Categorías
sagrario

¿Queda algo, 44 años después, de la refrescante maldición de ‘God Save the Queen’?

Sediciosa y bárbara. God Save the Queen, el himno de ruptura y rebelión de los Sex Pistols, cumple en unos meses 44 años y sufre, pese al manejo interesado, pocos síntomas de esclerosis.

Al contrario, cuadra con la miseria político-económica presente, pone en su lugar a las familias reales de tanta utilidad social como las figuritas de Lladró, condensa una respuesta adecuada a la patología social del miedo, traza la historia de la prosperidad edificada en torno al hedonismo de uno y la miseria de los demás, vomita bilis sobre la cultura tribal, pone en duda el modelo del play a todas horas en el bolsillo y proclama exigencias que nunca deberían languidecer y que, como escribió alguien, «ningún gobierno podrá cumplir jamás» porque, como nos demuestran a diario, los gobiernos son antagónicos con la idea de humanidad.

Cuarenta y cuatro años después, God Save the Queen habla del futuro. De muy pocas canciones se puede decir lo mismo.

Por el tiempo agotado en que nada ha cambiado, por los años en que todo deberá cambiar, acaso con la misma violencia que subyace en la canción y su escenografía ético-anarquista, hablemos de God Save the Queen, el Juicio Final en tres minutos y veinte segundos. ¿Sentencia? Culpables, desde luego.

Para empezar piensen en cómo nos va, en el diametro de la rendición, en la superficie del dominio, en los ángulos del maltrato, en el círculo del hambre y la sed, en los ancianos muertos encerrados en residencias durante la pandemia, ese ángel negro que quizá nos merecemos…

Eleven el volumen de su equipo y consideren qué ha sucedido desde 1977 hasta hoy mientras escuchan como suena nuestro pasado, que también es presente y porvenir… Si lo permitimos.

John Lydon, 1975

1. Los delincuentes. Steve Jones (21 años, guitarra), analfabeto, hijo de una peluquera y un boxeador amateur. A los 14 lo internaron en un reformatorio por gamberro. Iba, según él mismo, «camino del crimen y la cárcel». Paul Cook (20, batería), ayudante de electricista y colega de Jones. Glen Matlock (20, bajo), dependiente de un sex-shop —lo echaron del grupo en 1977 porque «le gustaban demasiado los Beatles» y fue reemplazadio por un tal Sid Vicious (20), yonqui y zopenco—. John Lydon (20, cantante), al que Jones bautizó como Johnny Rotten, Juanito el Podrido, por su mala relación con la higiene dental, un pandillero fracasado que se convertiría, como escribió Greil Marcus, en «el único cantante verdaderamente aterrador que ha conocido el rock and roll»: pronunciaba las erres como si le rechinasen los dientes y tenía mirada de lunático, te pulverizaba con los ojos. Había empezado a llamar la atención en 1975, mientras paseaba por las calles pijas de Londres con una camiseta de Pink Floyd sobre la que había garabateado una frase con más poder que el manifiesto de mil intelectuales: «I hate» (Yo odio). También escupía a los hippies. Era un espantajo de las cloacas.

Malcolm McLaren ante la tienda «Sex», 1975

2. El consigliere. Los paseos provocadores de Lydon eran, en realidad, un trabajo. Le pagaba como hombre-póster Malcolm McLaren (1946-2010), descendiente de judíos sefardíes portugueses, exestudiante de arte, aspirante a anarquista y socio de la diseñadora de ropa para falleras modernas Vivienne Westwood en la tienda-boutique Sex (que antes se había llamado Let It Rock y Too Fast to Live too Young to Die y después sería bautizada como Seditionaries). El mismo zig zag que McLaren aplicaba a las marcas lo padecía en el el ánimo: era un desequilibrado que quería estar en todas partes y al mismo tiempo. Ayer, teddy boy; hoy, situacionista; mañana, lo que venda… Al final dió en el clavo. Había estado en Nueva York, visto a los Ramones y descubierto las posibilidades comerciales de la fealdad y la confrontación. Regresó a Londres convencido de que la nueva belleza necesitaba ser asquerosa, ofensiva y asustar a los burgueses. No iba más allá: dinero fácil y rápido («sacar pasta del caos», era su eslogan de operaciones). Reclutó a cuatro golfos, les concedió el derecho a gritar, ayudó en la búsqueda de nombre —antes de dar con el de Sex Pistols barajaron Le Bomb, Subterraneans, Beyond, Teenage Novel, Kid Gladlove, y Crème de la Crème— y añadió algo de background intelectual al asunto. «Si la aventura sale mal, os vuelvo a contratar como hombres-póster», prometió para tranquilizar los ánimos.

Sex Pistols, 1976. Sid Vicious no había entrado en el grupo todavía

3. El lugar del crimen. En 1975, cuando McLaren clonó el punk yanqui en el Londres del aburrimiento, el Reino Unido era un país en desmantelamiento, con la cantidad de desempleados creciendo a tanta velocidad como la grosería de la inmisericorde brecha social y los servicios públicos en perpetuo recorte por mor de la política privatizadora del neoliberalismo. En 1977 deciden festejar, con el barco a punto de naufragar y las condiciones de vida ya hundidas, el Jubileo de Plata de la Reina Isabel II (25 años en el trono). Se organizan fastos millonarios, similares a los celebrados hace unos días por los 60 años en el sillón de la monarca —que es una de las mujeres más ricas del mundo, con una fortuna personal declarada de 600 millones de euros—.

