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Parada técnica-emocional del podcast

No somos –pero somos- pertenencia de alguien
María Victoria Atencia

[Cierre transitorio del podcast. Anoto más abajo siete posibles razones. ¿Para cuándo el regreso? Lo decidirán providencias como mi capricho, el dolor de muelas, la primavera reventada, el vendaval de la senilidad, la jubilación laboral, la indecencia normativa de ganar y ser buena gente, el peso de la primera persona del plural mayestático, la decepción nacida del olvido, la milonga de las tribus… En fin, el trámite de seguir sin heridas]

1
De camino, pero ¿hacia dónde?, ¿qué meta disponen para quienes hemos perdido el afán de llegar a parte alguna?

De camino, es correcto, mas ¿qué dedo índice señala el punto cardinal?, ¿qué huesos tocan las maracas del retorno?

Cuando a Elvis Presley le preguntaron a qué motivo achacaba la locura provocada por su rock and roll, contestó:

—No lo sé. Yo no hice nada, sólo cantaba canciones de otros.

Cuando a Bob Dylan le preguntaron por qué había quemado su guitarra de caja de cedro enchufándola a la red eléctrica, contestó:

—No lo sé. Yo no hice nada, sólo quería tocar jodidamente alto.

Nadie hace nada, todo rueda como la luz en esas películas aceleradas de alta definición, como la pelota de goma en una calle cuesta abajo.

No es necesaria una patada para caerse del vagón en marcha, la gran boca de la velocidad te absorbe, lasciva, cuando le permites abrir la puerta.

2
De camino, pero ¿a qué ritmo?, ¿cuándo empieza a ser un camino y deja de ser un argumento, una trama desproporcionada para tanto disturbio emocional?

De camino, pero ¿cómo distingues?, ¿qué determinación te salpica en el instante exacto, invisible al ojo y los demás sentidos, en que debes reclutar toda la vida y ordenar el ataque?

Cuando a Peter Pan le preguntaron cómo se las apañaba para mantener la infancia disimulada en el almanaque, contestó:

—No lo sé. Yo sólo quiero hacerte rabiar, viejo fósil.

Cuando a Paul Celan le preguntaron qué escoria empleaba para cargar la pluma, contestó:

—No lo sé. Yo sólo pienso en las cenizas oscuras de mamá bailando en el humo de la chimenea.

Cumplen años los días, no las horas. Cuando celebras, suprimes; cuando implicas, ruegas. Rezan las oraciones, no los orantes.

Busqué ángeles entre los hilos del dobladillo, busqué maravillas en los epigramas de las nubes. Sólo encontré un cartel luminoso que decía: «cenas».

3
De camino, pero ¿qué baile organizan en el salón?, ¿quién traducirá para mí los pasquines, el precio de las entradas, la diplomacia de los saludos?

De camino, pero ¿cómo implicarme en el dominio de las pestañas, en el horario de los trenes?, ¿qué sindicato acepta esta federación para dos afiliados?

Cuando a Malcolm Lowry le preguntaron quién mantenía su vaso lleno, contestó:

—No lo sé. Yo sólo confío en Las manos de Orlac, las manos de Peter Lorre.

Cuando al asesino le preguntaron por qué seguía matando, contestó:

—No lo sé. Yo sólo abro los ojos.

El niño intentó romper la distancia con una patada lateral, los soviets intentaron romper las cadenas con hoces y martillos. Nadie selecciona el arma correcta.

Existen catálogos para casi todo: amistades, fábulas, temperamento. Las escuelas de ficción automática son el próximo gran negocio.

4
De camino, pero aún con la maleta despistada, con el permiso de circulación recusado, con la hoja de ruta manchada por la última taza de caldo de gallina.

De camino, pero soñando con el resollar inútil del pez fuera del agua, con la chispa de una piedra contra otra piedra. Soñar es diluirse en una gama de grises.

Cuando a Lenin le preguntaron quién sostenía sus manos al ordenar fusilamientos, contestó:

—No lo sé. Yo sólo pienso en mis hermanos.

Cuando a Dubuffet le preguntaron qué pretendía pintando tonterías, contestó:

—No lo sé. Yo sólo dejo que los pinceles caminen por las calles.

A veces las canciones me sorprenden tullido. A veces las canciones son como un tren perdido y tienes ganas de perseguirlas. A veces las canciones son como cuartos con pésimo mobiliario.

A veces las canciones me sorprenden llamándome idiota. A veces las canciones son frías y espléndidas como la piel de una muñeca. A veces las canciones dejan de oler a huerto para hacerse silencio.

5
De camino, pero puedo equivocarme (aunque, soy consciente, en el tropiezo está el agua menos estancada) y no cantar con el árbol, con el timón, con la ropa de saldo…

De camino, pero el libro no escrito es el único custodio de las verdades, porque un «fino hilo de humo» lleva a la «única resurrección posible».

