de esferas.

En el siglo XVI, el alquimista Robert Fludd empleó el monocordio para componer la teoría gnóstica sobre las correspondencias armónicas entre los planetas, los ángeles, las partes del cuerpo humano y la música.

Las canciones recopiladas por Smith, es decir, las vísceras de Smithville, saben a hierba y sudor, sangre y nostalgia, prédica y quejas… Son un reportaje escrito por un dios agotado (de ser todopoderoso, de ser magnánimo, de ser atroz), pero tienen una intención oculta que la distancia de las recopilaciones de etnógrafos de traje y corbata como Alan Lomax y Amos Asch.

A diferencia de éstos, Smith omite más de lo que dice. El endiablado folleto interior que redactó para los discos (28 páginas) es una colección de chanzas. No identifica a los artistas por su raza (algunos críticos tardaron años en descubrir que Mississippi John Hurt era negro y no, como su tono vocal sugiere, un hillbilly de las montañas), no menciona el año o el lugar de las grabaciones, introduce enunciados de matiz casi surreal…

Nada parece importarle tanto como la narrativa interna que las 84 canciones establecen como un todo armónico, como si el curso que construyen diese lugar a una mitología arcaica y a la resurrección de un lenguaje que todos dábamos por muerto.

Excepto unas cuantas, todas las piezas son de los años veinte, pero podrían pertenecer a una dimensión temporal paralela. Nada que importe tiene edad.

Harry Smith retratado por su amigo, el poeta Allen Ginsberg

Interesado desde la adolescencia por la música ritual y criado en una familia singular (su madre se consideraba con derecho a ser la Zarina de Rusia y afirmaba haber mantenido relaciones con el satanista Aleister Crowley y empezó a recopilar canciones oscuras (baladas de crímenes e incestos), música cruda (violinistas de los pantanos), lamentos de cowboys, valses de campamento y peroratas de profetas…

La enorme repercusión de la Anthology… (Bob Dylan dijo de los discos que contenían  «la única música válida, la que habla de leyendas, la Biblia, las plagas, las cosechas y, sobre todo, la muerte») no detuvo a Smith: hizo cine experimental cuando la expresión ni siquiera estaba acuñada, pintó cuadros de alucinada profundidad, intimó con el realizador Jonas Mekas, el poeta Allen Ginsberg y el fotógrafo Robert Frank (que llamaba Magic Man a Smith), coleccionó avioncitos de papel y huevos de pascua, se jactó de haber cometido asesinatos («necesito matar a alguien cada tres o cuatro meses») y murió en el más adecuado de los hoteles, el Chelsea.

Pese a toda esa actividad, a ese ruido (por ejemplo, el homenaje reciente de un buen lote de artistas plásticos), creo que  Smithville sigue siendo una secreta ciudad de santos y pecadores (en el censo local abundan más los segundos que los primeros) donde, en un ciclo perenne, suenan 84 canciones.

Hice este retrato a Greil Marcus en 2012 en San Francisco. Aparece en la solapa de la edición española de ‘Escuchando a The Doors‘ (Editorial Contra). Foto: Jose Ángel González

Creo que a los posibles viajeros les conviene saber que para acceder a Smithville, en el corazón de la vieja y desquiciada América (como retituló Greil Marcus su primer libro sobre la República Invisible, que pasó a llamarse The Old, Weird America), son necesarios algunos requisitos:

tener hambre
estar desesperado
o loco de amor
dejarte barba
husmear como un perro
volverte chiflado
por el pelo mojado
de las mujeres
manchar el piano con los zapatos
pedir pan y aceite
oler a pezuña
cargar la pistola
y tener las uñas sucias

Imagen promocional de la caja ‘The Harry Smith B-Sides’. Foto: Dust-To-Digital

El último episodio del podcast está dedicado a The Harry Smith B-Sides, una especie de segunda parte de la antología.

Titulamos la entrega La música brusca de la república invisible de Smithville. Como una de las fuentes periodísticas usé una antigua pero vigente entrada que escribí en mi web personal.

El tracklist del episodio es éste:

01 – Frank Cloutier and the Victoria Cafe Orchestra – Moonshiner’s Dance Part Two
02 – Alabama Sacred Harp Singers – Rocky Road
03 – Bascom Lamar Lunsford – Mountain Dew
04 – Buell Kazee – The Wagoner’s Lad
05 – Prince Albert Hunt’s Texas Ramblers – Waltz Of Roses
06 – Uncle Bunt Stephens – Louisburg Blues
07 – Memphis Jug Band – I Packed My Suitcase, Started To The Train
08 – Blind Lemon Jefferson – ‘Lectric Chair Blues
09 – Furry Lewis – Kassie Jones (Part 2)
10 – Bill & Belle Reed – You Shall BeFree
11 – Clarence Ashley – Old John Hardy
12 – Henry Thomas – Bull-Doze Blues
13 – Hoyt ‘Floyd ‘ Ming And His Pep-Steppers – Old Red
14 – Richard ‘Rabbit’ Brown – I’m Not Jealous
15 – Memphis Sanctified Singers – The Great Reaping Day
16 – Dock Boggs – Down South Blues
17 – Mississippi John Hurt – Nobody’s Dirty Business
18 – The Carter Family – I’m Thinking Tonight Of My Blue Eyes

En el reproductor de abajo puedes escuchar La música brusca de la república invisible de Smithville.

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