Single de «God Save the Queen», editado por Virgin

4. La munición. El 27 de mayo de 1977 la discográfica Virgin Records pone a la venta el single de los Sex Pistols con God Save the Queen en la cara A y Did You No Wrong en la B —antes de que la banda firmara con la disquera, la empresa A&M había editado algunos ejemplares (se asustaron del contenido de la canción y pararon el proceso) como el que aparece al principio de esta entrada: se tiene conocimiento de que existen una docena y es el disco más valioso en las subastas: 12.000 libras esterlinas, unos 15.000 euros—. El single es el más censurado de la historia: no sólo la BBC, sino también las radios independientes, se niegan a emitir el tema; los almacenes lo boicotean, la prensa seria editorializa lo mismo que la amarilla y habla de «afrenta» y «atentado moral» contra el himno nacional del Reino Unido del que se mofan los Sex Pistols… El grupo organiza una gira por el Támesis en un barco alquilado (el Queen Elizabeth). La policía carga y hay apaleados y detenidos. Se debate sobre los Sex Pistols en el Parlamento. A Rotten le ataca en la calle un skin y le deja secuelas permanentes en una mano. Cuando le preguntan cómo solucionaría los problemas del país, Rotten responde: «Resolvedlos vosotros. Es vuestra puta culpa, esclavos, putos cabrones». El single y su mensaje de profundo y desolador asco calan en la sociedad: el disco se convierte en el más vendido, pero las empresas mediáticas lo ocultan en las listas de éxitos con maniobras grotescas como dejar en blanco la casilla del título de la canción o simplemente subir al número uno a la que ocupaba el segundo puesto, una balada de Rod Stewart que se titula, para completar el ridículo, I Don’t Want To Talk About It (No quiero hablar sobre eso).

Póster anónimo de mayo de 1968 y cartel de los Sex Pistols (Jamie Reid, 1977)

5. El testimonio. La letra de la canción de los Sex Pistols, traducida al español, dice: Dios salve a la Reina / El régimen fascista / Te han convertido en un idiota / Una bomba h en potencia // Dios salve a la Reina / No es un ser humano / No hay futuro / En el sueño de Inglaterra // Dios salve a la Reina / Que no te digan lo que quieres / Que no te digan lo que necesitas / No hay futuro, no hay futuro / No hay futuro para ti // Dios salve a la Reina / Sabemos lo que decimos, tío / Adoramos a nuestra Reina / Que Dios la salve // Dios salve a la Reina / Porque los turistas son dinero / El torso de nuestro personaje / No es lo que parece // Dios salve a la Reina / Dios salve la historia / Dios salve tu demencial desfile // Dios salve a la reina / Señor, ten piedad / Todos los crímenes se pagan / ¿Cuando no hay futuro / Cómo puede haber pecado? // Somos las flores en el cubo de la basura / Somos el veneno de tu maquinaria humana / Somos el futuro, tu futuro // Dios salve a la Reina / Sabemos lo que decimos, tío / Adoramos a nuestra Reina / Que Dios la salve // Dios salve a la Reina / Sabemos lo que decimos, tío / No hay futuro / En el sueño de Inglaterra // No hay futuro , no hay futuro / No hay futuro para ti / No hay futuro , no hay futuro / No hay futuro para mí.

Edición de lujo y tirada limitada de «God Save the Queen», 2012

6. ¿RIP?. Los Sex Pistols nacieron para morir deprisa. Fueron una refrescante maldición. Como una versión en reverso de un embarazo, estuvieron nueve meses entre nosotros, del 4 de noviembre de 1976, fecha de publicación de su primer disco, el single Anarchy in the UK / I Wanna Be Me; al 14 de enero de 1978, cuando actuaron por última vez en público —actuar es un verbo demasiado condescendiente, ya no se soportaban entre sí—. Fue en San Francisco (EE UU) [vídeo del concierto completo tras la entrada] y Rotten acabó el show hablando cara a cara a la audiencia: «¡Ah, ja, ja, ja! ¿Alguna vez os habían engañado? Buenas noches». El resto ha sido muy triste: la muerte anunciada de Vicious, convertido en un más que presunto asesino; actuación de los músicos como mercenarios sin rumbo —con excepción de los muy aconsejables primeros álbumes de PIL, la banda de Lydon—; una reunión crowdfunding en 2007-2008 en la que tocaron como si ellos mismos no hubieran negado la posibilidad de futuro; vulgares pleitos por los derechos de las canciones ante una justicia a la cual nos aconsejaron maldecir; el lanzamiento de un agua de colonia con el nombre de la banda («pura energia, combinada con aroma a piel, heliotropo y pachuli») y durante el nuevo jubileo de Isabel II, la reedición de lujo de 3.500 ejemplares de God Save the Queen en vinilo de siete pulgadas de la que se descolgó Lydon diciendo que «socava todo aquello por lo que lucharon los Sex Pistols».

¿Qué queda de la canción ante la que nadie era capaz de sonreir? Quizá el mensaje esencial de un joven gandul que no se cepilla los dientes, se siente «vacío», quiere «destruir a los transeúntes» y aconseja, como vomitando: «Sean irresponsables. Sean irrespetuosos. Sean todo lo que esta sociedad detesta (…) Te aseguro que no me odias tanto como yo te odio a ti». Suficiente, ¿no?

[Esta pieza procede de mi web personal. He publicado algún otro reportaje sobre el punk. Dejo los titulares y rutas de acceso para quien sienta curiosidad: Huevos fritos con sangre y otros excesos del punk | ¿La última pandemia?]

Categorías
sagrario

Sonny Rollins, el saxofonista que ensayaba en el puente más feo de Nueva York

Treinta y dos años, perilla, 100% hip —la acepción original de hip: valentía, bohemia, propensión al viaje cósmico, más cool que el cool—…

Sonny Rollins regresaba en 1962 con The Bridge. Desde 1959 se había mantenido en un silencio sabático, retirado de discos y actuaciones, sin ganas de merodear por las iluminadas sendas de la gloria, temeroso de que los halagos («el coloso del saxo», «el renovador del jazz»…) se le subiesen a la cabeza.