Cuando al sueño le preguntaron un himno, contestó:

—No lo sé. Yo sólo canto el principio de las cosas creadas.

Cuando a Bruce Chatwin le preguntaron el motivo de su mala educación, contestó:

—No lo sé. Quien no tiene caballo no puede pensar.

A veces las canciones son capullo de seda, lugar escondido. A veces las canciones son neón en el pecho, mareo de pétalos, caras de muerte. A veces conviene enfermar.

A veces las canciones son bahías de nostalgia, destello de mar adentro, verso ondulado. A veces conviene la toxicidad.

6
De camino, porque everlast no es el título de un rock and roll, es cicatriz nunca cerrada.

De camino, porque siempre nos queda el verano de 1967, porque los lugares de culto merecen ser redimidos.

Cuando al hambre le exigieron un motivo, contestó:

—No lo sé. Yo sólo registro los cambios de caudal en la boca.

Cuando a Nashville le pidieron un deseo, la ciudad dejó que hablase el viento:

—No lo sé. Todos los deseos están enterrados con Hank Williams.

A veces las canciones son las reinas del sabbath, las amazonas, las madres de Itaca y quieres ser mujer para saber qué se siente.

A veces las canciones son un estanque de fotografías. A veces restregar no es lo mismo que frotar.

7
De camino, pero ¿quién espera tras la llegada?, ¿cómo cargar el dosel de la cama cuando nunca duermes?

De camino, pero ¿cuándo restauran el color verde tras el incendio?, ¿quién sopla sobre la ceniza para que, apartándola, resucite el dorado?

Cuando al Niño Triste le preguntaron qué combinación de teclas daba acceso a la caja fuerte del pecho, contestó:

—No lo sé. Yo sólo espero el escoplo de tus dedos.

A veces no quieres escapar.

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Post scríptum:

La mejor banda sonora para el momento, en mi opinión, está en este reproductor:

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Geoffrey Gurrumul, trovador e insignia de los aborígenes australianos

Le bastaron 46 años para imaginar el mundo. Lo hizo desde la ceguera y sin ayudas externas. Geoffrey Gurrumul Yunupingu no tenía, como otros invidentes, perro-guía, ni conocimiento alguno de Braille, ni vara blanca plegable. Tímido en extremo, vestido con ropa tan negruzca como su piel de aborigen del norte remoto de Australia, cantaba con una voz ancestral que dejaba en evidencia la presunta calidad emocional de cualquier otro artista del mundo entero. En cuatro discos fue piedra, torrentera seca, lagarto, nube, polvo blanco de arenisca, sueño…

Gurrumul (1971-2017) murió antes de tiempo. Tenía una salud torturada: necesitaba diálisis cada pocos días y también aguardaba en la lista de espera para un trasplante de hígado. El centro médico estaba a 500 kilómetros de casa. Las distancias se miden por raseros que parecen irracionales en el Western Deserta (Desierto Occidental) australiano, inmenso hasta lo incomprensible: 600.000 kilómetros cuadrados, casi 100.000 más que toda España. Es el lugar que las autoridades, hombres y mujeres de la mayoría ocupante blanca, habían designado, a finales de la década de 1960, como destino forzoso de los aborígenes desplazados a la fuerza. Si se negaban, una bala policial los tumbaba.

Los 400 colectivos de aborígenes que todavía permanecían en las tierras que ocupaban desde hace 60.000 años —son la cultura más antigua del mundo— eran menos incómodos en la lejanía yerma del noroeste para poder saquear, sin incómodas protestas, recursos y bienes culturales: sólo en lo que se refiere a las maravillosas pinturas tribales que representan mapas del mundo y bautizan cada elemento, el imperialismo se llevó 60.000 que ahora guarda como suyas el Museo Británico de Landres.

Los aborígenes —menos del diez por ciento de los habitantes de la despoblada Australia— molestaban en el resto del país. Comadreaban, se negaban a las cadenas que atan a los seres humanos a un domicilio, comían lo que cazaban y, si no cazaban, podían dejar de comer sin tragedia. Les gustaba el alcohol que traían los invasores y estos lo repartieron sin vergüenza porque ayudaba a la tarea del silencio. No hay recuentos oficiales, pero al menos 100.000 aborígenes fueron asesinados hasta los años treinta del siglo XX en masacres a punta de bayoneta. Hoy gozan de derechos plenos, pero son discriminados socialmente y viven en condiciones de pobreza extrema.