The Bridge, contenido y menos arriesgado de lo que esperaban sus admiradores, no tenía el fuego de Saxophone Colossus (1956), el disco que contenía Blue 7, la más hermosa canción de Rollins. Pero The Bridge atesoraba una historia aún más hermosa.

Durante el retiro de casi cuatro años, Rollins, que vivía en Nueva York, no quería dejar de tocar, buscándose y buscando, pero tenía un problema grave: no podía pagar un local de ensayo y el apartamento en el que vivía con su mujer en el Lower East Side era pequeño y pertenecía a un edificio con demasiados vecinos, a los que el saxo de Rollins podía molestar.

En uno de sus paseos por el barrio, el músico terminó en la pasarela peatonal del puente de Williamsburg, sobre el río East: barcos por debajo, coches y vagones de metro a ambos lados. «¡Había encontrado mi local de ensayo! Un lugar privado en medio de la ciudad donde podía soplar el saxo tan fuerte como me diera la gana», dijo más tarde.

Sonny Rollins posa en el puente

A diario y durante años, en el calor sofocante y húmedo del verano y el frío cortante del invierno, Rollins —a menudo acompañado por otros músicos— ensayó en el puente. Se sentía tan cómodo añadiendo banda sonora al cisco urbano que el tiempo se suspendía: alguna de las sesiones alcanzó las quince horas de duración. El disco de retorno, The Bridge (El puente), era un homenaje al local de ensayo.

Quince años más tarde, la empresa de sonido Pioneer contrató a Rollins para un anuncio sobre sus equipos de alta fidelidad. Eligieron los ensayos en el puente como motivo central, pero decidieron, en un giro esteticista, sustituir la fea estructura de Williamsburg por la mucho más icónica y lucida del puente de Brooklyn.

Rollins, que en septiembre cumplió 90 años, es ahora un músico patrimonial y venerable que no molesta a los vecinos. En 2010 el presidente Obama le entregó en persona la Medalla Nacional de las Artes.

Pocos recuerdan su pasado de asaltante a mano armada y heroinómano —fue uno de los primeros presos (1952) en someterse voluntariamente en los EE UU al tratamiento sustitutivo de la metadona—.

Yo prefiero imaginarlo solo, entre barcazas, automóviles y trenes, tocando el saxo tenor en el puente más feo de Nueva York.

[Esta pieza procede de mi web personal]

Categorías
sagrario

‘Sé dónde está la bala’, dijo Johnny Ace antes de llevarse el revolver a la sien

Una fábula crepuscular.

Johnny Ace —de nombre real John Marshall Alexander, Jr.— reunía todos los componentes de la fórmula equilibrada: nacido en Memphis (1929), la ciudad donde el viento sabe cantar baladas; hijo de predicador baptista y, por obligación filial, con la garganta educada en los coros dominicales; bien dotado intérprete de piano; con facilidad para componer melodías esponjosas y quedonas…

La época también era la oportuna: la primera mitad de los años cincuenta, cuando los músicos negros del sur de los EE UU cautivaron por primera vez a los jóvenes blancos con canciones de resbaladiza lascivia y melodías que parecían descender desde las estrellas de un cielo nocturno de verano.

A Johnny Ace no le iba nada mal. Ganaba un buen dinero tocando como asalariado en el grupo de BB King y daba salida a sus dotes como compositor grabando para una de las discográficas independientes con más empuje, Duke. Entre 1952 y 1954 encadenó singles que se vendieron con facilidad de canciones de amor en clave urbana. Eran fáciles, pegadizas y contenían la siempre latente promesa de noches románticas a la luz de la luna. Johnny y su voz templada eran objetos de adoración entre los adolescentes.

Cross My Heart, The Clock, Please Forgive Me y Never Let Me Go le convirtieron en residente habitual de las listas de éxitos. Empezó a ganar dinero y a dar conciertos. Solía in en tándem con la gran Willie Mae Big Mama Thornton, la mujer que inspiró a Elvis Presley.

El 24 de diciembre de 1954 los contrataron para un concierto especial de Navidad en el City Auditorium de Houston-Texas. Ace estaba pletórico: tras la actuación regresaba a Memphis para unas semanas de descanso. Una hora antes del show compró al contado un Oldsmobile para llegar a casa en el coche flamante que merecía un triunfador.

Sobre lo que sucedió en el local no hay unanimidad. Según Thornton, Johnny no había dejado de beber whisky desde hacía horas y estaba muy borracho. Según otras fuentes, desde mucho antes la tragedia rondaba al músico, que tenía 25 años y no había podido digerir la fama sin perder la cordura en el camino: llevaba siempre encima un revólver y le gustaba jugar a la ruleta rusa con una bala en el tambor.

Entre bastidores y antes del concierto, se pavoneó con el arma, apuntando a algunos invitados. Le dijeron, espantados, que dejara de hacer el idiota, pero insistió en la temeridad sin que nadie lo evitara.

«Sé dónde está la bala. No hay peligro», dijo antes de llevarse el cañón a la sien. El disparo fue mortal.

Al entierro asistieron varios miles de personas. Los discos póstumos de Johnny Ace, sobre todo la balada Pledging My Love, se vendieron como pan caliente.

Décadas después el cineasta Abel Ferrara, que ha sobrevivido a varios abismos, eligió Pledging My Love, donde Johnny Ace promete amor eterno y alma ardiente, para cerrar, antes del inicio de los créditos, la turbia y bestial película Teniente corrupto (Bad Lieutenant en inglés), en la que Harvey Keitel interpreta a un detective de la Policía de Nueva York que busca una imposible redención.

[Esta pieza procede de mi web personal]

Categorías
noticias

Las diez mejores canciones de Soulandia, reino de Stax

Algunas direcciones deberían tener carácter sacramental. Un ejemplo: 926 East McLemore Avenue, Memphis. En la casa de planta baja había una tienda de discos. En el sótano jugaban los dioses.

El inmueble, no hay casualidades cuando hablamos de las posibles variaciones que adopta el cielo cuando se reproduce en la tierra, había acogido un cine, un cofre para encerrarse con los sueños. De esa vida anterior, el local mantenía la marquesina y pronto colgaron de ella orgullosas letras rojas que bautizaban la sede musical: Soulville USA, algo así como Soulandia, EE UU.

Stax. Las marcas a veces lo dicen todo. El chasquido del ritmo primordial: rozas los dedos y haces música.

Stax fue el mejor sello discográfico de soul de la historia, la alternativa rugiente a la blandenguería coetánea de Motown, cuyos artistas aprendían buenos modales en clases pagadas por la empresa, vestían como responsables jóvenes negros que nunca participarían en un disturbio racial y eran contratados sin miedo en los hoteles de los millonarios blancos. No es posible imaginar a Diana Ross robando una cartera.

En Motown sonreían, en Stax sudaban. Motown era el gueto absorbido por el sistema; Stax, la revolución en marcha. Los nombres de las sedes entregaban indicios suficientes sobre las diferencias: Motown operaba desde Hitsville, Exitolandia. Stax, ya lo he dicho, en Soulville. La máquina registradora contra el alma.

Las canciones de Stax fueron la pólvora de los años sesenta. Cada disco que salía del sótano de la avenida East McLemore era un huracán y, pese a las zancadillas de Atlantic, a quien habían entregado la distribución para concentrarse en la música y sin sospechar que la potente discográfica minimizaría a los artistas de Stax para que no hicieran sombra a los suyos (entre ellos a su buque insignia, la dama del soul Aretha Franklin, que competía en la misma liga), se coló en la banda sonora de la época para no ser desbancado jamás.

Antes de entrar en materia, un apunte aclaratorio: soy fanático de Motown (una discográfica de negros que cantaban para blancos) y sigo escuchando con harta frecuencia las ñoñerías sublimes de The Supremes y las telenovelas de tres minutos de Smokey Robinson and The Miracles. Me pasma como algunos intérpretes del sello de Detroit se atrevieron a acercarse a la sensibilidad lisérgica de los hippies (sobre todo los inolvidables The Temptations) y como otros, con el tiempo, se enfrentaron a las reglas morales de la casa: respeto eterno e inmutable para Marvin Gaye y What’s Going On, llamado con justicia el Sgt. Pepper’s negro.

Pero, aún así, me quedo con la bravuconería de Stax, una discográfica fundada por blancos —Jim Stewart y su hermana Estelle Axton: STewart/AXton = Stax— pero entregada sin reservas a la sensibilidad negra: baile y sensualidad. Y sin perdir perdón.

Este es, en cuenta atrás, mi top ten de Soulandia.

10. Who’s Making Love – Johnny Taylor, 1968
¿Quién está haciendo el amor a mi chica / Mientras yo estoy por ahí haciendo el amor?, se pregunta el Filósofo del Soul, Johnny Taylor, una máquina de gemidos que no tenía nada que envidiar a James  Brown. Who’s Making Love fue su mayor éxito y uno de los primeros de Stax tras la ruptura de la empresa con Atlantic. En la grabación puede escucharse al siempre carnoso grupo de la casa, Booker T. & the MG’s, y al piano es posible adivinar al por entonces todavía desconocido para las masas Isaac Hayes. Taylor, un gran vocalista injustamente colocado entre los segundones del soul, era también un baladista seductor. Murió en 2000, a los 66 años, de un ataque al corazón.

9. 634-5789 – Wilson Pickett, 1966
Palabras mayores. Wilson Pickett (1941-2006), intérprete de al menos medio centenar de canciones fundamentales, encontró en Stax la casa que necesitaba para soltarse como vocalista brioso y funky, uno de los grandes. Quizá este medio tiempo —titulado con el número real de telefóno de la discográfica— no sea una de sus canciones más conocidas, pero sirve para comprobar la amplísima expresividad de su voz, educada, como puede apreciarse, en los coros de gospel de las parroquias y convertida en aullido en las calles.

8. Everybody Loves a Winner – William Bell, 1967
William Bell fue uno de los más activos músicos de Stax, a quienes había entregado en 1961 uno de los primeros grandes éxitos de la casa, You Don’t Miss Your Water. Prefiero Everybody Loves a Winner, un lamento contenido sobre la delgada línea que separa la fama y la bancarrota (Todos aman a un gandaor / Pero cuando pierdes, pierdes en soledad).

7. Green Onions – Booker T & The MG’s, 1962
¡Esto es de 1962, cuando los Beatles aún sonaban como una rondalla! El riff de guitarra de Steve Crooper es un martillo económico pero radical (¡por ese solo darían la vida muchos!), el bajo de Donald Duck Dunn rompe las paredes, la batería de Al Jackson asusta y el órgano de Booker T. Jones es la esencia de lo impecable. Todo el porvenir está en este instrumental: las filigranas de Hendrix, el orgullo de los mod, la estampa del mejor R&B, el ánimo cool del bebopBooker T & The MG’s, la banda de negros y blancos que tocaba en casi todas las canciones de Stax, fue el primer supergrupo de la historia. Hicieron tanto y tan intensamente que parecen de otro planeta. Muchos creen que fueron el mejor grupo de la historia. No es exagerado pensarlo.

6. Walking the Dog – Rufus Thomas, 1963
Mentor y padrino de gran parte de las figuras del northern soul, pionero del rock and roll, padre de Carla Thomas —importante por sí misma—, Rufus Thomas empezó como comediante y nunca dejó de lado la vis cómica en sus canciones directas y divertidas en las que circulaba por el lado brillante de la vida. Walking the Dog, que los Rolling Stones versionaron con nula intensidad en su primer disco, fue uno de los grandes éxitos que grabó en los primeros tiempos de Stax.