En la isla Elcho, un largo y estrecho brazo de arena y sotobosque del distrito de Arnhem Land, muy cercano a la costa de Darwin, un niño que sería leyenda aprendió a tocar un piano de juguete a los cuatro años. De seguido, un acordeón, calderos de plástico y pedazos de hojalata. A los cinco, Gurrumul extraía música de intensa levedad de la guitarra. Era zurdo, pero interpretaba el instrumento como diestro. Hablaba muy poco inglés y usaba como idioma vehicular uno de los ocho dialectos del yolgnu, un cuerpo fonético expresivo, sonoro y preciso: gapumirr significa agua; girrkirr, océano de aguas blancas; rrikawuku, el horizonte que sirve de límite al océano…

Durante una carrera musical que nunca consideró un oficio —todo lo que ganaba lo enviaba a sus padres y tíos para que invirtieran en “compra de buena salud”— Gurrumul debutó en 1992 en una de las primeras grabaciones de música aborigen crossover: el álbum Tribal Voice de la banda Yothu Yindi —una expresión nativa que significa ‘unidad en la diversidad’ y se refiere también a las responsabilidades de todo individuo hacia el país y la familia—. Denunciaban las expropiaciones de tierras, los confinamientos forzosos y se negaban a cantar en inglés. El ideólogo y líder del grupo era Mandawuy Yunuping, tío de Gurrumul y primer aborigen en graduarse como maestro de primaria en Australia.

En aquel debut pop, bienintencionado pero blando y trabajado según el canon de los blancos, Gurrumul aprendió menos que cantando en el coro de la iglesia baptista. Prefería ensimismarse a gritar, la oración le sentaba mejor que la parranda y no le gustaba ser el rey de la fiesta.

En el bellísimo libro Los trazos de la canción, el escritor inglés Bruce Chatwin explica mejor que nadie el sentido de la vida de los aborígenes, que se dedican a «rehacer a diario el mundo volviendo sobre los trazos de la canción de sus antepasados, y así mantienen siempre fresca la creación de las montañas, los valles, los desiertos y los ríos secretos (…), una vasta sinfonía de trazos melódicos».

Con una esa filosofía de unidad con el mundo físico, donde cada cual es «un hilo tramado en la red de un universo respetable y caótico, una línea melódica que discurre afinada en la frecuencia de las líneas de sus semejantes, ancestros, y descendientes», los pobladores iniciales del continente australiano (400 pueblos que son los más antiguos de la Tierra y hablan 250 lenguas) desarrollaron una forma expresiva donde el arte no está separado de la vida: uno y otra se disuelven entre sí.

En el debut como solista Gurrumul (2008) y los otros tres álbumes que siguieron: Rrakala (2011), The Gospel Album (2015) y el póstumo Djarimirri (2016), la música tiene un calibre enigmático, está hincada en una cultura que no procede de un suelo cuerpo y se estructura en patrones ajenos a los tradicionales en Occidente.

En el documental Gurrumul (Michael Hohnen, 2017), el músico responde casi siempre con un silencio radical y resonante a esas preguntas de catón que se repiten en casi todos los malos cuestionarios (¿qué pretende con su música?, ¿qué mensaje desea trasladar a la sociedad?, ¿en qué está trabajando ahora? y demás vulgaridades). De pronto, sin embargo, sus pupilas veladas relucen:

— En esta canción estoy con mi padre, mi madre y mis familiares. Estamos sentados en la arena, frente al mar. Mientras yo toco y canto, vemos la historia del océano y nos convertimos en océano nosotros mismos.

Consciente que su raíz era bipolar y debía vivir entre la admiración de la cultura ablanda (blanca) —Sting, Quincy Jones y Barack Obama, entre otros, le admiraban y calificaban como «sublime artista de la voz de un pueblo»— sin perder credibilidad como narrador ducha, transmisor románico de la relación entre los aborígenes y los elementos naturales, los meses finales de Gurrumul no fueron fáciles.

Deprimido por la dependencia de la diálisis, se encerraba cada tarde en un local de bebidas cercano a la playa. No deseaba publicitar la mala salud —en el documental vetó las preguntas sobre dolor, hígado, riñones, tratamientos médicos y otras torturas que le parecían miserables— y sus amigos sostienen que no buscaba la borrachera, sino la capacidad de «ver crecer la hierba» en el estado de tjukurrtjanu —soñar despierto—, el nirvana aborigen.

Era muy consciente de la cercanía de la muerte y aspiraba a retener la santidad de la vida para cantar tras el horizonte. Los cuadros del arte aborigen australiano, considerados mapas de tránsito espiritual y guías de navegación para el alma, sitúan allí, en la infinita línea blanca e inasible del rrikawuku oceánico, el lugar que nos cobijará tras la muerte.

[En el más reciente episodio del podcast, Con qué nos quedamos del siglo XXI, seleccionamos una canción de Geoffrey Gurrumul Yunupingu como una de las mejores de entre los años 2000 y 2020. Para el guión reutilicé parte de una reseña con playlist que escribí y preparé para Radio Gladys Palmera en 2018 y que republico ahora aquí]

El episodio de Hot Parade puede ser escuchado desde el reproductor de abajo. También está en línea en casi todos los agregadores, entre ellos ApplePodcasts, Spotify y Listen Notes.

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