5. I’ve Been Loving You Too Long – Otis Redding, 1963
Es muy probable que la evolución musical del soul y el R&B hubiese cambiado de no mediar la prematura muerte del más rutilante y dotado de sus intérpretes, Otis Redding, víctima mortal de un accidente de avioneta en diciembre de 1967, poco después de cumplir 26 años. Es tanta y tan enorme la obra de Redding pese a la tragedia que la truncó antes de tiempo, que esta lista podría limitarse solamente a sus canciones, pero, puestos a elegir, I’ve Been Loving You Too Long es una apuesta segura. Redding, que era un gran compositor —a diferencia de buena parte de los vocalistas de soul, que sólo ponían garganta y sentimiento—, escribió la pieza en la soledad nocturna de un hotel y a medias con Jerry Buttler, el cantante de los Impressions. La lejanía de la persona amada y el sentido de separación que multiplica la entrega y la dependencia brotan, palpables, de la intrepretación, que dejó a los hippies con la boca abierta y en ridículo cuando Redding cantó el tema, unos meses antes de morir, en el Festival de Monterey, demostrando que no es necesario quemar una guitarra en el escenario cuando es tu alma la que está ardiendo. La canción ha sido ampliamente versionada: los Rolling Stones hicieron el ridículo al enfrentarse a una pieza que les viene demasiado grande —Redding les devolvió al favor mejorando Satisfaction con gasolina negra—, mientras que Ike and Tina Turner se pasaron de revoluciones lúbricas —ya se sabe que la contención no es una de las virtudes de Tina—.

4. In the Midnight Hour – Wilson Pickett, 1965
Segunda aparición en este top ten de Pickett —otro que merece un hit parade exclusivo—, esta vez con la inevitable In the Midnight Hour, que el cantante coescribió con Steve Crooper, el guitarrista de Booker T and The MG’s, en un cuarto del motel Lorraine de Memphis, donde en 1968 sería asesinado Martin Luther King. La canción es una de las más recurridas de todos los tiempos (la han tocado desde The Jam —nada mal pese a la reconversión a estilo mod— hasta Roxy Music —patéticos en una recreación de burdel—) pero los copistas harían bien en borrar de la memoria humana todas las versiones: nadie sabe cantar esta propuesta de sexo a medianoche como Pickett, roto y recompuesto en cada verso.

3. Knock on Wood – Eddie Floyd, 1966
La quintaesencia del estilo energético del soul de Stax contenida en tres minutos. Compuesta por Eddie Floyd con la ayuda, otra vez, del incansable Cropper, el primero la canta con poderío, suficiencia y un increible cromatismo. El tema era tan bueno que todo el elenco de cantantes de la casa quiso cantarlo, pero ni siquiera la versión a dúo de Otis Redding y Carla Thomas se acerca a la original.

2. Hold On, I’m Comin’ – Sam & Dave, 1966
Samuel David Moore y Dave Prater, tenor alto y barítono respectívamente, cantaban juntos como Sam & Dave sin mayor gloria desde 1961. Todo cambió cuando ficharon para Stax cuatro años más tarde y uno de los tándems de compositores de la casa, David Porter e Isaac Hayes, comenzó a entregarles canciones resueltas, altivas y animosas que empujan a la ceremonia del baile desde la primera progresión de acordes. Hold On, I’m Comin’ es uno de esos himnos, quizá el más potente, y demuestra la influencia de las candentes maneras interpretativas del dúo en artistas posteriores como Bruce Springsteen, que siempre ha señalado a Sam & Dave como referencia.

1. (Sittin’ On) The Dock of the Bay – Otis Redding, 1968. Una de esas canciones que son patrimonio de la humanidad con más merecimiento que cualquier catedral gótica. Conocida, no creo exagerar, por nueve de cada diez habitantes del planeta, contiene un mensaje de dulce saudade que todos merecemos compartir. Grabada pocos días antes de la muerte de Redding y editada pocas semanas después del entierro —fue el primer número uno póstumo de la historia de las listas de éxito—, nadie creía en la sencillez pop de la balada, ni siquiera la viuda del cantante, que hizo todo lo posible por evitar la publicación porque estaba convencida de que decepcionaría a los seguidores del cantante más carismático de Stax. Redding y Steve Cropper —ya sabemos quién era el genio musical de la discográfica— compusieron el tema en una casa flotante de la bahía de San Francisco, donde descansaban tras el Festival de Monterey. Redding, un tipo físico (190 cm. de altura y 100 kilos de peso) pero muy abierto a las emociones, estaba convencido de que el soul debería migrar, como lo estaba haciendo el rock, hacia terrenos más eclécticos y menos dominados por la fórmula. Le encantaban los discos psicodélicos de los Beatles y pretendía hacer algo parecido con el R&B.

La abigarrada historia de Stax no merece el límite de diez canciones que le ha otorgado esta entrada. Para quienes deseen inmersión completa, el cofre de diez discos The Complete Stax/Volt Singles: 1959-1968 es la opción definitiva: permite apagar la luz, cerrar los ojos y someterse.

Los necesitados de comprobación audiovisual del tóxico poder del mejor soul de la historia pueden acudir a la visión del documental que inserto más abajo: los cabezas de cartel de la discográfica tocando y cantando en directo en la televisión noruega en 1967. Atención a la temperatura ascendente de la fiebre del público: dos centenares de jóvenes nórdicos que empiezan el concierto con cierto aire de arrogante escepticismo y acaban queriendo llevarse con ellos a casa a Otis Redding.

Dos vídeos más cierran el post con extractos de la memorable actuación de Redding en el festival de Monterey, quizá una de las mejores descargas en directo de la historia del pop.

[Este texto fue publicado por vez primera en mi web personal]

Categorías
noticias sagrario

Medio siglo de ‘Tapestry’, la paz inesperada de Carole King en un año febril

Recuerdo con perfecta objetividad la sensación primera cuando escuché Tapestry: alivio y paz.

Hoy pueden parecer emociones simples, pero en febrero de 1971, hace medio siglo, tenían calado revolucionario. La habitación estaba demasiado cargada y las anfetaminas habían enloquecido a demasiados. Era imposible no querer a Carole King en aquel tiempo atolondrado.

¿Recuerdas cuando las carpetas de cartón de los vinilos te chivaban, antes de que sonase la música, las vibraciones que encerraba el disco?

Ésta es el paradigma: la casa en Laurel Canyon, barrio de los buscadores (Crosby, Stills and Nash, Joni Mitchell, Frank Zappa, Buffalo Springfield, Eagles, Jackson Browne…), el tapiz bordado por ella, el gato Telémaco, los pies descalzos, los rizos libres, la simpleza del jean y el jersey de lana… Ya dije, alivio y paz.

El disco, 50 años después, sigue conservando todos los valores: maravillosas canciones, producción comedida, intimidad, atmósfera de sueño posible…

Ni siquiera la condición sagrada de las ventas (25 millones de copias en todo el mundo, 15 semanas seguidas en el número uno de los hit parade —un disco low y de sensibilidad femenina en 1971 era una rareza inesperada—) ha contaminado la pureza inicial.

El background es puro material de archivo que ya no conserva sentido alguno y que no debes mencionar a no ser que te importe poco ser señalado como el abuelo que cuenta batallas en la fiesta, pero entonces no podías esquivarlo.

Carole King, que tenía 29 años cuando grabó Tapestry, había compuesto, diez años, antes Will You Love Me Tomorrow (The Shirelles), Halfway to Paradise (Tony Orlando), Chains (The Cookies), The Locomotion (Little Eva), Take Good Care of My Baby (Bobby Vee) Some Kind of Wonderful (The Drifters) y decenas más de canciones para enamorarse.

Carole King y Jerry Goffin en torno a 1959

En aquel entonces King trabajaba con Gerry Goffin, su marido [murió en 2014, a los 75 años]. Se habían casado de penalty a los 17 y tuvieron que dejar el instituto, pero eran tan buenos componiendo que ganaban más dinero en un mes que sus cuatro padres juntos en varios años.

La pareja de teenagers prodigio se separó en 1968 con formas amistosas. Tenían dos hijos y seguían consultándose uno al otro opciones musicales, pero Goffin empezó a enloquecer y sometía a King a un calvario de dominación que incluía ceremonias morbosas.

Todo cambió cuando ella se trasladó a Laurel Canyon, el suburbio bohemio de Los Ángeles, y se atrevió a cantar. Tapestry, donde colaboran Joni Mitchell y James Taylor, sigue tocado por la bendición de esa nueva vida.

Este vídeo recoge la duración completa de un miniconcierto de King en 1971. Está grabado poco después de la edición del disco. Pasmen y luego traten de responder a la pregunta que me hago desde 1971: ¿cómo es posible no querer a Carole?

[En origen escribí esta pieza para un diario. En el segundo episodio del podcast, 1971, el año menos aburrido de la historia del rock, una de nuestras opciones para demostrar la certeza de título fue Tapestry]

Ir a descargar

Categorías
podcast sagrario

Jeff Tweedy, feroz y sereno como una chaqueta vieja

Jeff Tweedy, en un retrato de promoción de 2008

Un respeto. No hablamos de un payasete amoral y manso como Beck, ni de un papanatas sacerdotal como Thom Yorke, atragantado con la mezcla inmoderada de Schopenhauer y Heineken.

Hablamos de alguien de otra pasta. Uno de esos tipos que gusta de usar la ropa, nunca de marca, hasta que se cae a cachos, porque nada hay tan feroz y sereno como una chaqueta vieja. Hijo de ferrocarrilero y compositor de 300 canciones que queman como clavos, JeffTweedy es acaso el único Presley posible a estas alturas de historia, cuando manda un rock tan educado y consolador que apesta. Toca como solista y con su máquina de matar, el sexteto Wilco, el mejor grupo de rock desde los Beatles.

Durante años Tweedy fue en España casi un secreto. Pese a que ocupaba plaza como el gran reinventor y actualizador de las inagotables tradiciones musicales estadounidenses, las primeras actuaciones de Wilco se limitaron a algún festival y a salas de capacidad media. Los conciertos fueron tan intensos y inusuales que han regresado varias veces y siempre con la categoría que merecen.

El cantante al que tanto quieres tiene aliento de bourbon
Todas sus palabras proceden de los libros que tú nunca lees
Sus mandíbulas están fracturadas; sus correas, demasiado apretadas
Sus colmillos, arrancados

Extracto de la letra de una de las canciones de Tweedy. La búsqueda y la duda, ambas introspectivas y con frecuencia dolorosas, están en la raíz de este músico emotivo, capaz de turbar con su sinceridad sobre el escenario.

Desde adolescente, Tweedy padeció migrañas de tremenda intensidad que derivaron en depresión, vértigo, problemas de visión y ataques de pánico. Hastiado de sufrir, se enganchó a los analgésicos. Cuando intentó dejarlos por su cuenta en 2004 estuvo a punto de romperse en pedazos. «Por no sentirme tan miserablemente mal estaba dispuesto a dejarlo todo, incluso la música», ha explicado.

Por propia voluntad ingresó en una clínica de rehabilitación para desengancharse de los painkillers que tomaba desde niño contra las migrañas.

Poco antes había intentado dejar la medicación sin control médico y sufrido un colapso físico y síquico casi total. «El pánico me hacía sentir como si un león me persiguiese continuamente. Sabes que el león no es real, pero tu cuerpo y tus emociones no lo saben».

Por suerte para él y para la salud cultural de la humanidad, ahora está en forma, ha dejado de fumar compulsivamente, practica la natación, ejerce como padre de dos hijos (uno de ellos, Spencer, músico precoz) y vuelve a sonreir.

Wilco en 2008. Los músicos siguen siendo los mismos en 2021 – Foto: Frank Wockenfels

No ha cejado en la imparable actividad de siempre: habla cada semana con su «amigo» Barack Obama, al que apoya desde hace años, se involucra en campañas sociales, combate las prerrogativas abusivas de las discográficas —Wilco cuelga toda su producción en la red: empezaron a hacerlo mucho antes de que los ingleses Radiohead se autoproclamasen patrones de las descargas— y, cuando viaja a Europa, no deja de pedir disculpas al público de sus conciertos por haber nacido en los Estados Unidos, un país cuya política internacional y social aborrece.

Tweedy nació en 1967 en la pequeña ciudad de Bellville (20.000 habitantes), en el estado de Illinois. A los los 8 años se enamoró de una guitarra y ahora está enamorado de todas: las colecciona por docenas y utiliza más modelos que ningún otro músico.

Montó su primer grupo en 1984 con compañeros de instituto y marihuana, entre ellos el gran Jay Farrar, que le acompañó en la primera aventura seria, Uncle Tupelo. Su primer disco No Depression (1990) ya anunciaba un intento por aprovechar, con animosidad punk pero gran respeto, el country y el folk de los pioneros (The Carter Family, Hank Williams…).

El grupo se disolvió tras una obra maestra, Anodyne (1993), y Tweedy montó Wilco en 1995. Han editado, en una progresión de creciente calidad una sólida colección de álbumes en estudio y directo y un par al alimón con el bardo británico Billy Bragg en el que ponen música a letras que dejó escritas pero sin musicar Woody Guthrie.

Tras el exquisito e íntimo Sky Blue Sky (2007) –grabado en una habitación, con los músicos tocando en directo, dando por buena la primera toma en gran parte de los temas-, renacieron las ovaciones: la crítica les instaló a la altura de los mejores y es frecuente que se les compare con Creedence Clearwater Revival, The Band y los Allman Brothers, grupos a los que Tweedy venera.

[Escribí esta pieza en septiembre de 2008 para el diario 20 minutos. Aquí la puedes leer completa en PDF con algunos extras. Wilco aparece entre la música que salvamos de entre 2000 y 2020 en el último episodio del podcast]

Categorías
podcast sagrario

La inmerecida zona de sombra en torno a Stephen Stills

Condenado durante buena parte de su vida a cargar con la hipoteca de tener al lado al obligatorio Neil Young, a Stephen Stills, con una carrera tan larga y, en ocasiones, coincidente, se le juzga con demasiado rigor y sin la necesaria claridad. Aunque toca la guitarra mejor que Young —aunque con menos turbulencia—, tiene menos discos pésimos que el canadiense —especializado en combinar el oro con la basura— y lleva en la brecha desde comienzos de los años sesenta, todavía permanece en una inmerecida zona de sombra.

La discográfica Rhino Records, una de esas empresas por cuyos lanzamientos vale la pena seguir en el mundo, tiene en su catálogo Carry On, una colección retrospectiva de 250 canciones de Stills en cuatro discos.

‘Carry On’, antología de Stills editada en 2013

Entre los 82 temas del cofre hay mucho material todavía dorado pese a la condición de éxito del pasado —For What It’s Worth, con Buffalo Springfield, la fiera banda en la que coincidió por primera vez con Young; Suite: Judy Blue Eyes, con Crosby, Stills & Nash; Woodstock, con el gran supergrupo hippie Crosby, Stills, Nash & Young; Love the One You’re with, en solitario; Rock ’n’ Roll Crazies/Cuban Bluegrass, con Manassas…— y 25 piezas inéditas, entre ellas una jam-session con Jimi Hendrix, quien admiraba la técnica de Stills y le consideraba el mejor guitarrista de su generación.

¿Motivos que explican la permanencia de Stills en la segunda división? Van media docena.

Primero: no es fancy. Al contrario, se trata de un tipo clásico, hijo de militar, que nunca hizo demasiado caso al estilo de la formal informalidad de su colegas generacionales: por ejemplo, vestía bien («me gusta ir limpio y bien arreglado, no soy de esos que van por la vida como un roadie, que, al parecer, es el estilo que se lleva»).

Segundo: no es propagandista. Aunque siempre ha estado del lado correcto en las polémicas —es un activo militante en luchas sociales—, no se dedica a propagar sus causas.

Tercero: es sordo de un oído y, al no entender lo que le están diciendo, suele abusar de las imprudencias verbales.

Cuarto: es independiente y confía en el instinto. En 1970, tras concluir en Londres una gira con Crosby, Stills, Nash & Young —que estaban en el apogeo comercial de su carrera—, decidió quedarse a vivir en la capital inglesa («no me apetecía regresar para hacer el camino hacia música de mierda que concluyó con Hotel California), compró una casa que tenía a la venta el beatle Ringo Starr y grabó su memorable primer disco en solitario, Stephen Stills, un intenso álbum de blues en el que invitó a tocar a, entre otros, Eric Clapton y Jimi Hendrix, que hizo en Good Old Times la última aparición musical de su carrera y moririría antes de que el disco fuese editado.

Quinto: la cocaína arruinó su vida, creatividad y finanzas a finales de los años setenta. Salió del lodazal gracias al apoyo de Young, con el que grabó Long May You Run (1976), del que se descolgaron David Crosby y Graham Nash.

Sexto: ha tenido muy mala suerte personal pero no se ha mostrado llorón en público. Uno de sus hijos, Justin, sufrió un grave accidente que le dejó tetrapléjico cuando hacía snowboard, y otro, Henry, padece síndrome de Asperger.

Álbum de debut de Manassas, la macro banda de Stephen Stills

Si tuviese que indicar un sólo camino hacia el amor por Stills, sería otro producto de su intuición: el doble álbum Manassas (1972), uno de los discos más infravalorados de la historia y, para mí, el mejor de la década de los setenta junto con Layla and Other Assorted Love Songs, de Derek and The Dominos (Eric Clapton y unos amigos).

Obra de caminos cruzados —country-rock sideral, palpitación afrocaribeña (Stills empezó a tocar en clubes de mala muerte de Costa Rica, donde vivió durante la adolescencia), melancolía bluegrass…—, este es el disco que deben escuchar los interesados por saber de dónde proceden la intensa suciedad y el lamento penetrante del blues.

[Publiqué esta reseña tras la edición de la antología Carry On. La publiqué en mi web personal y la reutilizo ahora en el guión del último capítulo del podcast]

Ir a descargar

Categorías
podcast

Terry Callier: el soul-pop más delicado

Terry Callier murió el 28 de octubre de 2012 en un silencio de algodones no muy diferente al que envuelve algunas de las canciones que compuso y cantó. Tenía 67 años, se lo llevó un cáncer y encontraron el cadáver en su casa de Chicago, la ciudad en la que había nacido, acaso la única posible para uno de esos músicos que entendía el escalofrío como parte de un acto sexual con el mundo entero y todas las formas de vida.

Compañero de juegos de infancia de tipos encendidos con llamas suaves —Curtis Mayfield y Jerry Butler, es decir, The Impressions—, Callier fue un hijo del gueto de Cabrini Green, un barrio de pandillas, drogas e injusticia, pero también peleón y reivindicativo [este documental repasa la historia antes de que empezasen a demolerlo].

A los 17 años grabó un himno de defensa racial, Look at Me Now, y le invitaron a irse de gira con los pesos pesados de la gloriosa discográfica Chess Records, Muddy Waters, Howlin’ Wolf y Etta James. La madre del muchacho, asustada por la mala fama de aquella pandilla de bluseros depravados, dijo que de ninguna manera y obligó al chico a quedarse en casa y seguir estudiando.

Tampoco tuvieron demasiada repercusión sus tres primeros discos, difíciles de categorizar, oscuros, inclinados hacia el jazz —dos guitarras acústicas y dos bajos que transitan por los caminos instrumentales que abrió John Coltrane en A Love Supreme—, pero con la carnosa tonalidad del soul.

‘The New Folk Sound of Terry Callier’ (1968), ‘Ocassional Rain’ (1973) y ‘What Color Is Love’ (1974)

El primero, The New Folk Sound of Terry Callier, grabado en 1964, contenía una muy novedosa relectura de piezas tradicionales del cancionero popular estadounidense, convertidas en espirales que parecían no querer terminar. La publicación del disco se retrasó cuatro años porque al productor, el folklorista Samuel Charters, le dió una venada asocial, se llevó las cintas con él a un retiro en el desierto mexicano y no regresó al mundo hasta 1968.

Las dos siguientes obras de Callier, Ocassional Rain (1973) y What Color Is Love (1974), fueron apadrinadas por el habilidoso Charles Stepney, uno de los productores estrella de Chicago —es el padre de la orquestación psicodélica de Earth, Wind & Fire—. Los álbumes son joyas únicas, cercenantes expresiones de sensualidad contenida y texturas circulares.

Aunque le contrataban con asiduidad en los clubes del área metropolitana de Chicago, Callier no se ganaba la vida con la música. En 1982, después de pagar de su bolsillo el single I Don’t Want to See Myself (Without You) y comprobar cómo sus canciones eran de nuevo ninguneadas, decidió dejar de intentarlo y aceptó un contrato como programador informático en el National Opinion Resource Center, una organización dedicada a los estudios de opinión vinculada a la Universidad de Chicago.

Sus compañeros de departamento ni siquiera sabían que el nuevo empleado era músico. En realidad ni siquiera lo era: entre 1983 y 1988 no puso las manos sobre una guitarra. Si estaba decepcionado, ocultó la decepción con optimismo y paz de espíritu.

El milagro ocurrió a principios de la década siguiente y vino del otro lado del Atlántico. Algunos pinchadiscos ingleses habían descubierto que la música sinuosa de Callier y sus derivas largas y palpitantes encajaban con naturalidad en las mezclas para las sesiones de acid jazz. Pronto le llamaron para que actuase en el Reino Unido y volviese a grabar.

Los discos que siguieron, sobre todo Timepeace (1998) —al que la ONU galardonó por su mensaje antibélico y de entendimiento global— y LifeTime (1999), le devolvieron a la luz pública y llegaron las colaboraciones con artistas cuarenta años más jóvenes, entre ellos Beth Orton, Massive Attack y Paul Weller.

Conocedor de los caprichosos gustos colectivos y de los cambios de humor del negocio musical, Callier no dejó su trabajo como informático y aprovechaba vacaciones o días libres para actuar durante su tardío renacimiento.

En una entrevista en 1998, declaró que no sentía amargura por haber permanecido en la sombra: «Me siento bendecido por el éxito tardío. Todo sucede cuando debe suceder y cuando lo puedes manejar. Nunca me faltaron recursos y gracias a mi trabajo como programador pude mandar a mi hija a la universidad. No pedía nada más».

[Publiqué esta reseña poco después de la muerte de Terry Callier. La reutilizo ahora en el guión del último capítulo del podcast]

Ir a descargar